Dedicado a Diana Maffia, porque ayuda a pensar.
(APe).- En el año 1961 es juzgado en Israel Adolf Eichmann. Fue
secuestrado en la Argentina por agentes del Mosad. Condenado a muerte,
fue ahorcado en Tel Aviv. Hannah Arendt fue enviada por la revista The
New Yorker y escribió un libro imprescindible: “Eichmann en Jerusalem:
ensayo sobre la banalidad del mal”. Recuerdo haber leído y ojalá me
acordara dónde, que “Eichmann hacía todo aquello que imaginaba le
gustaría al Fuhrer”.
Si
discutible es la idea del Mal, mucho más lo es si pensamos en su
cualidad de banal. La banalidad alude a lo intrascendente, aquello que
carece de importancia, algo trivial, insustancial. Es decir que las
conductas de extrema crueldad que Adolfo Eichmann había realizado
estaban despojadas de toda conciencia real de la magnitud del
sufrimiento que ocasionaban. Algo de esto se insinúa en “El Señor
Galíndez”, la extraordinaria obra de teatro de Eduardo Pavlovsky.
Personas comunes que tienen conductas aberrantes que, no obstante, son
realizadas como si fueran de absoluta normalidad. Torturar y asesinar
realizado con la misma banalidad que ir a comprar pan o sacar entradas
para el cine. Este concepto es importante y necesario. Lo que me parece
necesario es entender por qué un sujeto es capturado por lo que con
talento Arendt describe como “banalidad del mal”.
La
operación subjetiva y política de que “el Mal”, es decir, las conductas
crueles que siempre implican la planificación sistemática del
sufrimiento, sean vivenciadas como “banales”, no tiene espontaneidad ni
es azarosa. La banalidad del mal es una situación extremadamente
habitual y que a mi critero implica la “obediencia debida” y la
“obediencia sentida”.
Debo
obedecer porque en la estructura política en la que estoy incluido,
obedecer es el Bien, aunque sea obedecer al Mal. La Obediencia es el
Bien Supremo. Para que esto sea posible el sujeto tiene que ser
integrante de lo que Freud denominó Masas Artificiales. Y la Masa
Artificial que incluye a todas las masas artificiales es lo que denomino
Cultura Represora. Freud describe dos masas artificiales como
emblemáticas: la Iglesia (católica apostólica romana) y el Ejército
(construido según el modelo prusiano). Sin ir más cerca, tanto la
pedofilia como la tortura sistemática de los detenidos son banalizadas,
incluso por aquellos que no son responsables directos.
El
tristemente célebre “por algo será”, da cuenta de esta banalización que
además, logra entrampar a toda la sociedad civil en una complicidad
soez. Toda organización jerárquica, incluso la familia, deviene masa
artificial. Por lo tanto, son a mi criterio esas organizaciones
jerárquicas el humus pestilente donde se cultiva toda forma de
banalidad. Los que sostenemos que el “hambre es un crimen”, no podemos
dejar de reconocer que para la inmensísima mayoría de la población
consumidora empedernida o no empedernida, es un crimen banal.
Banalizar
y naturalizar no es lo mismo, pero es igual. La trivialidad del sentido
común que dice “siempre que llovió paró”, banalizando y naturalizando
la tragedia de los inundados. Estoy convencido que la denominada
“banalidad del mal” es una realidad política y subjetiva. Pero para
entenderla tenemos que pensarla como consecuencia y no como causa.
La
cultura represora tiene como uno de sus reaseguros permanente hacer del
mal una banalidad. “Siempre habrá pobres entre ustedes” como le agrada
citar al presidente que hizo bombardear una ciudad para ocultar el
tráfico de armas. La aplicación del impuesto al valor agregado, más
conocido y camouflado como IVA, a los alimentos de la canasta básica muy
básica, es otro de los exponentes de la banalidad de la carga
impositiva confiscatoria.
Me
parece importante reflexionar que a la banalidad del mal Hannah Arendt
la condiciona a la condición de “burócrata” de Eichmann. La “Razón de
Estado”, a mi criterio de cualquier Estado, desde el Estado Terrorista
al Estado de Derecho, es productora de diferentes formas de banalidad.
El cinismo atroz de un dictador diciendo que “los terroristas no están
ni vivos ni muertos, están desaparecidos”, hasta el cinismo atroz de un
ex Jefe de Gobierno en destitución efectiva que sigue afirmando que la
masacre de Cromagnon fue “una conspiración para destituirlo”. O la
reblandecida idea de un secretario de transporte para el cual la masacre
ferroviaria de Once tuvo esa magnitud “porque no era feriado”.
La
racionalidad burocrática engendra en su útero vandálico al engendro
monstruoso de la banalidad del mal. Pero algo peor y terrible aparece en
el horizonte actual de la cultura represora. Algo que estoy seguro,
bueno, casi seguro, de que ni el propio Eichmann hubiera imaginado.
Desconozco si Hannah Arendt hubiera estado de acuerdo, pero me atrevo a
pensar que sí.
Parafraseando
a la talentosa teórica política alemana, afirmo que hay una “banalidad
del bien”. El desarrollo teórico y político de este concepto tendrá que
esperar una semana, pero adelanto algunos ejemplos. “Con la democracia
se come, se educa, se cura”. La democracia es un bien en oposición al
mal del terrorismo de estado. Pero afirmar que la democracia garantiza
comida, aprendizaje y salud, deviene banal.
“Síganme,
no los voy a defraudar”. Seguir ciertos liderazgos positivos, sin dudas
es un bien. Pero sostener a rajatabla que aquel que sigue nunca será
defraudado, es banal. “Dicen que soy aburrido”. Enfrentar la
farandulización de la política es positivo, suponer que el letargo por
sí mismo es virtuoso, es banal. Ponderar las virtudes que tuvo la
presidencia de Néstor Kirchner es necesario. Pero poner su nombre en
todo aquello que se preste, es banal. Insistir en la década ganada, como
un patrimonio de todas y todos, es banal. La cultura represora no
solamente ha demostrado que banaliza el mal, sino que ha logrado
banalizar el bien.
Y
el ejemplo a mi criterio más insoportable es haber banalizado la
defensa irrestricta de los derechos humanos. Lo que autoriza a un
ingeniero de triste figura, que milita en un mediocre fascismo de
consorcio, acusar al “curro de los derechos humanos”. Todos y todas
sabemos que se defienden los derechos humanos contra la voluntad
despótica de los Estados. Asociar organismos de los derechos humanos con
el Estado es emblemático de la banalidad del bien. Como también lo es
el remanido: “feliz año nuevo” sin detenerse a pensar que si algo no
abunda en estos tiempos, es lo nuevo. Y pensar como nuevo lo que apenas
es lo viejo maquillado, es una peligrosa y suicida banalidad.
Vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/la-banalidad-del-bien-primera-parte.html
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