México. Julio y agosto pueden ser
nombrados los meses de la defensa del territorio contra el despojo del
patrimonio nacional causado por los megaproyectos, para beneficio de los
dueños del capital. Aunque la afectación perjudica a todos los
mexicanos, quienes lo sufren de forma más directa son los pueblos
indígenas, porque los codiciados bienes se ubican en sus territorios.
Como reacción a los megaproyectos, los
días 11 y 12 de julio pasado, en la ciudad de Oaxaca, se reunieron
autoridades agrarias de los pueblos zapoteco, mixteco, mixe, chontal,
ikoots, mazateco y organizaciones civiles, para analizar las reformas,
proyectos y programas que atentan contra el territorio indígena; los
días 20 y 21 de julio se realizó en Santa María Zacatepec, Puebla, el
“Encuentro nacional en defensa del territorio, la energía y el derecho
de los trabajadores”, y los día del 26 al 27 de julio se realizó en la
ciudad de Juchitán, Oaxaca, el Seminario Internacional de megaproyectos
de energía y defensa del territorio “El istmo en la encrucijada”. Para
los días 15 y 16 de agosto, se realizará en la ciudad de Puebla el Foro
“Proyectos de muerte y territorio nacional”, en el cual se analizarán
los efectos de la minería a cielo abierto, las termoeléctricas, las
ciudades rurales, la siembra del maíz transgénico y las presas.
Todos estos eventos y muchos más que con
esos fines se desarrollan en todo el país, representan esfuerzos
populares por construir espacios colectivos de análisis, reflexión,
organización y articulación para oponerse a tales proyectos y, si es
posible, construir alternativas de futuro distintas frente al despojo
capitalista. En el presente documento se analiza la manera en que el
capital está llevando a cabo este despojo y la manera en que los pueblos
resisten. Es posible que conociendo como opera el capitalismo en la
coyuntura actual, se entienda lo que no se quiere y a partir de ahí
imaginar el mundo distinto por el cual luchar.
Los ciclos de la conquista indígena
La lucha de los pueblos indígenas de
América Latina ha transcurrido por varios ciclos de resistencia a la
opresión. El primero, el más largo de la historia, comenzó con la
invasión europea y se cerró con las luchas independentistas donde los
pueblos tuvieron una amplia participación pero al final fueron
subordinados a los intereses de los criollos que se hicieron del poder;
el segundo inició con la formación de los Estados latinoamericanos y la
imposición de las ideas liberales -promoviendo la propiedad privada y
los derechos individuales, atentando contra los pueblos y sus derechos
colectivos-, proceso que duró casi toda la segunda parte del siglo XIX;
el tercero se desarrolló desde principios del siglo XX hasta los años
setenta más o menos y el cuarto se gestó con las políticas neoliberales y
se mantiene hasta nuestros días. Cada uno de estos ciclos ha estado
marcado por los rasgos específicos de la acumulación capitalista y en
cada una de ellas la respuesta del Estado ha tenido su propio sello.
El primer ciclo coincidió con los
objetivos de la naciente burguesía de buscar mercados y recursos para
sostener su lucha contra el feudalismo, que estaba en crisis pero se
negaba a sucumbir. De ahí que los colonizadores hayan centrado sus
esfuerzos en la apertura de mercados que pudieran controlar, lo mismo
que del oro, para financiar las guerras por la hegemonía europea; en el
segundo, la burguesía ya se había impuesto al feudalismo y luchaba por
imponer su predominio, por eso su interés era consolidar nuevos estados
para expandirse, controlar la fuerza de trabajo y los mercados de
consumidores; en el tercero los pueblos enfrentaron burguesías
arraigadas que buscaron incorporarlos a la cultura nacional, es decir,
al mercado interno. En todos ellos el Estado ideo formas de someter a
los pueblos a un sistema colonial, muchas veces de manera abierta, otras
de manera soterrada, pero en todos los casos combinando políticas de
asimilación y planes de sometimiento armado.
En la coyuntura actual los pueblos
indígenas enfrentan el cuarto ciclo de conquista, cuyas características
principales son el predominio del capital transnacional inclusive por
encima del poder soberano de los Estados nacionales. Una de las formas
que han utilizado para hacerlo es la firma de tratados regionales o
internacionales donde se define la vida de las naciones y los pueblos.
