En los últimos 12 años, en el estado mexicano de Sinaloa se han registrado más de 25 mil desplazados por la violencia del narcotráfico y la sequía. Eso es lo que indican las cifras de la Comisión de Defensa de Derechos Humanos del Estado de Sinaloa, una Organización de la Sociedad Civil, fundada hace 30 años. Desde febrero de 2012, la Secretaría de Desarrollo Social y Humano del Gobierno de Sinaloa (Sedeshu) inició su propio conteo de los desplazados por la violencia que genera el crimen organizado. A mayo de 2014, la secretaría ha contabilizado a 4 mil 714 personas, divididas en 1.117 familias. El 70% de los desplazados lo conforman mujeres, niños, adolescentes y adultos mayores. Los niños, adolescentes y jóvenes de 0 a 18 años de edad suman un 29%; las mujeres de 19 a 60 años alcanzan un 36%, y los adultos mayores de 60 años y más representan el 5 por ciento. CIPER presenta la primera parte de esta investigación de los periodistas Silber Meza y Francisco Cuamea, la que originalmente fue publicada en una serie de tres entregas por el periódico digital Noroeste.com. El reportaje aborda el drama humano de miles de familias que han abandonado sus casas, sus cultivos, sus negocios y sus historias, en un éxodo que los ha empobrecido y humillado. Este es el relato de pueblos enteros que se vaciaron por temor a la estela de asesinatos e incendios que deja el crimen organizado.
(Foto de portada: Luis Brito)
Cada noche, los pobladores de Ocurague, en la sierra madre occidental, se escabullían de sus viviendas para ocultarse entre los matorrales. Desde las sombras escuchaban el accionar de las armas, las cuatrimotos y las camionetas que aplanaban los caminos terregosos. Cuando el silencio volvía a imperar, apaciguaban el miedo y regresaban a sus viviendas. Era la señal de que el peligro había pasado, al menos por esa noche.
Así era la vida en 2011 en este poblado de la Sierra Madre Occidental que es parte del municipio de Sinaloa de Leyva, muy cerca de Badiraguato, Sinaloa, en el llamado “Triángulo Dorado” del narcotráfico mexicano, que incluye la parte serrana de Durango, Chihuahua y Sinaloa.
Al paso de los meses, el temor a la violencia escaló a los homicidios. A inicios de 2012, un grupo armado secuestró y asesinó a un joven originario del poblado vecino de San José de los Hornos.
“Cuando mataron al muchacho ese de San José de los Hornos los hombres no se atrevieron a ir a levantarlo, por eso las mujeres fuimos por él, acompañadas del Comisario. Ahí habían dejado un papel donde se atribuían el asesinato; el papel decía que eso les iba a pasar a todos los ‘dedos’ (soplones) de ‘El Chapo’, que porque ahí era puro Beltrán Leyva”, recuerda la señora Esperanza Hernández, una mujer que ronda los 50 años, originaria de Ocurague, y que se desplazó a la ciudad de Guamúchil, municipio de Salvador Alvarado, Sinaloa.
El nuevo grupo criminal condicionó a los pobladores a unirse a ellos, a abandonar sus tierras o a morir en sus manos.
“Asesinaron a una familia entera. Los cuerpos quedaron ahí tirados. El Comisario, antes de salir, dio aviso a la cabecera municipal de Sinaloa de Leyva. Fue una cosa muy difícil y muy fea: imagínese tener que dejar ahí a los cuerpos, y la gente tener que venirse por el miedo. Una persona decía que venían los Beltrán Leyva a quemar el rancho y a matar al que encontraran”, menciona con la mirada vaga, mientras recuerda los homicidios de 30 personas de la zona y el éxodo de 96 familias que habitaban Ocurague, ahora convertido en un pueblo fantasma.
Por eso, por el terror, el 12 de enero de 2012, junto con su familia y un pueblo entero, Esperanza salió huyendo: dejó el abarrote familiar que trabajaba, su casa, su siembra, su ganado. Todo.
Desde entonces, esta madre soltera se convirtió en una activista que lucha para que se mejoren las condiciones de los desplazados; ha hecho un padrón de los que se hallan en Guamúchil y ha registrado a los que se fueron al norte del estado, particularmente a las familias que se asentaron en Guasave y en Choix.
El trauma del desplazamiento ha sido muy grande, explica Esperanza, primero por la falta de empleo y vivienda, y después por el desconocimiento de la vida de la ciudad, donde todo cuesta, hasta el agua.
“No podemos acostumbrarnos a vivir aquí: allá, si se acaba el gas, hay leña; tenemos gallinas que producen huevo, tenemos carne, queso; tenemos agua. Ocurague significa lugar donde nace el agua; hay una arroyo que nunca se seca. Nunca carecemos de fruta: ¡aquí hay que comprarla!”
La temporada de calor también ha sido una hornilla: ellos vivían entre los pinos serranos, ahora padecen de temperaturas de más de 40 grados centígrados, muchos de ellos sin siquiera contar con un ventilador.
Las demandas de la mayoría de los desplazados siguen siendo las mismas que en un principio: el regreso de las familias a sus pueblos con garantías de seguridad, o en su defecto, ayuda para un empleo, educación y una indemnización por las tierras y bienes perdidos a manos de los grupos del narcotráfico (…)
Vea aquí la versión completa de esta primera entrega publicada por Noroeste.com
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