La presidenta Michelle Bachelet deberá definir qué hará con la Ley de Obtentores Vegetales y tendrá que tomar acciones a la luz de un estudio que encendió la alarma sobre los posibles efectos cancerígenos del glifosato. La historia de un agricultor que denuncia falencias para controlar a las empresas biotecnológicas y mucho más, en el siguiente reportaje de El Ciudadano.
En los albores del siglo XX, con 40 años al hombro, el empresario farmacéutico de Chicago, John Francis Queeny, patentó el apellido de soltera de su esposa Olga Monsanto para lo que pasaría a convertirse en una empresa dedicada a la producción de sacarina.
Ya en 1943, Monsanto Chemical Works inició fructíferas relaciones con el gobierno de Estados Unidos. Fue en esa fecha que su empleado Charles Thomas concurrió a Washington para sumar su experticia a los trabajos que desarrollaría el Proyecto Manhattan en la creación de la primera bomba atómica, sin prever que el laboratorio operado por Monsanto en Dayton, Ohio, sería penetrado por un espía soviético.
“De la destrucción de la vida a la última salvación de la hambruna mundial” podría leerse en los mesiánicos avisos publicitarios de la multinacional, transformada hoy en una proveedora de químicos para la agricultura y organismos genéticamente modificados, si no omitiera sus históricos nexos con el establishment militar estadounidense.
En la página oficial de Monsanto encontramos una breve reseña de su aporte a la producción del Agente Naranja, utilizado en Vietnam, Laos y Camboya durante la década de los ’60, para defoliar selvas y “exponer los movimientos del enemigo”, causando a su paso una profunda devastación alimentaria y enfermedades como párkinson, cáncer, diabetes y malformaciones, según reconoce el Departamento de Asuntos de Veteranos de EEUU.
“Creemos que las consecuencias adversas que presuntamente han surgido de la guerra de Vietnam deben ser resueltas por los gobiernos que estuvieron involucrados”, arguye la empresa en su web. En 2013, un tribunal surcoreano obligó a Monsanto a pagar indemnizaciones a 39 combatientes en retiro de la guerra de Vietnam.
¿Sabía Monsanto lo que causaba otro de sus productos, el PCB? Hasta mediados de los ‘70, cuando se dictó una prohibición para el uso de bifenilos policlorados, Monsanto los producía como aislantes para equipos electrónicos. Actualmente son catalogados por el Programa de Naciones Unidas para el Medioambiente (PNUMA), como uno de los doce contaminantes más nocivos fabricados por el ser humano. Eso bien lo sabe la comunidad de Anniston, Alabama, que en 2003 forzó a la compañía a pagar una suma cercana a los 300 millones de dólares para compensar la toxicidad que provocó una de sus plantas en el sector más pobre de esa localidad.
“No dejen que un cliente o un competidor les intimide. No tenemos que perder un solo dólar”, versa una nota de distribución interna de Monsanto escrita en febrero de 1970 por un ejecutivo de la firma, a propósito del escándalo del PCB. Otros documentos que fueron revelados más tarde, a raíz de procesos judiciales iniciados por vecinos del área sur de EEUU, ponen acento en mantener una estricta confidencialidad sobre los peligros de este compuesto químico.
En el piso 13 del edificio ubicado en Rosario Norte 555, comuna de Las Condes, lugar donde se emplazan los cuarteles de Monsanto en Chile, Francisca de la Paz, de profesión periodista, recibe amablemente a El Ciudadano con un café.
La conversación gira en torno al caso de un agricultor que dice haberlo perdido todo cuando aceptó multiplicar semillas transgénicas para Monsanto a través de Anasac, empresa chilena que se dedica al mercado agropecuario desde 1948. La jefa de Asuntos Corporativos dice que la compañía que ella representa “no tiene nada pendiente” con ese agricultor ni con Anasac.
Pasamos entonces a hablar del grado de toxicidad del glifosato, un herbicida que Monsanto comercializa en el mercado bajo el nombre de Round-Up. Organizaciones ambientales han instado al gobierno de Bachelet a prohibir el uso de este químico destructor de malezas, a la luz de un estudio de la Organización Mundial de la Salud que modificó su clasificación al nivel A2, por lo que ahora se considera un “posible cancerígeno” para los humanos. El contrargumento del relacionador público de Monsanto, Max Cano, es que incluso tomando en cuenta lo señalado por la OMS, el Round-Up sería tan perjudicial como el mate caliente o las tintas de peluquería. “Es parecido a tomarse un vaso de Quix”, agrega.
