Uno de esos días, en una pequeña ciudad del interior del noreste brasileño, tierras de pobreza, había un velatorio. Estaban la viuda, los huérfanos; estaban los amigos y amigas, todos desolados. O sea, un velatorio como todos.
En cierto momento llega un hombre flaco, de rostro arrugado por las durezas de la vida. El hombre se acerca a la viuda, le dice palabras de consuelo. Va con la madre del muerto, presenta sus condolencias, y entonces se posiciona a un par de metros del ataúd. Se queda callado unos instantes, con la mirada puesta en el piso.
Siempre en el más triste de los silencios, el hombre flaco saca una pistola y dispara cuatro tiros contra el ataúd. Se da media vuelta y se va. Es cuando todos se dan cuenta de que nadie allí jamás había visto al hombre que mató al muerto.
En una pequeña ciudad del interior de Minas Gerais, una pareja singular –el hombre pasaba de los 50, su acompañante recién habrá cumplido los 20– llega a un motel, que es como se llaman en Brasil a los hoteles para encuentros furtivos y casi siempre clandestinos. Piden una habitación.
Pasados 15 minutos, los dos salen. A los de la discretísima recepción les llama la atención la fugacidad de la permanencia de la pareja. Pero en los moteles, como se sabe, suele pasar de todo, inclusive eso.
Cuando la pareja llega a la puerta, el hombre se desploma en el piso. El socorro médico llega a los 10 minutos. Ya no hay qué hacer. Infarto fulminante. Entonces viene la policía.
La joven está inconsolable y visiblemente asustada, y repite a todo instante qué tragedia, qué tragedia. Todos entienden que el hombre era casado, y la tragedia explotará cuando su esposa descubra dónde y cómo se murió. Pero había un detalle extra.
La joven era hija del hombre.
No, no. Ninguna de esas y de muchísimas otras historias absurdas tiene la más mínima importancia. Podrían haber ocurrido en cualquier parte del mundo donde haya hombres furiosos que tirotean ataúdes y padres pervertidos. Y si es así, ¿por qué contarlas aquí?
Porque, cuando se ve lo que ocurre en el campo de la política y en el ambiente brasileño en general, suenan a historias triviales.
Esta semana se supo que Guido Mantega, ministro de Hacienda del primer mandato de Dilma Rousseff, que a la vez presidía el consejo de administración de Petrobras, quiso impedir que se divulgase el montante de pérdidas en el patrimonio de la estatal, calculado en aquel momento en alrededor de 27 mil millones de dólares. Hubo un duro enfrentamiento entre Mantega y la entonces presidenta de la estatal, Graça Foster.
No, no se trata de una filtración malvada o un chiste para complicar aún más la complicadísima situación de Petrobras, que se transformó en una especie de antro de corrupción bien esquematizada para beneficiar al PT y a los partidos aliados. Se trata de las grabaciones de la reunión realizada el 27 de enero, cuando Mantega aún presidía el consejo.
Al final del encuentro Graça Foster divulgó el número. Pasados ocho días, perdió el puesto y la amistad de Dilma Rousseff.
También esta semana, en votaciones en la Cámara de Diputados se pudo observar que volvimos todos al imperio del mercado de trueques. Nombrado articulador político del gobierno, el vicepresidente de la República, Michel Temer, se mostró un muy hábil negociador. Con una mano pedía votos; con la otra ofrecía puestos, cargos y presupuestos. Esa es la rígida dignidad de los representantes del pueblo en el parlamento brasileño: las firmes convicciones políticas, éticas y morales de la mañana pueden transformarse en beneficios por la tarde. Al fin y al cabo, todo en esta vida tiene su precio.
Aún así, el gobierno fue derrotado. O sea, hasta los corruptos de hoy ya no son confiables como los de antes. Porque nada de eso, por supuesto, es nuevo, ni fue inventado por el PT de Lula da Silva, y mucho menos por Dilma Rousseff.
El problema es que el país y su gente andan cansados de ese escenario. Hay una evidente y palpable insatisfacción popular, y la derecha más reaccionaria y furibunda –que practicó exactamente las mismas maniobras a lo largo y a lo ancho de su larga historia– trata de sacar provecho de la situación.
Así es que, además de frustración con el partido que nació prometiendo combatir lo que ahora hace día sí y el otro también, los brasileños se ven forzados a convivir con la hipocresía de los que tratan de parecer ejemplos sólidos de moral y ética. Lo hacen como si su historia y su trayectoria no fuesen modelos de lo contrario.
El gobierno da claras muestras de que trata de salir del pantano en que se metió o fue llevado, a raíz de sus propios errores. Dilma trata de despegar su imagen de la del PT, y el PT trata de apegarse cada vez más a la imagen todavía fuerte y popular de Lula da Silva, quien a su vez dispara críticas al gobierno y a Dilma unas 19 horas al día (se comenta que Lula duerme pocas horas).
Frente a ese cuadro vale la pena perder un tiempito leyendo sobre asesinos de muertos y ciertos padres y ciertas hijas de costumbres más bien raras. Muy raras.
vía:
http://www.jornada.unam.mx/2015/05/10/opinion/015a1pol
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