miércoles, 25 de septiembre de 2013

México: ¿Fascismo en México? Pedro Salmerón Sanginés



La historia del siglo XX (1914-1989) parece marcada por cataclismos: guerras totales, holocausto, totalitarismo. Se abrió con una guerra de magnitud nunca vista y se cerró con el estrépito mediático que anunciaba el fin de las utopías, el fin de la historia y el triunfo definitivo de la sociedad de mercado y del liberalismo. Como resultado, para quienes no han elegido el desencantamiento resignado o la reconciliación con el orden dominante, el malestar es inevitable. Probablemente la historiografía crítica se encuentre hoy bajo el signo de ese malestar. Hay que tratar de volverlo fructífero (E. Traverso, La histo r ia como campo de batalla, FCE, 2013, p. 31).
Para hacer fructífero el malestar hay que entender críticamente los cataclismos del siglo XX: sólo así podremos evitar la tentación de repetirlos con resultados que podrían ser peores. Para ello, es necesario denunciar los resabios y el resurgimiento del fascismo en México: desde apologetas del nazismo que siguen dando cursos de formación en el PAN, hasta grupos que adoptan, consciente o inconscientemente, fundamentos ideológicos y culturales del fascismo.
Los más consistentes estudiosos del fascismo (incluida su variante extrema, alemana) han señalado varios elementos ideológicos claves: la visión monolítica de la nación fundada en la raza; el rechazo a la democracia y la igualdad; la idea de fuerza, el principio de autoridad y, naturalmente, las definiciones negativas, pues sus valores exigían su antítesis, que derivaban en la condena de la alteridad: la alteridad de género de los homosexuales y las mujeres que no aceptaban su condición sometida; la alteridad social de los criminales; la alteridad política de los anarquistas, comunistas y subversivos; la alteridad racial de los judíos y los pueblos colonizados. Todos eran degenerados. El judío personificaba, como tipo ideal ese conjunto de rasgos negativos. Judaísmo, homosexualidad y feminidad eran las figuras negativas por excelencia que permitían a la estética fascista elaborar sus mitos positivos (Traverso, pp. 111 y 112).
El racismo, pues, es la piedra de toque del nazismo y de los imperialismos modernos: A. Hochschild ( Para acabar con todas las guerras, Península, 2013) muestra que el discurso imperial británico previo a la Gran Guerra no le pide nada al discurso nazi. No en vano, como Traverso muestra, para algunos historiadores actuales el holocausto no es un evento único, sino el traslado a Europa de lo que los europeos habían practicado en otros continentes y contra otras razas desde el siglo XVI; aunque otros historiadores reivindiquen el carácter único del holocausto. El nuevo racismo, que desembocaría en el holocausto, se trasladó a una Europa en que la guerra total (1914-1918) había banalizado la violencia y brutalizado a la sociedades, acostumbrándolas a la masacre industrial y a la muerte anónima masiva (Traverso, p. 114).
La historiografía crítica reciente ha encontrado las raíces intelectuales del fascismo en la fusión, a fines del siglo XIX, de distintas corrientes de pensamiento que, entre otras cosas, rechazan la ilustración y el marxismo, y la dicotomía entre izquierda y derecha: en Francia, sostiene Z. Sternhell, el fascismo nace de la fusión de una derecha populista y una izquierda nacionalista, que desemboca en una nueva forma de socialismo nacional, que recupera el darwinismo social, el racismo, el antiliberalismo y el antisemitismo, la antidemocracia y la crítica a la modernidad fundada en el argumento de la decadencia. Para que estos elementos se fundieran y dieran vida a partidos capaces de tomar el poder en Italia y Alemania, hacía falta el matraz de la Gran Guerra y sus niveles de destrucción, así como la aparición del desafío bolchevique.
Dos de estos elementos son militantes, agresivos, radicales: el racismo convertido en antisemitismo (lo que nos debe llevar a discutir el holocausto), y el anticomunismo. El anticomunismo confirió al nazismo un carácter de religión civil en guerra de cruzada contra el enemigo. Pero no nos engañemos: a pesar de su retórica revolucionaria, para llegar al poder, los fascistas se aliaron con las élites tradicionales y la gran burguesía: su conversión en gobierno siempre implica cierto grado de ósmosis entre fascismo, autoritarismo y conservadurismo (Traverso, 131).
Esos elementos definen al fascismo. Hay que recordarlos con precisión, porque en México el malestar y la desesperación han propiciado el crecimiento de actitudes fascistas, no sólo en la ultraderecha, a la que son consustanciales; sino en cierta izquierda y en grupos o individuos que niegan la importancia de la dicotomía izquierda-derecha. Me parece urgente que los señalemos, porque sabemos adónde conducen el fascismo y su retórica. Trataremos de hacerlo.

Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/09/24/opinion/023a2pol

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