En 2007, Francia juzgó a Monsanto por uso de publicidad engañosa. En las pantallas televisivas, la empresa afirmaba que su producto era biodegradable, pero un estudio demostró lo contrario: a los 28 días de aplicación del químico, sólo se degradaba en un 2%. Una vez conocida la decisión de la OMS en junio de este año, la ministra de Ecología del país europeo, Ségolène Royal, decidió prohibir la venta del glifosato en tiendas de jardinería.
“Hay que decir que un cultivo transgénico prácticamente no puede existir si no le echan Round-Up porque está hecho para que la industria te venda la semilla con el agrotóxico”, dice la periodista Lucía Sepúlveda, integrante de la Red de Acción en Plaguicidas (RAP-AL). “En Chile, el glifosato todavía es catalogado con etiqueta verde, como no peligroso. El Servicio Agrícola y Ganadero (SAG) tiene atribuciones para prohibir su uso pero no ha querido hacerlo.”
EL DECRETO QUE NUNCA FUE
Grandes anuncios rodeados de excesiva publicidad caracterizaron el aterrizaje oficial de Monsanto en esta larga y angosta franja de tierra. Corría el mes de abril de 2007 cuando el vicepresidente mundial de regulaciones de la empresa, Jerry Hjelle, junto con el gerente general para Chile, Alfredo Villaseca, y el entonces ministro de Agricultura, Álvaro Rojas, dieron a conocer la noticia de que Monsanto cultivaría 20 mil hectáreas de soya transgénica para convertir al país en una “potencia agroalimentaria”.
Ante la presión de organizaciones ambientales, el gobierno retrocedió, puesto que además el anuncio entraba en grave contradicción con una promesa de campaña realizada dos años antes por Michelle Bachelet, en el sentido de “no abrir el país a los cultivos transgénicos comerciales”.
Para Joel González, de la organización “Yo no Quiero Transgénicos”, la primera vez que la presidenta cedió ante la presión de los gigantes de la biotecnología fue cuando encabezaba el Ministerio de Salud bajo el mandato de Ricardo Lagos y resolvió no promulgar un decreto que autorizaba el etiquetado de alimentos genéticamente modificados en el mercado.
En vez de aquello, su cartera cambió el Reglamento Sanitario de Alimentos para que el rotulado procediera sólo cuando los productos OGM presentaran “características nutricionales distintas al alimento y/o materia prima convencional”, un argumento calcado al que empleara en los ’90 la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) de EEUU para abrir las puertas a la comercialización silenciosa de transgénicos en el país del norte.
Estas políticas se basan en el principio de la “equivalencia sustancial” – creado prácticamente a la medida de la industria biotecnológica – que establece que si se descubre un nuevo alimento sustancialmente parecido a otro ya existente, su seguridad puede ser regulada de la misma forma que el anterior.
Para defender este punto, la página web de Syngenta, multinacional suiza que promueve la agricultura transgénica, reproduce una conclusión de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) que data de 1991 y afirma que “el ADN de todos los organismos vivos es estructuralmente similar… la presencia de ADN transferido en los productos en sí, no causa ningún impacto en la salud del consumidor”.
Lo que Syngenta omite es que una década más tarde, en una nueva consulta a expertos de la FAO sobre la presunta inocuidad de los alimentos transgénicos, se concluyó que el principio de equivalencia sustancial “no debe servir como un sustituto de estudios sobre seguridad (alimentaria)”.
Un documento de enero de 1992, obtenido a través de una petición realizada a la FDA por la Ley de Transparencia estadounidense, muestra contrastes al interior de este organismo. Se trata de un memorándum enviado por la Dra. Linda Kahl al Dr. James Maryanski, Coordinador de Biotecnología de la FDA, donde la primera rechaza la equivalencia sustancial y afirma que se está intentando “poner una estaca cuadrada en un hoyo redondo” al querer “forzar una conclusión final de que no hay diferencia entre alimentados modificados por la ingeniería genética, y alimentos modificados por las prácticas convencionales de cultivo”.
En 2013, el presidente Barack Obama puso una lápida al control del gobierno federal de EEUU sobre las actividades de Monsanto cuando firmó la “Farmer Assurance Provision”, ley que permite a la empresa continuar plantando semillas transgénicas bajo la aprobación del Departamento de Agricultura, pese a que un tribunal establezca en el proceso que se violaron normas ambientales.
