Por Soledad Barruti
Era mediados de noviembre cuando cinco años atrás toqué el timbre de su casa por primera vez. Nos había puesto en contacto un amigoen común, el escritor Guillermo Saccomanno, que la conocía hacía más de treinta años. Cuando le conté a él que estaba escribiendo Malcomidos me dijo: para escribir de esos temas tenés que entrevistar a la socióloga Norma Giarracca.
Enseguida le mandé un par de mails pero no le llegaron –Norma insistía en conservar esos dominios de internet que nunca funcionan del todo bien-, la llamé, me pidió que volviera a escribirle para explicarle lo que necesitaba. Esperé.
Un mes después me respondió escueta con un día, un horario y la dirección de su casa. Guillermo me había dicho: es una tipa bárbara pero dura también, muy dura.
Llegué esa tarde entonces, esperando encontrarme con una mujer difícil. En los meses anteriores aproveché las comunicaciones interrumpidas para leer todo lo que había escrito, pero fue imposible: Norma no sólo había escrito cientos de artículos, además había coordinado demasiados equipos de trabajo, y cada uno de sus trabajos resultaba más interesante que el anterior. Norma, antes de Norma me abrumó.
La entrevista fue en su estudio: un cuarto amable, con una mesa que me resultó pequeña para la cantidad de cosas que necesitaba acomodar ahí. Ella vestía una remera fucsia que degradaba hacia el marrón, unas calzas, el pelo tirando al violeta, los labios rojos, unos aros plateados, como medallones. Ni coqueta ni moderna: canchera.
Me senté enfrente suyo, creo que me sirvió un té. Bueno contame, me dijo con esa voz rasposa pero musical, trazada por el aire que hacía años ingresaba a sus pulmones esquivo y tramposo. Le conté otra vez: quería escribir sobre la producción de alimentos en nuestro país. Me dio una clase.
Norma no era dura, era precisa y filosa pero muy cálida también. Un poco mandona pero extremadamente sensible y generosa. Y con un don que está en extinción en nuestra sociedad: la empatía. Pero, sobre todo, Norma era una mujer sin miedo: a pensar, a decir, a trabajar desde una autonomía que tampoco se encuentra fácil.
Cuando terminé mi libro le mandé el borrador. Una semana después me escribió: Sole, ¿estás? Si leés esto rápido (13.10 hs) llamame por favor. Sabés que no tengo tus teléfonos, soy un desastre. Abrazos.
El libro le había gustado. Menos el final. Hay que cambiarlo, me dijo: tenés que venir para acá. Corrí a su casa en una emergencia que entonces parecía tan real y ahora es graciosa: no estaba por entrar en imprenta ni mucho menos. Pero Norma era también así: había leído que faltaba algo –algo muy importante, me dijo- y ahora tenía una urgencia que le quemaba las manos.
Cuando llegué la encontré inmersa en su computadora: estaba reescribiendo los últimos párrafos de mi libro. Esperá, esperá, no me interrumpas, me dijo. Y me regaló esto: “Las políticas que perjudican a las mayorías, los territorios, la naturaleza y los seres vivos de todo tipo suelen finalizar cuando quienes salen a hacer política de calles logran poner un límite al orden hegemónico. Cuando una franja importante de la población comprenda que las grandes corporaciones del agronegocio se están quedando con un bien común como es la fertilidad de la tierra, que están devastando nuestros recursos naturales, que están generando un espantoso sufrimiento de seres vivos y un inconmensurable sufrimiento social directo e indirecto, posiblemente logremos poner límite”.
Norma detestaba algunas cosas: la modernidad homogeneizadora (de culturas, de espacios, de ideas) y el colonialismo como su arma más eficaz que había creado el capitalismo con toda su brutalidad, su falta de respeto, su arrogancia.
Había trabajado en el ministerio de Agricultura de 1969 a 1976. La dictadura militar la obligó a exiliarse: anduvo por España, por Inglaterra, pero encontró su hogar en México. Junto a Miguel. Siempre junto al brillante economista Miguel Teubal, su compañero de toda la vida con quien trabajó, militó y tuvo dos hijos. Cuando volvió a Argentina creó la cátedra que no querría dejar nunca: Sociología Rural. También el Grupo de Estudios Rurales y el Grupo de Estudios de los Movimientos Sociales en América Latina. Trabajó en el Instituto Gino Germani y fue coordinadora del grupo de trabajo de Desarrollo Rural en CLACSO.