De esa manera, los Estados nacionales han ido perdiendo control sobre
sus territorios, que ha pasado a manos de las empresas transnacionales,
quienes han desplegado una cruzada para el control de los espacios
económicos, políticos, sociales y culturales, como no lo había realizado
en ninguno de los ciclos anteriores.
En el ámbito económico, la acumulación
capitalista ha dejado el lugar central que mantenía en la industria y se
ha centrado en mercantilizar los bienes naturales, cosificándolos y
transformándolos en propiedad privada para poder apropiarse de ellos.
Como estos bienes se encuentran en territorios indígenas, son ellos
quienes más directamente sufren la embestida capitalista.
Antes de comenzar a implementar sus
planes tomaron medidas para evitar los efectos secundarios no deseados.
Para mitigar las protestas de los pueblos indígenas por el saqueo de los
recursos naturales, las instituciones internacionales impulsaron el
reconocimiento acotado de sus derechos, entre ellos los territorios y
los recursos naturales, mismos que después reglamentaron los gobiernos
locales cuidando que no se crearan instrumentos para ejercerlos. Así se
crearon los grupos de trabajo y los foros permanentes de la Organización
de las Naciones Unidas, donde muchos indígenas, la mayoría de las veces
sin representación de sus pueblos, discutieron sobre el tema y
aprobaron documentos con poca o ninguna fuerza vinculante, lo que no
evitaba que se difundieran como grandes logros, mientras en instancias
privadas, como la Organización Mundial del Comercio, se tomaban medidas
obligatorias.
Paralelo a este reconocimiento
flexibilizaron otras leyes y se implementaron nuevas políticas que,
aparentemente, no tenían ninguna relación con los derechos de los
pueblos indígenas pero los afectaban de manera directa y profunda. Entre
ellas se encontraban aquellas ligadas con actividades del extractivismo
minero a cielo abierto, las que apuntan a la privatización del agua,
las que buscan la apropiación de los recursos genéticos y el
conocimiento indígena asociado a ellos, las que promueven los servicios
ambientales para la captura de carbono y los grandes emporios
transnacionales puedan seguir contaminando.
Por voluntad propia o contra ella, la
mayoría de los gobiernos latinoamericanos ajustaron sus instituciones,
leyes y políticas a estas directrices porque así lo pactaron las grandes
empresas para facilitar la acumulación capitalista desposeyendo a los
poseedores de los recursos naturales ya convertidos en mercancía.
Esa es la lógica que domina los
gobiernos dentro del sistema capitalista, sin importar que se proclamen
de de derecha o de izquierda, y se materializa en la ocupación
territorial por multinacionales o estados extranjeros, a través de
contratos de obras que siempre se justifican con el argumento de
impulsar el desarrollo. A diferencia de los setentas, en la actualidad
ya no son los gobiernos dictatoriales los preferidos por el capital,
sino las democracias y, si son multiculturales mejor, pues cuentan con
más legitimidad, y al identificarse con el pueblo garantizan la “paz
social”, situación que permite al capital financiero imponer más
proyectos que a una dictadura nacionalista. Para que este tipo de
gobiernos sean funcionales al capital, necesitan una única condición:
que no pretendan distribuir equitativamente la riqueza del país entre
todos sus habitantes; pueden incluso impulsar políticas de apoyo social,
pero no acabar contra el colonialismo que sufren los pueblos.
Las rutas jurídicas del despojo
En enero de 1922, el gobierno mexicano
introdujo reformas a la Constitución Política para flexibilizar la
regulación sobre la tierra y los recursos naturales, fundamentalmente la
venta y renta de las tierras ejidales y comunales –que en México son la
mayoría por efecto de la reforma agraria-, lo que representó un cambio
sustancial con respecto al fin que tuvieron por varias décadas, de
satisfacer las necesidades de los campesinos. Después de la reforma
constitucional se modificaron las leyes que regulan la materia agraria,
forestal, de aguas y mineras, entre otras, con el fin de adecuarlas a
las nuevas disposiciones constitucionales, al año siguiente se modificó
la Ley de Inversiones Extranjeras para permitir el acceso del capital
extranjero a las actividades ligadas al campo, sin restricción alguna,
generando un mercado para el despojo de los bienes comunes. La mayoría
de estas reformas legislativas sucedieron antes de la firma del Tratado
de Libre Comercio con los Estados Unidos de Norteamérica y Canadá
(TLCAN), lo que puede se interpretó como el cumplimiento de una
condición que las empresas transnacionales impusieron al estado
mexicano, a través de sus gobiernos y este aceptó.