El senador republicano Roy Blunt, proveniente de Missouri, admitió a un reportero de la revista Politico que el texto de la ley fue elaborado en conjunto con Monsanto. 10 mil dólares en el año 2008, 44 mil en 2010 y 64 mil en 2012, fueron las contribuciones de campaña que la multinacional pagó a Blunt, según la ONG “Center for Responsive Politics”.
LEY MONSANTO EN EL BAÚL
En Chile existe la sensación de que los acuerdos de libre comercio firmados con EEUU generan amarres con políticas que sólo obedecen al poder de los grandes capitales en desmedro de las pequeñas comunidades. Así lo expresa Patricia Núñez, fundadora del proyecto “Dedos Verdes”, mientras participa de la Marcha Mundial contra Monsanto realizada en el Parque Bustamante de Santiago el pasado 23 de mayo.
“Si la Ley de Obtentores Vegetales llega a ser aprobada, va a ser un vejamen para todos los agricultores, los pueblos originarios y los guardadores”, dice la profesora de agricultura escolar y tallerista de huertos orgánicos. Mientras habla, nos regala un surtido de semillas “en resistencia”.
UPOV91 es un convenio internacional que fue ratificado por el Senado chileno en 2011 y que sólo espera de un cuerpo legal que regule la obtención de variedades vegetales para entrar en completa vigencia. Este proyecto, denominado popularmente como “Ley Monsanto”, permitirá inscribir variedades “nuevas” de semillas – que no hayan sido vendidas previamente – confiriendo al titular un derecho exclusivo para multiplicarlas. El biólogo Iván Santandreu de “Chile Sin Transgénicos” afirma que el libelo, de ser aprobado, permitirá a grandes compañías como Monsanto adueñarse del patrimonio genético ancestral del país.
“Los favorece, porque extiende y amplia los registros de propiedad intelectual. El agricultor empieza a ser parte de un engranaje del sistema. No es dueño de la semilla ni del producto de su cosecha. Termina convirtiéndose en un insumo más, porque pierde soberanía de plantar lo que se le ocurra. Plantará lo que ellos digan, no lo que diga el mercado. Ellos monopolizan el mercado”, afirma el también director de la Revista Mundo Nuevo.
En marzo de 2014, la Nueva Mayoría acordó sacar del Congreso el proyecto de Ley Monsanto. Meses después, en septiembre, el gobierno dio señales de que retomaría la iniciativa con un par de modificaciones que no han sido explicitadas.
Ante esto, El Ciudadano realizó una consulta al encargado de prensa del Ministerio de Agricultura, Patricio Ojeda, quien señaló que la cartera “no está haciendo vocerías sobre el tema, porque no hay nada que informar desde el momento en que se retiró el proyecto”. El funcionario precisó que “se está levantando información con distintos actores para un nuevo proyecto, pero no hay una fecha comprometida”.
El 15 de abril pasado, la asociación gremial CropLife, en representación de las empresas Syngenta, Monsanto y DuPont, entregó un reconocimiento al ministro de Agricultura Carlos Furche por “ayudar a los agricultores” a mejorar la eficiencia de sus cultivos.
El premio fue entregado personalmente por el presidente de Bayer Latinoamérica, Eduardo Estrada, un hombre de negocios que ha mantenido silencio en torno a un estudio de la Escuela de Salud Pública de Harvard que en mayo de 2014 responsabilizó a dos pesticidas de Bayer por la muerte masiva de abejas en Estados Unidos.
“ME FALSIFICARON LA FIRMA”
Oriundo de San Esteban, el agricultor José Pizarro Montoya no imaginaba que surcando los cielos de Melipilla un satélite capturaría desde lo alto una fotografía del predio que arrendaba en el sector de Alto Rumay. Tenía comprados los abonos y las semillas convencionales para cosechar esa temporada, cuando un par de representantes de Anasac le ofreció un “negocio redondo”: multiplicar semillas de maíz transgénico, de la variedad Mon49 de Monsanto, traídas desde Estados Unidos por el subgerente de producción de la empresa de la familia Nun, Yuri Charme, para ser destinadas a exportación.
“Dijeron que el terreno estaba aislado, que 200 metros a la redonda no había cultivos, lo que para ellos era espectacular porque no generaba contaminación”, explica el representante de Agrícola Pizarro desde su humilde morada en la Región de Valparaíso, con la marca de la tierra en sus yemas y uñas.
