Tal vez los espectadores que
concurren al campo y quienes ven los partidos por televisión pueden
notar que hay un pequeño sector, en el fondo sur del Estadio Nacional,
atrás de la portería, cuyo decorado rompe la modernidad de sus
instalaciones. Es la escotilla ocho. Su arquitectura nos retrotrae a
principios de los años 70. Vallado a derecha e izquierda, en el
cornisamento, una frase nos explica el motivo de tal anomalía:
La estructura se mantiene intacta, tal como recibió a los prisioneros
políticos detenidos por la dictadura de Pinochet. Allí, en esa
escotilla, correspondiente a la puerta 27, pasé mi detención. Fueron
semanas de incertidumbre, testigos de los paseos de un encapuchado,
flanqueado por militares, señalando a discreción quienes debían ser
trasladados a otras dependencias del estadio. Dos compañeros de
universidad y militancia socialista, con quienes compartí esos días,
tuvieron la mala fortuna de caer en sus manos. Nunca más supe de ellos.
En esa escotilla ocho sufrimos dramas que nos marcaron. Un funcionario
de la Corporación de Fomento agonizó lentamente. Sus riñones requerían
una diálisis que los militares le negaron. Sin embargo, entre nosotros
nació una gran solidaridad. Lentamente nos fuimos enterando de la muerte
del presidente Allende, el bombardeo a La Moneda, la detención de
ministros y dirigentes de la Unidad Popular. Igualmente, la ingenuidad
de algunos, entre los que me encontraba, sufríamos los contactos con la
tortura, los interrogatorios o simulacros de fusilamiento.Un pueblo sin memoria es un pueblo sin futuro.
La escotilla era nuestra casa. Tirados en el suelo de cemento, dormíamos y pasábamos gran parte del tiempo. Algunas horas se nos permitió sentarnos en aquellos bancos de madera que hoy son memoria de la ignominia. Allí fuimos miles los
huéspedes de las instalaciones. A poco de estar detenidos recibimos la visita de la Cruz Roja y de la prensa. Nos tiraban cigarrillos, sacaban fotos y miraban incrédulos. Seguramente, la publicación en prensa salvó de la muerte a unos pocos. Aun así, en el Estadio Nacional murieron torturados más de 200 personas y en total habrán sido unos 40 mil los detenidos.
Construido en 1938, fue remodelado para el Mundial de Futbol de 1962. Allí se levantó un complejo deportivo, donde coexistían canchas de entrenamiento, un velódromo y pistas de atletismo. Propiedad del Estado, era habitual ver a los estudiantes secundarios de la capital realizar sus competiciones. Los equipos de Santiago, salvo la Unión Española, con su estadio propio, disputaban sus partidos en el Nacional. Asimismo, sus instalaciones acogían eventos internacionales y durante el gobierno de la Unidad Popular se convocaron actos multitudinarios, entre ellos el celebrado el 4 de diciembre de 1971 para despedir a Fidel Castro. Allí el presidente Allende, ante más de 70 mil personas, señaló su voluntad:
Se los digo con calma, con absoluta tranquilidad. Yo no tengo pasta de apóstol ni tengo pasta de mesías. No tengo condiciones de mártir. Soy un luchador social que cumple una tarea, la tarea que el pueblo me ha dado, pero que lo entiendan aquellos que quieren retrotraer la historia y desconocer la voluntad mayoritaria de Chile: sin tener carne de mártir, no daré un paso atrás; que lo sepan: dejaré La Moneda cuando cumpla el mandato que el pueblo me diera. Que lo sepan, que lo oigan, que se les grabe profundamente: defenderé la revolución chilena y defenderé el mandato del gobierno popular, porque es el mandato que el pueblo me ha entregado. No tengo otra alternativa. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir la voluntad, que es cumplir el programa del pueblo.
Ahora, mientras contemplamos que un estadio remozado acoge la Copa América, donde el futbol, espectáculo que concentra a forofos y aficionados que se dan cita para ver a sus jugadores y corear sus cánticos y la publicidad de bancos españoles, chinos y multinacionales se adueña del entorno, es el momento de reflexionar. Pedir responsabilidades a quienes cometieron crímenes de lesa humanidad, gozan de impunidad y son protegidos por los gobiernos que han dirigido el país desde 1989. Su amnesia política y su conducta rastrera siguen siendo su moneda de cambio. Sería bueno que en la sesión de clausura de la Copa América se hubiese guardado un minuto de silencio por las víctimas de la dictadura, cuyos gritos de dolor siguen presentes no sólo en la escotilla ocho, sino en todos los rincones del estadio.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2015/07/05/opinion/019a1mun
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