Contrario a lo anterior, también hubo
dos sucesos dentro de la legislación mexicana en sentido contrario. En
la mencionada reforma de 1992 el Estado mexicano introdujo en la
Constitución Federal una expresión para brindar protección especial a
las tierras de los pueblos indígenas, que nunca se desarrolló y en otra
reforma de agosto del 2001 se estableció el derecho preferente de los
pueblos indígenas para acceder a los recursos naturales que existan en
los territorios donde habitan, que tampoco se ha desarrollado en la ley.
A esto se suma una reforma introducida en junio del 2011, por virtud de
la cual los derechos humanos de los tratados internacionales se
incorporan a la Constitución Federal, y con ellos la obligación de todas
las autoridades estatales de promover, respetar, proteger y garantizar
los derechos humanos, “de conformidad con los principios de
universalidad, interdependencia, indivisibilidad y progresividad” por lo
cual, “el Estado deberá prevenir, investigar, sancionar y reparar las
violaciones a los derechos humanos, en los términos que establezca la
ley”.
Así, por un lado tenemos leyes generales
que permiten la apropiación de los recursos naturales; por otro lado,
existe una falta de reconocimiento del derecho de los pueblos indígenas a
sus territorios, las tierras y los recursos naturales en ellos
existentes; pero una clausula constitucional incorpora los derechos
reconocidos en los tratados internacionales que el Estado mexicano ha
asignado, al sistema jurídico mexicano, lo que en la práctica genera un
choque en perjuicio de los pueblos, porque las autoridades prefieren
aplicar las primeras. A esto hay que agregar que en la legislación
mexicana existen mecanismos como la expropiación, la imposición de
modalidades a la propiedad derivada, sea social o privada, y la
concesión de los recursos naturales a los particulares, la compraventa y
arrendamiento de tierras, mecanismos de los cuales se han valido el
Estado y las empresas transnacionales para despojar a los pueblos de su
patrimonio. De cómo se ha dado esto se ocupa el presente escrito.
Expropiación
Una de las formas jurídicas de atentar
contra la propiedad de las tierras y los territorios indígenas es la
expropiación, un acto unilateral de la Administración Pública, federal o
estatal, cuyo fin es privar a los propietarios, privados o sociales,
del uso, goce, disfrute y disposición de sus bienes “por causa de
utilidad pública”. La figura no es nueva; concebida durante la época
cardenista para fortalecer el proyecto nacional, ahora sirve para
fomentar el lucro individual en detrimento del bien común y de la
propiedad social.
La expropiación ha sido usada por el
Estado mexicano para llevar a cabo grandes obras públicas que luego se
entregan a los particulares para que las usufructúen, entre ellas las
presas hidroeléctricas. Como ejemplo de las primeras están las presas de
La Angostura y Chicoasén, en el Estado de Chiapas; la Miguel Alemán y
Cerro de Oro, en Oaxaca; el Caracol, en Guerrero; la 02, en el Estado de
Hidalgo, y la Luis Donaldo Colosio, en Sinaloa. Todas ellas desplazaron
a miles de indígenas de sus lugares de origen y provocaron alteraciones
al medio ambiente, daños de los cuales nadie se hizo responsable. El
caso extremo es el de la Miguel Alemán y Cerro de Oro, donde después de
más de medio siglo de construida, los chinantecos afectados siguen
reclamando su indemnización.
En la actualidad son emblemáticos los
casos de resistencia a la construcción de las presas “Paso de la Reina”,
en Oaxaca; “La Parota”, en Guerrero; la Yesca y El Cajón, en Nayarit;
El Zapotillo, en Jalisco y El Naranjal, en Veracruz. A todas estas habrá
que sumar los cientos de “micro presas” que se proyectan en varios
estados de la república –Chiapas, Veracruz y Puebla, principalmente-,
para que los particulares produzcan energía eléctrica para alimentar sus
grandes proyectos, la minería entre los más señalados, aprovechando la
ventaja que les permite la Ley de Asociaciones Publico privadas,
aprobada en el mes de enero del año pasado.