Según documentos del SAG, en la temporada 2012-2013 un total de 27.776 hectáreas chilenas fueron sembradas con transgénicos. El maíz ocupó un 83% de la superficie, el raps un 15% y la soya un 2%. Entre 2014 y 2015, el SAG rechazó dos semilleros de Pionner y Monsanto por incumplir normas generales de certificación varietal. La Asociación Nacional de Productores de Semillas (ANPROS), integrada por las empresas privadas que se dedican a la multiplicación – entre ellas figura la del padre de la senadora de la UDI, Ena Von Baer – financia abiertamente el programa del SAG que fiscaliza estos semilleros.
En su caso, José Pizarro estima que el Estado no fiscalizó lo suficiente a Anasac. Por alguna razón que todavía no logra comprender, el ingeniero agrónomo Francisco Araya de la misma empresa le recomendó sembrar simultáneamente en proporción 4:1, es decir, cuatro hileras de semillas hembra y una de macho.
Esta instrucción era diametralmente distinta a la que Anasac informó a las autoridades del SAG: les dijo que Agrícola Pizarro sembraría un cultivo diferido y ordenado a 4:2, por lo que necesitaría ingresar un total de 306 kilos de semillas transgénicas a Chile para satisfacer la proporción de machos. Por eso cuando empleó el sistema 4:1, a Pizarro le sobraron semillas y Anasac se las llevó para otra parte.
La cosecha fue mala y no logró los resultados que le prometieron. Se enteró que otros agricultores habían sembrado 4:2 en la Región del Maule, obteniendo ganancias exorbitantemente superiores. Cuando llegó el momento de finiquitar su liquidación con Anasac, no quiso firmar.
“Me reservo el derecho a apelar la suma que recibo por cuanto no se ajusta a las condiciones del contrato y competencia”, escribió con lápiz pasta un poco más abajo del espacio que había dejado en blanco.
En la caseta de seguridad de la casa matriz de Anasac, ubicada en calle Almirante Pastene en Providencia, recuerdan el momento en que José Pizarro enfrentó al accionista mayoritario de la proveedora de insumos agropecuarios, Guillermo Nun Melnick, cuando terminaba su día de trabajo. En esa ocasión, afirma Pizarro, esperó su jeep a la salida y le exigió una compensación económica por los daños causados, pero el alto ejecutivo lo derivó a Monsanto. “Me dijo que había vendido la empresa”, relata el agricultor.
Al día siguiente fue a hablar con Yuri Charme, quien había sido instalado en un cargo importante de Monsanto. “Su mensaje fue que me dejara de lesear, que me iba a regalar 29 millones de pesos para que se terminara el tema y me los iba a depositar, pero que no me fuera de ahí sin firmar la liquidación, a lo cual me rehusé”, cuenta Pizarro.
Tiempo más tarde le mostraron una copia del documento que contenía una firma distinta a la suya en el espacio que había dejado en blanco. No le quedó otra que demandar a la empresa ante la Cámara de Comercio de Santiago.
LOS “ERRORES” DEL SAG
El arbitraje de la Cámara de Comercio, que resultó a favor de Agrícola Pizarro, contó con la declaración de Yuri Charme y varios empleados antiguos de Anasac. Todos indicaron que su domicilio era Rosario Norte 555, las oficinas centrales de Monsanto, aunque la transnacional insistió a El Ciudadano que no tuvo ninguna participación en el proceso. El juez árbitro mostró a Yuri los informes de inspección del SAG en el predio de maíz transgénico de Alto Rumay. Tras reconocer que la instrucción a Pizarro fue sembrar 4:1, Yuri hizo una interesante observación.
“No sé si es relevante, pero es curioso que los informes indiquen que la proporción de hilera es 4:2”, declaró el chileno-estadounidense. La Cámara ordenó un peritaje al Instituto de Investigaciones Agropecuarias (INIA), el que concluyó que los informes del SAG habían sido probablemente escritos antes de fiscalizar el cultivo, razón por la que no se constató a tiempo que Anasac les mintió al momento de certificar su semillero.
El Ciudadano logró ubicar al ingeniero agrónomo involucrado en la fiscalización del SAG, un joven estudiante egresado de la Universidad Católica que más tarde terminó trabajando para Monsanto. Reconoció que fue un “error” colocar 4:2 y que probablemente se fió del documento que Anasac remitió al servicio para escribir los datos, aunque mirando los informes con más detención afirmó que esa no era su letra. “Quizás se lo dicté a mi compañera, no lo recuerdo”, observó. Agregó que “la persona que estaba a cargo mío era Julio Hernández (funcionario del SAG de Talca) y él tampoco advirtió el error”.
