Hace unos días murió en Argentina Laura Bonaparte. Laura tuvo una vida inconsolable y fue una mujer de una entereza prodigiosa.
Tres de sus hijos fueron asesinados y/o
desaparecidos. El padre y las parejas de sus hijos tuvieron el mismo
destino. Laura se hizo cargo de uno de sus nietos y exigió justicia -e
información- sobre su familia. Fue, en los términos generales de la
memoria histórica, Madre de Plaza de Mayo –línea fundadora, una de las
precursoras de que se declarara delito de lesa humanidad a la
desaparición forzada de personas. Fue activista en pro de los derechos
de las minorías –todas-. Cuando se exilió en México, Laura trabajó como
psicóloga y se unió a los movimientos mexicanos que se encontraban en
militancias similares, con desaparecidos, asesinados y reprimidos por el
Estado mexicano en los años setentas y ochentas. Trabajó en Operación
Santuario y como observadora de Amnistía Internacional en El Salvador y
Guatemala; también luchó en su militancia en contra de la violación de
los derechos humanos en la invasión del ejército israelí y a Bosnia para
colaborar con las mujeres musulmanas.
Nació en Paraná y fue hija de un juez
socialista de Entre Ríos. Le gustaba nadar y tenía un sentido del humor
permanente, siempre apoyado en la ironía. Conoció a Julio Cortázar, a
Evo Morales y a una larga lista de personalidades de la cultura y la
política. Escribió una obra de teatro titulada “Tres buenas mujeres” y
mantuvo por largo tiempo un programa de radio donde también contaba
cuentos para niños.
Laura formó parte de la historia
Argentina. De la memoria de un país que, como otros tantos, sufrió la
subyugación –atroz- de un Estado militarizado.
Para los que vivieron activamente esa
época, y para los que heredaron sus ecos, hablar de memoria es hablar de
la muerte. Es tener una cicatriz que impide el olvido de las
desapariciones, las torturas, las fosas comunes, los secuestros, las
irrupciones en casas y los asesinatos. La memoria individual de cada uno
de ellos/nosotros, (los que lo vivieron y los que recibimos las ondas
provocadas por todos estos actos) es un continuo recordar y rehacer ese
momento. Se forma un diálogo, testimonios confirmados por otros
testimonios, experiencias validadas por otras experiencias. Así se
construyó una memoria común que enlazó a las varias generaciones que
participaron de ese periodo político argentino. Es una memoria colectiva
de la que ningún testigo de esas brutalidades puede escapar en su vida
diaria.
“Y para los que han vivido esa época,
no hay amnistía, es decir, no hay olvido, porque el olvido no se puede
imponer a nuestros espíritus” (Héctor Schmucler, Biblioteca Nacional, 2005).
Es decir, mientras haya memoria de que
sucedió y de cómo sucedió, mientras exista ese dolor y esa ausencia, no
hay posibilidad de que de que se logre el olvido.
Pero la memoria es frágil, lo que alguna
vez fue verdad puede convertirse en otra cosa después. Y ya que siempre
recordamos desde nuestro presente, la memoria puede ser eclipsada por
nosotros mismos, sin siquiera tener conciencia de esto. Lo cierto es que
todas las acciones de nuestra vida, cotidianas o inhabituales, nacen de
algún recuerdo. Relacionarnos con otras personas, conocernos y convivir
con nosotros mismos forma parte de recordar quiénes somos y porqué
hacemos lo que hacemos. Es por ello que nos parece imposible vivir sin
memoria, vivir en el permanente olvido de nosotros mismos y de quienes
nos rodean nos suele significar un horror, aún más, si la “desmemoria”
le pertenece a otra persona.
Laura perdió los recuerdos de 1976. Todo
lo relacionado con las desapariciones de sus hijos se perdieron en
divagaciones de su lúcida mente en los últimos años de su “desmesurada”
vida, como ella misma la definió alguna vez.