Imposición de modalidades
Una modalidad no es más que una
limitación al derecho de propiedad que restringe su uso, también en
beneficio general. Puede tener diversas expresiones pero en materia de
afectación a los territorios y recursos naturales destacan las Áreas
Naturales Protegidas, contempladas en la Ley General de Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente. En
la actualidad, en la república mexicana existen 175 áreas naturales
protegidas (ANP) de México, que se agrupan de la siguiente manera: 41
reservas de la biosfera que ocupan 12 millones 652 mil 787 hectáreas; 67
parques nacionales, con 1 millón 432 mil 24 hectáreas; cinco monumentos
naturales, con 16 mil 268 hectáreas; ocho áreas de protección de
recursos naturales, con 4 millones 440 mil 78 hectáreas; 36 de
protección de flora y fauna, con 6 millones 684 mil 771 hectáreas; y 18
santuarios, con 146 mil 254 hectáreas. En conjunto abarcan 25 millones
387 mil 182 hectáreas, que representa el 12.92 por ciento del territorio
nacional. Creadas para proteger la riqueza biológica del país,
difícilmente cumplen con su objetivo pues -de acuerdo con la propia
Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas- sólo 42 tienen
programas de manejo; en otras palabras, de toda la tierra y recursos
naturales a la que se le han impuesto modalidades solo en alrededor de 9
millones de hectáreas se tienen definidos los objetivos, planes y
esquemas de conservación.
Este instrumento ha servido para impedir
a los pueblos indígenas ejercer sus derechos territoriales y de acceso
preferente a los recursos naturales existentes en ellos. Hay ejemplo de
ello. Los miembros del pueblo Cucapá no pueden pescar ni para obtener
sus alimentos porque el lugar donde acostumbraban hacerlo quedó en la
zona núcleo de la Reserva de la Biosfera Alto Golfo de California y
Delta del Río Colorado, en Baja California; por otro lado los
integrantes del pueblo Wirrárika, en Jalisco, luchan porque su
territorio sagrado no sea destruido por carreteras o empresas mineras
canadienses. En el mismo sentido la Comisión Nacional de Áreas Naturales
Protegidas se niega a que los poblados de Ranchería Corozal, Nuevo
Salvador Allende y San Gregorio, ubicados en la Cuenca del Río Negro,
sean regularizados, no obstante el acuerdo al que han llegado con la
comunidad agraria de la Selva lacandona, en el Estado de Chiapas. Todo
esto sucede porque detrás de dichas Áreas Naturales protegidas existen
fuertes intereses sobre los productos naturales que en ellas se
encuentran.
De acuerdo con un estudio del Banco
Mundial, 95 por ciento de las ANP están ubicadas en superficies de uso
común, ejidales y comunales, por lo que se adueñan de 23 por ciento de
la superficie del sector social y al menos 71 de ellas se encuentran
sobre territorios de 36 pueblos indígenas. Aún más de las 152 áreas
terrestres prioritarias para la conservación, que abarcan 51.6 millones
de hectáreas, al menos 60 se traslapan con territorios indígenas.
Existen 177 áreas voluntarias, en 15 estados del país, que abarcan
alrededor de 208 mil hectáreas, y en ellas participan al menos nueve
pueblos indígenas. La mayoría se encuentran ubicadas en Oaxaca, donde
existen 79 áreas de certificación voluntaria. Pero en 2008, la Ley
General del Equilibrio Ecológico y Protección al Ambiente cambio y
colocó las áreas voluntarias de conservación como una categoría más de
área natural protegida –estableció su carácter de utilidad pública y de
competencia federal– y extendió sus condicionamientos hacia ellas,
adoptando atribuciones sobre los territorios que las comunidades habían
buscado no permitir.