A Norma le gustaba la investigación pero sobre todo la apasionaban las resistencias: hacía libros pero primero estaba en los territorios aprendiéndolo todo, compartiendo las luchas, poniendo el cuerpo.
La van a extrañar en Famatina y en Esquel los que luchan contra la megaminería, los foros latinoamericanos que ayudó a crear y sostuvo con una voluntad incalificable de compartir ideas. También los movimientos sociales a los que nutría con un pensamiento claro, profundo y transformador. Por supuesto, la van a extrañar sus miles de alumnos.
Yo voy a extrañar mucho a Norma porque era mi amiga, porque me trataba como una igual –ella con todo ese carrerón encima- y me obligaba a pensar siempre un poco más. Norma me daba vuelta las ideas porque quería dar vuelta al mundo que sabía estaba al revés y le dolía.
Era revolucionaria. No murió de vieja sino de joven. No resistió haberse jubilado con sólo 70 años. No resistió tener que despedir a tantos amigos en los últimos tiempos. No aguantaba la superficialidad de la época y la poca responsabilidad de los que sólo avanzan cada día como si no hubiera otros modos posibles, como si no pudiéramos entre todos reconstruir esto que llamamos sistema y es en verdad un modo de vivir tan injusto.
Sole, llamame que es importante, me dijo el viernes en un mensaje. Había participado en un documental sobre la ley de patentamiento de semillas y se había quedado con cosas que decir. Es preocupante, me dijo. Tenía la misma urgencia por trabajar en su corrección que con mi libro. Hablamos un rato, hasta que nos interrumpió su falta de aire.
El domingo se acostó a dormir una siesta y no volvió a despertarse. A muchos la noticia nos dejó helados. ¿Norma? ¿De Verdad? No puede ser. No era que no estuviera enferma y cansada es que Norma era tan extraordinaria que no parecía ser de esa clase de personas que un día ya no están. Claro que dejó mucho cuando se fue, Norma se dejó casi toda en sus textos, en sus clases, en sus recorridas. Pero los que hablamos con ella, los que necesitábamos tenerla cerca, sabemos que no va a ser el mismo, que todo desde ayer se volvió un poco más triste y difícil.
vía:
http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Noticias/Despedida_a_Norma_Giarracca
Era mediados de noviembre cuando cinco años atrás toqué el timbre de su casa por primera vez. Nos había puesto en contacto un amigoen común, el escritor Guillermo Saccomanno, que la conocía hacía más de treinta años. Cuando le conté a él que estaba escribiendo Malcomidos me dijo: para escribir de esos temas tenés que entrevistar a la socióloga Norma Giarracca.
Enseguida le mandé un par de mails pero no le llegaron –Norma insistía en conservar esos dominios de internet que nunca funcionan del todo bien-, la llamé, me pidió que volviera a escribirle para explicarle lo que necesitaba. Esperé.
Un mes después me respondió escueta con un día, un horario y la dirección de su casa. Guillermo me había dicho: es una tipa bárbara pero dura también, muy dura.
Llegué esa tarde entonces, esperando encontrarme con una mujer difícil. En los meses anteriores aproveché las comunicaciones interrumpidas para leer todo lo que había escrito, pero fue imposible: Norma no sólo había escrito cientos de artículos, además había coordinado demasiados equipos de trabajo, y cada uno de sus trabajos resultaba más interesante que el anterior. Norma, antes de Norma me abrumó.
La entrevista fue en su estudio: un cuarto amable, con una mesa que me resultó pequeña para la cantidad de cosas que necesitaba acomodar ahí. Ella vestía una remera fucsia que degradaba hacia el marrón, unas calzas, el pelo tirando al violeta, los labios rojos, unos aros plateados, como medallones. Ni coqueta ni moderna: canchera.
Me senté enfrente suyo, creo que me sirvió un té. Bueno contame, me dijo con esa voz rasposa pero musical, trazada por el aire que hacía años ingresaba a sus pulmones esquivo y tramposo. Le conté otra vez: quería escribir sobre la producción de alimentos en nuestro país. Me dio una clase.
Norma no era dura, era precisa y filosa pero muy cálida también. Un poco mandona pero extremadamente sensible y generosa. Y con un don que está en extinción en nuestra sociedad: la empatía. Pero, sobre todo, Norma era una mujer sin miedo: a pensar, a decir, a trabajar desde una autonomía que tampoco se encuentra fácil.