Caprichos del destino, tragedia o
paradoja. Lo cierto es que aún no existe ninguna claridad médica en
torno a la pérdida de la memoria de una persona. Los últimos años, Laura
sonreía y disfrutaba todo de un encuentro con cualquier persona que
pudiera mantener breves diálogos con ella. Diálogos que no le exigieran
ser una militante de la historia de Latinoamérica, diálogos que
alternaban entre el clima, la comida, su infancia. Las ausencias en su
vida como madre de desaparecidos y asesinados y de su vida como
defensora de los derechos humanos, fueron rellenadas con su hijo, sus
tantos nietos y bisnietos (familia completada por unos 20 en total) y
por el placer de dialogar con alguien, tomando un helado en una esquina
de San Telmo, Buenos Aires.
No podemos forzarnos a olvidar lo que
nos duele, pero sí podemos recordarlo. Y cuando Laura lo recordaba -no
por voluntad propia- volvía a sentir ese inenarrable dolor que sólo
puede sentir una madre cuando pierde un hijo.
Su “desmemoria” no estaba tan mal, como ella misma nos lo dijo hace poco menos de dos años.
Pero para cuando Laura perdió su
memoria, el mundo había cambiado un poco: su cicatriz, junto con la de
tantas personas más, habían logrado enjuiciar y encarcelar a los altos
mandos de la junta militar de esa dictadura. Entre otros importantes y
pequeños logros de resistencia y justicia universal.
Algunas veces diferentes individuos u
organizaciones han utilizado la idea de la memoria, o incluso los
recuerdos de un episodio particular, para lograr la justicia que
persiguen. Así que se pretende que la memoria tenga un fin particular,
por lo tanto un momento en el que deja de tener sentido –el momento en
el que, en el mejor de los casos, se hizo justicia- y, entonces, se
tiende a creer que la memoria sirvió y servirá para ese logro exclusivo.
Ni la memoria, ni la desmemoria de Laura
y de todos los que resistieron esa época, fueron un instrumento para un
propósito único. Ni esa justicia conseguida logra disipar la herida ni
pensar en el perdón.
¿Para qué no olvidar entonces?
Hoy nos es común recurrir al internet
cuando tratamos de recordar algo, incluso si lo que queremos recordar lo
vivimos nosotros mismos. Quizás sea la inmediatez con la que nos
acostumbramos a vivir, quizás sea el ansia que nos suele provocar mirar
hacia el futuro bajo la creencia de que el pasado es pérdida de tiempo
ya está hecho, pero lo cierto es que nos conformamos con que los
momentos históricos (individuales y colectivos) estén mencionados,
retratados o resguardados en algún rincón del internet en donde pudieran
existir testigos anónimos. O de alguna placa que pocas veces
visitaremos. De esta forma, logramos construir un mausoleo de una
memoria inapelable, que únicamente pertenece al pasado y pretendemos
ahorrarnos el esfuerzo de reconstruirla o siquiera de encontrar un
recuerdo perdido, esfuerzo cuya virtud es, por ejemplo, la capacidad de
formar una nueva memoria colectiva, relacionándonos entre nosotros
mismos. Esfuerzo para retomar recuerdos que sólo nos deban interesar por
algún rasgo ideológico propio, personal. Esto es, recordamos –o
deberíamos recordar- las cosas desde una postura ante el mundo, desde
una decisión política, social, personal. Cuestionar, entonces, el pasado
y tomar nuestras decisiones en el presente. Ser, pues, responsables de
nosotros mismos y al mismo tiempo de todos los actos de la humanidad,
como refiere Sartre en su El Existencialismo es un humanismo.
El mundo sigue teniendo cicatrices. Más
aún, no se dejan de formar día tras día y los asesinatos, las
desapariciones forzadas, la esclavitud, la explotación sexual, la
represión en sus tantas formas, la discriminación y el sin fin de
maneras que los poderes han encontrado para no perder el control,
requieren que nos hagamos una pregunta y tratemos de responderla todo el
tiempo:
¿A quién le corresponde ahora la responsabilidad de recordar?
http://desinformemonos.org
http://desinformemonos.org/2013/07/caprichos-del-destino-tragedia-o-paradoja-laura-bonaporte-perdio-los-recuerdos-de-la-dictadura-argentina/
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