(APe).-
Algún día el Estado será llevado con un par de esposas hasta el gran
banquillo. Tres o cuatro querubes lo custodiarán hasta allí. Cantarán
canciones que respirarán alivio. Un jurado serafín se mirará a los ojos y
sabrá claramente, sin libros ni códigos espurios, cuál será la condena.
Ya no más esclavitudes. Ya no más criminalizaciones. Ya no más olvidos
abandónicos. Ni tampoco dedos que señalarán hasta el hartazgo.
Johana Devia tiene 20 años. La Justicia
elevó hacia ella su brazo acusador. Le marcó los días y las noches. La
desnudó ante el mundo. Le gritó una y mil veces asesina de niños. Se
preguntó dónde dejó Johana el incuestionable instinto maternal
cuando decidió golpear a su niña y además, contagiarle una enfermedad
venérea. La estigmatizó desde la prensa connivente. Le regaló tapas de
diarios. Minutos y horas de canales y radios de su provincia. La imputó
en el territorio de los hombres de las leyes y las sentencias de
“lesiones y contagio a sabiendas de enfermedad venérea” de Thalía, su
beba de cuatro meses. Y cuando la niña murió de paro cardiorrespiratorio
el fiscal Julio Rivero le amplió la imputación a homicidio calificado
por el vínculo. Porque los ojos de la justicia, amparados en la Ley N°
12.331 de Profilaxis, de 1936, determinaron que contagió a su bebé
concientemente. Que decidió hacerlo, quizás cargada de rabia porque el
padre no quiso darle el apellido. O tal vez porque, para la mirada del
fiscal, los pobres de toda pobreza –abandonados hasta el hartazgo por
cada uno de los estamentos del Estado- descargan sus iras amasadas en
sus niños y niñas. Porque Johana, como María Ovando, cargarán de por
vida con el sanbenito de la culpa que el Estado les donó con oropeles.
Porque como pecado irredimible, hay una cuota de sus culpas que no la
borran los sobreseimientos tribunalicios. Queda ahí, en la garganta,
como punzante angustia atravesada para todos los días. Porque hay
dolores que quedan cincelados para siempre aunque la Justicia atine a
maquillar un perdón que no siente.
Johana vive con su mamá en una casita del
norte de Río Cuarto. Arrinconada a los márgenes. Donde el olvido social
estructura los días. Alguna vez osó pedir ayuda económica por tevé, en
esas desnudeces que tanto placer generan en ciertos medios. Con su beba,
la que llevaba su apellido, llegó entre los brazos al Hospital San
Antonio de Padua. Era 21 de julio. La pequeña Thalía tenía fracturas en
los brazos. Y los estudios médicos determinaron que padecía de sífilis.
Ergo: había sido golpeada y -cómo dudarlo señor fiscal- su mamá había
determinado transmitirle adrede una enfermedad venérea. La Justicia, el
Estado, han sido vastamente entrenados para no dudar. Si es una historia
de manual, pensaron. Las escenas se sucedieron velozmente: Johana llegó
con Thalía, de brazos fracturados y enferma de sífilis; los médicos
denunciaron “el caso”; la policía informó al fiscal Julio Rivero y –para
cerrar el círculo perfecto- Johana fue detenida y rápidamente imputada.
Primero por las lesiones y contagio y luego, por homicidio.
“Por más que la Justicia reconozca el
error, por más que se haya dado cuenta y diga que no tuve nada que ver y
por más que me sobresea; con lo que me hizo, me condenó para siempre”,
dijo la chica después. Cuando el mismo fiscal Rivero tuvo que reconocer
que todo había sido un error. Que la abuela, de 42 años, no había
cometido criminal “abandono de persona” de su nieta. Que el
“comportamiento despreocupado” que se le había adjudicado a Johana eran
–ni más ni menos- producto de la criminalización de la pobreza. Que la
autopsia determinó que las fracturas de la pequeña Thalía eran producto
de la fragilidad ósea que le provocó la sífilis. Bastaría hacer un vuelo
rasante por las antiquísimas teorías precolombinas. Aquellas que
condujeron al hallazgo de esqueletos con lesiones óseas de aparente
origen sifilítico en asentamientos neolíticos.
Cada año nace un millar de bebés con
sífilis en Argentina. Y en América latina, es la infección congénita más
importante: concentra el 25% de los 12 millones de nuevos casos anuales
en el mundo.
Sin embargo, la Justicia eligió a Johana
como trofeo. La expuso. La castigó simbólicamente. La llevó a la picota
de las madres condenadoras de hijo. Como a María Ovando a la que
enjuició por el crimen de su pequeña Carolina, de tres años. A ella que
deambuló con su niña en brazos por kilómetros y más kilómetros hasta que
el cuerpecito se fue endureciendo de pura hambre vieja y desnutrición
enquistada. A María, que con sus manos cansadas de picapedrera cavó un
pocito en la tierra para darle sepultura.
La Justicia tomó a Johana como botín, igual
que a Librada Figueredo, más de una década atrás. Que estuvo presa dos
años hasta que un tribunal la liberó de culpa y cargo y simplemente le
dijo: señora, puede volver a su casa. Pero que la tuvo como rehén en sus
manos y tras las rejas porque su José, de dos años y medio y Silvia, de
tan solo un año se le murieron por desnutrición como cientos y cientos
de niños misioneros. Usted hizo abandono de persona seguido de muerte y agravado por el vínculo, le había gritado la Justicia en la cara.
Algún día el Estado será llevado con un par
de esposas hasta el gran banquillo. Tres o cuatro querubes lo
custodiarán hasta allí. Cantarán canciones que respirarán alivio. Un
jurado serafín se mirará a los ojos y sabrá claramente, sin libros ni
códigos espurios, cuál será la condena.
Fuente, vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7939:claudia-rafael&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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