(APe).-
De uno y otro lado, el Estado las escolta. Con sus estandartes férreos.
Las arrinconó primero en el desabrigo de la villa cotidiana. Las subió
una y otra vez al tren de olvidos para arrojarlas en la gran ciudad, a
estirar su mano de infancias a las caridades sobrantes del bienestar. Se
les presentó luego ese Estado de uniforme en un despacho en el que un
escritorio fue sexo y rabia. Y las arrojó a un tribunal que simplemente
hizo su fría crónica en un manojo de documentos y expedientes. La
violencia se calzó el traje del Estado una y otra vez y las sometió
incluso, al deber de la maternidad.
Cuando el
vientre le creció de golpe y se engrosó su cintura, no pensó en
aquellas noches oscuras de pasillos y de crueldad. Sólo deseaba volver
el tiempo atrás pero las redondeces invadían tercamente su cuerpo niño y
simplemente ya no hubo manera de detener los días y salió otra vida que
berreó desde sus entrañas. Que sacudió los bracitos. E intentó hundirse
en ella por prepotencia de deseo. Ese universo que para ella, en
cambio, era hueco y glacial. A los 15, la utopía, para esa infancia de
maternidad áspera y destemplada, no se vistió de fresias ni de
tulipanes. Todo fue rudezas vanas. Todo fue deseo ajeno. Que quedó
resumido en un expediente judicial en el que se lee que seis ex policías
federales y un agente penitenciario fueron procesados por “abuso sexual
agravado por acceso carnal y por ser cometido por personal de seguridad
en cumplimiento de sus funciones”. Un expediente que se abrió en 2011
pero que, como suele ser en estas partes abandónicas y devoradoras del
mundo, quedó arrinconado en la nada por largo tiempo.
Ella con
sus 15 y su hermana de 13 salían en aquellos días de la villa, ese país
de soledades y tormentas en ciernes, donde el sur es conurbano rotundo.
Saltaban al tren y asomaban los ojos por las ventanillas vidriosas y
ajadas y a veces, sólo a veces, sentían que podían subirse a una
alfombra mágica que las llevaría lejos del mundo y las depositaría en un
paraíso. Lejos. Muy lejos.
En este
otro mundo, tangible y pétreo en cambio, un grupo de integrantes de la
Policía Federal las recibía, las llevaba a una pensión de la calle
Warnes, a las oficinas de terminales del ferrocarril, al cuartel de la
Policía Montada, en Cavia al 3300, de Palermo, tan ajeno a su villa de
cartón y barro, de aguas servidas y olor a riachuelo, de pasillos de
paco y pronta muerte. El sexo rabioso era el pasaporte a unos pocos
pesos. A un par de bolsas de comida.
El
expediente se abrió cuando alguien no quiso. Un suboficial de la Policía
Montada las ofreció como objetos desechables a otro. Y ese otro –en
aquel día que le significaría luego el vacío de sus pares y su
estructura- simplemente habló con ellas, las escuchó y las llevó a
denunciar. En una causa que deambuló largo tiempo por los andariveles de
la burocracia judicial y llegó al borde de la instancia de archivo
porque simplemente –según el fiscal- se trataba de “cuestiones
sociales”.
La
historia se repite. Replica en los márgenes. Golpetea hasta hundir en el
lodo. Deja al desnudo y desviste de sueños. Una, dos, cien veces.
Hay que
armar el “árbol de los deseos”, había dicho María Fernanda Berti a sus
alumnos, en una escuela del Conurbano. “No a las violaciones ni a los
orales”, escribió José que no iba más allá en su relato porque él
simplemente plasmaba un deseo para colgar en el árbol. Cerrar fuerte los
ojos y esperar que alguna vez se transforme en tangible. Pero no le
ponía las palabras que sí aparecen en el barrio cuando todos hablan por
lo bajo de la “policía petera”, ésa en la que la institución violenta
chicas de 12, 13 ó 14 en el barrio de cartón que es presa y rehén de la
fuerza.
Son para
ellos como muñecas de trapo deshilachadas. Que se apretujan. Se
violentan. Se arrojan a un costado. Se vuelven a usar. Se toman por
asalto. Apenas unos minutos. Una hora. Un manojo de impiedades. Objetos
del deseo de esos sujetos de uniforme que reciben órdenes y acometen
vidas. No hay llantos de desconsuelo que los detengan. Porque son la
nada para ellos. En esta tierra que les predestinó el sitial injusto de
la vereda de la vida. A ellas. Con sus 13 y sus 15. Y no les regaló
besos en la espalda ni acurrucos de ternura. Ni les dibujó un cardumen
de corazones en el alma. Ni tampoco les dedicó una semilla de amor
eterno en la piel. Simplemente las arrinconó de pura violencia. Les
estampó un uniforme como reaseguro de esa cárcel a la que las llevaron
sin promesa de retorno. Y las devolvieron adultas. Y sin resquicio de
infancia.
Vía:
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=7895:claudia-rafael&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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