Otros estudios afirman que en 101 de las
175 Áreas Naturales Protegidas existentes en el territorio mexicano
viven alrededor de 1 millón 396 mil habitantes indígenas y no indígenas y
en 66 de ellas existen importantes asentamientos indígenas, donde viven
alrededor de 87,407 indígenas mayores de 5 años, que representan el 7.8
por ciento respecto a la población total mayor a 5 años y en 18 Áreas
Naturales Protegidas, la población indígena es migrante. Desde otro
punto de vista se mira que en 48 Áreas Naturales Protegidas habitan 87
mil 306 hablantes de 31 lenguas indígenas mayores de cinco años, que
representa el 7.7 por ciento respecto a la población total indígena y en
19 la población indígena mayor a cinco años asciende a 82 mil 267,
representando el 6.5 por ciento de la población total mayor a cinco años
y el 94 por ciento del total de indígenas. Estas Áreas Naturales
Protegidas se localizan en 14 estados, abarcando 129 municipios y 2069
localidades; en conjunto ocupan una superficie de 6 millones 628 mil 488
hectáreas, 38 por ciento del territorio total ocupado por las Áreas
Naturales Protegidas.
Concesiones de recursos naturales y arrendamiento de tierras
De acuerdo con lo que dispone la
Constitución Federal, los recursos naturales del país son propiedad de
la nación y los particulares pueden aprovecharlos solo mediante una
concesión que el estado les otorga para ello. Esta medida, tomada en
1917 para asegurar que los recursos naturales sirvieran al desarrollo
del país se ha vuelto en su contra, pues los gobiernos la usan como si
los recursos fueran de su propiedad y la excepción de que los
particulares aprovechen los recursos se ha convertido en la regla. Un
ejemplo de ello es la minería. De acuerdo con el Sistema Integral de
Administración Minera (SIAM), a mayo del presente año se habían
extendido más de treinta y un mil concesiones mineras, que amparan
treinta y nueve millones setecientos cuarenta y tres mil seiscientos
noventa hectáreas en poder de trescientas un compañías, doscientos siete
de origen canadiense y cuarenta y ocho estadunidense, que controlan la
producción minera en nuestro país. Más todavía: hasta el año pasado 2012
en el país operaban ochocientos treinta y tres proyectos mineros, en
etapa de exploración; ochenta y uno en producción; treinta y cinco en
etapa de desarrollo y cincuenta y dos en suspensión, esperando su
reactivación; de estos doscientos once eran de origen canadiense y
cuarenta y cuatro estadounidense. Aparte de apropiarse de los recursos
mineros del país, las empresas mineras han abusado de las facilidades
que las leyes les otorgan, destruyendo el entorno donde se localizan,
contaminando el suelo, el agua y el aire con metales pesados que son
arrojados en ellos, desplazando pueblos enteros, destruyendo su hábitat y
privándolos de las posibilidades de acceder a una vida digna.
No existen cifras oficiales sobre
cuántas de ellas se encuentran en territorios indígenas pero si estudios
académicos. Eckart Boege, por ejemplo, cruzó los lotes mineros con los
territorios indígenas, lo que le permitió concluir que al año 2012
existían en los territorios indígenas 5 mil 712 concesiones mineras, de
las cuales 650 habían sido canceladas y por lo mismo se encontraban
vigentes 5 mil 087, que abarcaban 1 millón 940 mil 892, de los 28
millones de hectáreas identificadas por el mismo autor como el núcleo
duro de los territorios indígenas. Con base en estos datos se puede
afirmar que al año 2012 un 17 por ciento del total de los territorios
indígenas estaban intervenidos por el otorgamiento de concesiones
mineras. Entre los pueblos más afectados por esta industria se
encuentran los rarámuris, en el estado de Chiahuahua; los zapotecos y
chatinos, en Oaxaca; mixtecos, en los estados de Guerrero, Puebla y
Oaxaca; los coras, de Nayarit y tepehuanes, de Durango. Con todo, los
casos más dramáticos son los de los pueblos yumanos del norte del país,
donde algunas concesiones abarcan casi la totalidad de los territorios
de los pueblos kiliwas, kikapoo, cucapas, pimas y guarijíos.
