(Por Raúl Zibechi). La debacle ética siempre
antecede a la debacle material. Aunque no existe una relación mecánica
entre ambas, la primera es condición de la segunda. Para las personas de
izquierda la experiencia histórica podría servir de referencia e
inspiración, pero sobre todo como impulso hacia la coherencia más allá
de las conveniencias del momento, que de eso trata la ética.
Algo deberíamos haber aprendido de la dramática experiencia del
socialismo real. Quienes nos opusimos en la calle a la invasión de
Vietnam a menudo guardamos silencio ante la invasión a Checoeslovaquia,
por la sencilla razón de que el antimperialismo (estadunidense) nos
impedía cuestionar al expansionismo soviético porque lo consideramos
(erróneamente) enemigo de aquel. Terrible lógica que tuvo trágicas
consecuencias.
¿Cuántos de los que denunciaron vivamente los campos de exterminio
nazis hicieron lo mismo ante los juicios de Moscú y la represión
estalinista? Apenas un puñado, acusados de agentes del enemigo cuando en
realidad eran troskistas y anarquistas, o comunistas disidentes, chivos
expiatorios de una geopolítica del poder dispuesta a sacrificar la
ética en el altar de las conveniencias del momento.
La justificación ideológica de las deserciones de la ética son las
peores consejeras, porque ensucian las ideas que dicen defender. A tal
punto que conceptos nobles como comunismo o dictadura del proletariado
dejaron de imantar la energía y la imaginación de los oprimidos y las
oprimidas del mundo. Por regla, suelen hacerse concesiones de principios
(como se decía antes cuando no nos atrevíamos a pronunciar el vocablo
ética) en aras de supuestas ventajas tácticas.
Algo similar está sucediendo en relación a iniciativas de los
gobiernos progresistas. El domingo 1 de setiembre el diario argentino Página 12 publicó un artículo
titulado “Fracking”, en el que defiende la fractura hidráulica porque
oponerse sería tanto como sintonizar con la oposición derechista. Acusa a
los que se oponen a esa técnica de ser ecologistas, a los que define
como “reaccionarios” que antes se opusieron a la megaminería, a los
transgénicos y los agroquímicos.
El articulista, en un medio que supo ser crítico del poder
neoliberal, señala que se trata de un “pensamiento regresivo” y asegura
que “todavía no aparecieron argumentos convincentes contra los supuestos
efectos contaminantes del fracking”. Va más lejos y postula que “no hay
razones para pensar que el fracking será más riesgoso que otras
actividades extractivas”.
Luego de despotricar contra los críticos, el articulista detalla la
trascendencia de las conveniencias del momento, ya que las reservas no
convencionales en el sur argentino serían 67 veces las actuales reservas
de gas y once veces las de petróleo. “La magnitud de esta riqueza
parece inconmensurable desde la perspectiva actual y tras la reaparición
del déficit energético externo”. Ese déficit apareció, por cierto,
luego de la desastrosa política privatizadora de Carlos Menem en la
década de 1990.
Sin embargo, Menem privatizó las empresas estatales, entre ellas YPF
que era una empresa superavitaria, con argumentos muy similares a los
que se esgrimen ahora: miradas de corto plazo asentadas en la “riqueza
real” que se va a obtener. Recordemos que Menem fue el político más
popular de la década de 1990, al punto que fue reelecto con el 49,9% de
los votos en 1995 luego de haber regalado medio país a las
multinacionales.
Menem se convirtió en cadáver político porque en cierto período,
hacia fines de la década en la que gobernó, las conveniencias del
momento empezaron a jugarle en contra. No fue capaz de asumir las
consecuencias de sus decisiones y su prestigio fue enterrado por un
ciclo de luchas iniciado en 1997 que tuvo su clímax en el levantamiento
popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, que expulsó de la presidencia a
su sucesor Fernando de la Rua.
Con el fracking, la megaminería y los monocultivos de soja sucede
algo similar. Durante una década y gracias a los altos precios de las commodities
la economía parece funcionar y hay dinero suficiente para pagar
políticas sociales que aplacan la pobreza sin realizar cambios
estructurales. Pero, ¿pueden los defensores del modelo mirar a la cara a
las Madres de Ituzaingó, que vieron morir a sus hijos por los efectos
de los plaguicidas, y decirles que son víctimas de “un pensamiento
regresivo” y “reaccionario”?
Las Madres de Ituzaingó, un barrio obrero de la periferia de Córdoba
rodeado de campos de soja, recorrieron el barrio puerta por puerta
cuando empezaron a ver morir a sus hijos y descubrieron que los índices
de cáncer son 41 veces superiores al promedio nacional. Durante años
ningún organismo del Estado acogió sus denuncias. “En Ituzaingó hay
300 enfermos de cáncer, nacen niños con malformaciones, el 80 por ciento
de los niños tienen agroquímicos en la sangre y el 33 por ciento de las
muertes son por tumores”, dijo Sofía Gatica en un reciente
encuentro contra la minería en Buenos Aires, clausurado el mismo día que
Página 12 defendía el fracking.
Con los años Gatica, en nombre de las Madres, recibió el Premio
Goldman, uno de los galardones más importantes del mundo para luchadores
por el medio ambiente. Los sojeros fueron condenados, la justicia
reconoció la contaminación y el gobierno tomó cartas en el asunto. Entre
tanto, un inmenso dolor atraviesa a las madres del barrio y de muchos
otros pueblos de la Argentina sojera. Las Madres de Ituzaingó no son
ecologistas ni pertenecen a ningún partido de izquierda, ni apoyan a la
derecha ni están contra el gobierno. Es otra lógica, la de la dignidad.
Entre los progresistas de la región se ha impuesto una lógica perversa:
medir las cosas según beneficien a la derecha o al gobierno. Ese fue el
argumento de algunos politólogos ante las masivas manifestaciones de
junio en Brasil. La única brújula para no perderse es la ética. Hoy sus
agujas enfilan contra la megaminería y el extractivismo, sin importarles
quiénes estén en el gobierno.
Vía:
http://lavaca.org/notas/fracking-progresista/
No hay comentarios:
Publicar un comentario