Cuando terminé mi libro le mandé el borrador. Una semana después me escribió: Sole, ¿estás? Si leés esto rápido (13.10 hs) llamame por favor. Sabés que no tengo tus teléfonos, soy un desastre. Abrazos.
El libro le había gustado. Menos el final. Hay que cambiarlo, me dijo: tenés que venir para acá. Corrí a su casa en una emergencia que entonces parecía tan real y ahora es graciosa: no estaba por entrar en imprenta ni mucho menos. Pero Norma era también así: había leído que faltaba algo –algo muy importante, me dijo- y ahora tenía una urgencia que le quemaba las manos.
Cuando llegué la encontré inmersa en su computadora: estaba reescribiendo los últimos párrafos de mi libro. Esperá, esperá, no me interrumpas, me dijo. Y me regaló esto: “Las políticas que perjudican a las mayorías, los territorios, la naturaleza y los seres vivos de todo tipo suelen finalizar cuando quienes salen a hacer política de calles logran poner un límite al orden hegemónico. Cuando una franja importante de la población comprenda que las grandes corporaciones del agronegocio se están quedando con un bien común como es la fertilidad de la tierra, que están devastando nuestros recursos naturales, que están generando un espantoso sufrimiento de seres vivos y un inconmensurable sufrimiento social directo e indirecto, posiblemente logremos poner límite”.
Norma detestaba algunas cosas: la modernidad homogeneizadora (de culturas, de espacios, de ideas) y el colonialismo como su arma más eficaz que había creado el capitalismo con toda su brutalidad, su falta de respeto, su arrogancia.
Había trabajado en el ministerio de Agricultura de 1969 a 1976. La dictadura militar la obligó a exiliarse: anduvo por España, por Inglaterra, pero encontró su hogar en México. Junto a Miguel. Siempre junto al brillante economista Miguel Teubal, su compañero de toda la vida con quien trabajó, militó y tuvo dos hijos. Cuando volvió a Argentina creó la cátedra que no querría dejar nunca: Sociología Rural. También el Grupo de Estudios Rurales y el Grupo de Estudios de los Movimientos Sociales en América Latina. Trabajó en el Instituto Gino Germani y fue coordinadora del grupo de trabajo de Desarrollo Rural en CLACSO.
A Norma le gustaba la investigación pero sobre todo la apasionaban las resistencias: hacía libros pero primero estaba en los territorios aprendiéndolo todo, compartiendo las luchas, poniendo el cuerpo.
La van a extrañar en Famatina y en Esquel los que luchan contra la megaminería, los foros latinoamericanos que ayudó a crear y sostuvo con una voluntad incalificable de compartir ideas. También los movimientos sociales a los que nutría con un pensamiento claro, profundo y transformador. Por supuesto, la van a extrañar sus miles de alumnos.
Yo voy a extrañar mucho a Norma porque era mi amiga, porque me trataba como una igual –ella con todo ese carrerón encima- y me obligaba a pensar siempre un poco más. Norma me daba vuelta las ideas porque quería dar vuelta al mundo que sabía estaba al revés y le dolía.
Era revolucionaria. No murió de vieja sino de joven. No resistió haberse jubilado con sólo 70 años. No resistió tener que despedir a tantos amigos en los últimos tiempos. No aguantaba la superficialidad de la época y la poca responsabilidad de los que sólo avanzan cada día como si no hubiera otros modos posibles, como si no pudiéramos entre todos reconstruir esto que llamamos sistema y es en verdad un modo de vivir tan injusto.
Sole, llamame que es importante, me dijo el viernes en un mensaje. Había participado en un documental sobre la ley de patentamiento de semillas y se había quedado con cosas que decir. Es preocupante, me dijo. Tenía la misma urgencia por trabajar en su corrección que con mi libro. Hablamos un rato, hasta que nos interrumpió su falta de aire.
El domingo se acostó a dormir una siesta y no volvió a despertarse. A muchos la noticia nos dejó helados. ¿Norma? ¿De Verdad? No puede ser. No era que no estuviera enferma y cansada es que Norma era tan extraordinaria que no parecía ser de esa clase de personas que un día ya no están. Claro que dejó mucho cuando se fue, Norma se dejó casi toda en sus textos, en sus clases, en sus recorridas. Pero los que hablamos con ella, los que necesitábamos tenerla cerca, sabemos que no va a ser el mismo, que todo desde ayer se volvió un poco más triste y difícil.
vía:
http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Noticias/Despedida_a_Norma_Giarracca
No hay comentarios:
Publicar un comentario