Existen otras actividades para las que
también se rentan las tierras y son los negocios de las empresas
transnacionales mineras y eólicas. A la fecha los proyectos eólicos en
operación son 15 en el estado de Oaxaca, uno en Baja California y uno en
Chiapas. Mientras que los que están en desarrollo son dieciocho, de los
cuales nueve se encuentran en Oaxaca, cinco en Baja California y dos en
Jalisco, otros en Zacatecas y Quintana Roo, la mayoría de ellos, se
proyectan sobre territorios indígenas. Todos estos proyectos son
importantes, pero ninguno del tamaño del de el Istmo de Tehuantepec,
concebido en el marco del proyecto Mesoamérica, manejado por la empresa
española Mareña Renovables y que se consolidará como el mayor parque
eólico de México y uno de los más grandes de América Latina: 132 torres
con aerogeneradores y una línea de transmisión de 52 kilómetros para
conectar el parque con la red eléctrica. Esto permitirá una reducción de
emisiones de dióxido de carbono en hasta aproximadamente un millón de
toneladas por año, un enorme “favor” al medioambiente y un gran paso
adelante para el desarrollo de la Economía Verde, la nueva cara de un
capitalismo atento a las necesidades del territorio y sus habitantes”.
Son los proyectos que en la actualidad
más afectan a los pueblos indígenas y su derecho al territorio, pero no
son los únicos. También existen concesiones sobre aguas, que están
siendo acaparadas por las empresas embotelladoras, donde sobresalen las
empresas Bonafont, Nestlé, Coca-cola y Pepsi-cola, de capital extranjero
y casi dueñas del mercado nacional, permisos para la bioprospección
para apropiarse del conocimiento tradicional de los pueblos, los
servicios ambientales para la captura de carbono, entre otros. Para
todos ellos necesitan acceder a las tierras donde se encuentran, la
mayoría de ellas ubicadas en territorios indígenas. Hay que decir que la
Ley Agraria establece que los contratos pueden ser hasta por 30 años,
renovables por otro periodo similar, es decir, 60 años. Toda una vida de
un ejidatario o comunero.
Resistencia de los pueblos
La lucha de los pueblos indígenas en
defensa de sus territorios pone en evidencia el carácter discriminatorio
de la sociedad mexicana y el depredador del capital, así como la
ineficacia de la legislación que los reconoce. De poco ha servido que
nuestra en Carta Magna se reconozca el carácter multicultural de la
nación mexicana, igual que los pueblos indígenas y sus derechos, entre
ellos el acceso preferente a los recursos naturales existentes en sus
territorios si no existen instituciones específicas para aplicarlas;
tampoco sirve de algo que la propia Carta Magna establezca la recepción
de los derechos humanos reconocidos en los instrumentos internacionales
–entre ellos el derecho al control de su territorio y las administración
uso y aprovechamiento de los recursos naturales, igual que a la
consulta previa antes de realizar en ellos actos que pudieran
impactarlos- si en la práctica estos no se respetan. Los pueblos
indígenas lo saben. Pero también han aprendido que el discurso legitima,
por eso en lugar de dejarlo todo a sus adversarios se apropia de él y
lo usan en su beneficio, cuando consideran que les conviene. No de otra
manera se explica que su lucha, cualquiera que sea la forma que asuma,
invariablemente incluyan el reclamo de falta de de los pueblos como
sujetos de derechos colectivos, violación del derecho al territorio y
otros derechos asociados a él.
Armados de este discurso jurídico
emprenden acciones de diversa índole. Las que invariablemente están
presentes en sus movilizaciones son las informaciones públicas a través
de las cuales se brinda información a los afectados sobre el problema,
lo mismo que a la sociedad en general. Para hacerlo se usa la prensa
hablada y escrita, pero también echan mano de radios comunitarias que
ellos mismos han ido construyendo, o pintas en caminos rurales, paredes
de casas y plazas en las zonas urbanas. Los que pueden elaboran folletos
con información sobre los derechos que el estado y las empresas deben
respetar, las consecuencias de no hacerlo, crean páginas de internet
para explicar los problemas, etcétera. Ninguna de estas acciones se
descarta. Cada una tiene su propio fin y público destinatario.
Otra forma de lucha es la movilización.