En varias oportunidades, este medio solicitó una entrevista con el director nacional del SAG, Ángel Sartori, pero su respuesta fue que era “innecesario” conceder una audiencia porque el organismo había instruido una investigación interna que no detectó faltas de ningún tipo en el caso particular.
El expediente se inició a raíz de una carta enviada al Ministerio de Agricultura por Pizarro, en la que solicitó investigar posibles violaciones a “normas de bioseguridad” relacionadas con la protección de las semillas que sobraron de su cosecha producto del vacío administrativo que permitió que ingresaran al país.
Esto a la luz de antecedentes recabados en 2013 por el presidente de la Asociación Nacional de Productores Ecológicos de Perú, Salvador Sánchez Serna, quien denunció la supuesta internación ilegal de semillas de maíz transgénico al país vecino, implicando en ello a “empresas chilenas”.
Al cierre de esta edición, El Ciudadano no pudo confirmar ni descartar un vínculo entre la pérdida de semillas aducida por Pizarro y un eventual contrabando de estas especies a Perú, donde por lo demás existe una moratoria contra los cultivos transgénicos. Lo que sí pudimos constatar es que Pizarro no fue el único al que Anasac recomendó usar menos semillas: también está el caso del agricultor de Melipilla, Luis Acevedo, donde se repitió el “error” del SAG en el sentido de colocar 4:2 en sus informes de inspección, ignorando el saldo que dejaría la siembra 4:1.
Del sumario interno del SAG se desprende que esta arista no fue investigada. En mayo acompañamos a José Pizarro a consultar a Aida Moreno – funcionaria pública que estaba a cargo del programa OVM (organismo vivo modificado) en esa fecha – sobre el destino del maíz remanente de Monsanto en Melipilla. “Los saldos se tienen que eliminar. De eso queda un acta en la oficina”, afirmó.
Moreno dijo que esperáramos una semana para acceder al documento, pero al correr de los días cambió de parecer: sostuvo que no podía buscar el acta sin tener un consentimiento expreso de Anasac. Insistimos a la dirección nacional y con fecha 13 de mayo, el director Ángel Sartori accedió finalmente a una reunión para escuchar esta historia. Sólo se mostró abierto a investigar nuevamente si Agrícola Pizarro entregaba más antecedentes.
Yuri Charme, actual encargado de operaciones de Monsanto en Perú, declinó hacer cualquier tipo de declaraciones a El Ciudadano. “No te va a hablar, porque es un tema que está zanjado”, contestó la periodista Francisca de la Paz cuando visitamos el edificio de Rosario Norte. Lo mismo ocurrió con el subgerente de exportación de Anasac, Rodrigo Malagueño. Llenamos un cuestionario solicitado por la empresa a objeto de acceder al acta que presuntamente constató la destrucción de los saldos de Melipilla, pero no obtuvimos respuesta.
MONSANTO PARA NIÑOS
En 2010, Monsanto compró la planta que Anasac operaba en el kilómetro 42 de la Ruta 5 Sur en Paine. Hoy se procesan ahí las semillas de maíz provenientes de los campos que la transnacional “arrienda a más de 300 productores de diversas partes del país”, según detalla su página web. En febrero de 2013, el alcalde Diego Vergara suscribió una alianza laboral con Monsanto para “abastecer de empleo a la comuna”.
Esta iniciativa de relaciones públicas, como la define la periodista Lucía Sepúlveda de RAP-AL, también se ha extendido a Buin. En mayo de este año, su edil Angel Bozán publicó un video patrocinado por Monsanto en su cuenta personal de Facebook, recibiendo críticas inmediatas de la comunidad. El clip mostraba a un personaje llamado “Señor Seed” que promovía la seguridad vial para niños de la Escuela Humberto Moreno Ramírez en Santa Victoria de Viluco.
Bozán aclaró lo ocurrido a través de un comunicado, señalando que “al ser alertado, vi completamente el video y corregí el error, bajándolo de inmediato… Además pedí que se bajara de las instancias municipales, y al mismo tiempo instruí a todos los directores de Escuelas que no deben recibir aportes de empresas privadas que tengan graves conflictos con la ciudadanía”.
El alcalde agregó que ni él ni su política de gestión “coinciden con la promoción de los productos transgénicos ni aceptará donaciones a la educación que provengan de esa industria”.
Matías Rojas
El Ciudadano
vía:
http://www.elciudadano.cl/2015/07/19/190123/quien-fiscaliza-a-monsanto-en-chile/
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