La gente se moviliza para enterarse del problema y analizar soluciones,
organizando reuniones comunitarias o regionales, según el caso, donde
aprovecha para ir creando relaciones de solidaridad y acompañamiento;
pero también realiza marchas públicas, mítines de denuncia. Todas son
acciones tradicionales de las que se valen sectores inconformes para
hacerse escuchar frente a la inacción o la actuación arbitraria de las
autoridades estatales o de las empresas. A ellas suman cabildeos con
funcionarios públicos para conocer su postura u obtener información para
su lucha; con miembros del poder legislativo para que presionen a las
autoridades y se conduzcan conforme a la ley, con representaciones de
las empresas para explicarles la razón de su inconformidad y hasta en
instancias internacionales donde buscan presionar al gobierno para que
respete los derechos que ha reconocido.
Una vertiente que siempre se encuentra
presente son los procesos judiciales contra las mineras. Al uso del
derecho para justificar públicamente el reclamo de derechos y validar
determinados actos como las asambleas comunitarias de rechazo a las
empresas, se suman juicios de carácter administrativo, como los que se
emprenden contra las actuaciones de la Procuraduría Federal de
Protección al Ambiente, por no ajustarse a la normatividad ambiental a
la hora de aprobar los proyectos; reclamos ante la Comisión Nacional de
Derechos Humanos para que constate la violación de derechos y recomiende
a las autoridades estatales cesen los actos violatorios y tome medidas
para evitar que se repitan; juicios agrarios para nulificar contratos de
arrendamiento, ocupación temporal de las tierras, controvertir montos
de pago y hasta solicitar la desocupación de las tierras y amparos ante
el poder judicial federal pidiendo su protección ante la violación de
garantías constitucionales y evitar que siga sucediendo. Las
experiencias en cada caso son distintas, porque los resultados no
dependen solo de lo que las leyes digan, sino de una buena combinación
de formas de diversas formas de lucha.
Las movilizaciones más novedosas son las
de acción directa, expresadas en la ocupación de minas. Como no confían
en que las autoridades estatales vayan a fallar en su favor y respeten
sus derechos si emprenden un proceso judicial para lograrlo, deciden
hacerlo ellos mismo, apelando al derecho que les dan las leyes. Los más
imaginativos echan mano de sus propios recursos y se reafirman en su
territorio y sus prácticas culturales, delimitando su territorio por la
vía de los hechos o fortaleciendo sus lazos comunitarios a partir de su
relación con la naturaleza. Este tipo de acciones, aunque no parezca,
tienen un grado de efectividad bastante amplio y profundo, al grado que
podría decirse que es lo que diferencia la lucha de los pueblos
indígenas de las de otros sectores, pues en ella ponen en juego sus
recursos identitarios y de derechos colectivos, mostrándose diferentes
–culturalmente- del resto de la sociedad, pero iguales en derechos, que
es una manera de reclamar la inclusión que tanto se les ha negado. Las
luchas emancipadoras de los pueblos, como se ve, no recorren los mismos
caminos que el resto de la población.
En todos estos tipos de resistencias
existe un denominador común: dejar de ser sociedades colonizadas para
integrarse en una sociedad igualitaria y multicultural, pero en serio.
Eso explica que el eje central de sus luchas, el que da sentido a todas
sus demandas sea la autonomía y alrededor de ella la defensa de sus
territorios y los recursos naturales en ellos existentes, que sumados
nos arrojan una defensa del territorio nacional y sus recursos
naturales. Esto nos lleva a un terreno más pantanoso que es necesario
comprender: en el fondo de las reivindicaciones de los pueblos indígenas
flota la idea que el paradigma de vida occidental ha entrado en una
crisis civilizatoria sin retorno, que nos urge a encontrar nuevos
modelos de vida que sustenten nuestras esperanzas de que la vida podrá
subsistir por mucho tiempo.
En esto las luchas de los pueblos
indígenas tienen mucho que aportar: la relación de respeto de los
pueblos indígenas con la naturaleza, la filosofía de la solidaridad por
sobre las relaciones económicas, el trabajo y el festejo como dualidad
en las relaciones sociales. De ese tamaño es el reto. Por eso las luchas
de los pueblos indígenas son luchas de toda la humanidad. En la
descolonización de los pueblos indígenas se encuentra la libertad de
todos los ciudadanos y pueblos.
http://desinformemonos.org
http://desinformemonos.org/2013/08/desposesion-el-cuarto-ciclo-de-la-colonizacion-indigena/
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