Rafael Barajas, el Fisgón
Cuentan que, en tiempos
de Luis Echeverría, un viejo gobernador priísta contrató a un joven
intelectual marxista para que le hiciera los discursos. El escritor, en
un acto de provocación, redactó un discurso radical que hablaba de
“lucha de clases” y “explotación”, y concluía con un llamado a las
masas a luchar contra el régimen. El político revisó el discurso antes
de leerlo en público y le hizo al provocador una sola petición: “Ponle
más de eso que no se entiende.”
Desde siempre, en México, la gente del poder ha
buscado a intelectuales para que le articulen sus discursos y por ello
los adula, aunque los ve con cierto desprecio.
El intelectual público
Sin duda, los intelectuales han tenido un papel muy
importante en la vida de México, en especial cuando asumen la figura
del intelectual público. Un intelectual público es el que desempeña un
papel activo ante los problemas de la sociedad; es un ser reflexivo que
descifra fenómenos complejos y puede opinar sobre ellos; es a la vez
un pensador independiente, alejado del poder, un divulgador y un
activista en asuntos de interés general. Tiene mucho en común con el
comunicador y con frecuencia su papel se confunde con el del periodista.
Desde los tiempos de fray Servando Teresa de Mier,
México ha contado con valiosos intelectuales de ese tipo. Muchos
próceres de la Reforma cumplieron ese papel y, en las últimas décadas,
en este rubro han destacado personalidades notables como Elena
Poniatowska, con su denuncia de la represión al movimiento estudiantil y
de la guerra sucia; Carlos Montemayor, con su alegato a favor de los
indígenas; Carlos Monsiváis, en defensa de múltiples causas que van del
respeto a la diversidad sexual a la defensa del voto; Fernando del
Paso, con su plegaria contra la intolerancia del clero, y el poeta
Javier Sicilia, que llama a detener la ola de violencia desatada por la
“estrategia de seguridad” del gobierno.
El Telectual
Desde hace años, en México, los dueños de los
consorcios masivos de comunicación han entendido la importancia del
intelectual que actúa y tiene voz pública. Así, hemos visto cómo muchos
de los grandes consorcios mediáticos han buscado crear sus propias
figuras y para ello impulsan la carrera de gente que tuvo, en un
momento dado, cierto prestigio académico o intelectual. Lo único que
piden estos consorcios es que estos intelectuales entiendan y le den
forma al discurso del poder económico y político. Estos personajes, al
igual que los intelectuales públicos, asumen una postura activa ante
los problemas de la sociedad, son activistas en asuntos de interés
público, su papel se confunde con el del periodista y son figuras
públicas por su alta exposición mediática. Sin embargo, no hay que
confundirse. Estos informadores no son intelectuales públicos, sino
intelectuales orgánicos del poder con exposición mediática, voceros de
intereses poderosos, locutores de consorcios. Los empresarios los
llaman “comunicadores”, pero como trabajan más para la televisión que
para el intelecto, la gente ha dado por llamarles los telectuales.
En la era neoliberal, estos señores han hecho de su habilidad para
construir discursos un negocio muy sólido, y elaboran discursos a la
medida del poder en turno.
Algunas perlas de la telectualidad nacional
A diferencia de los intelectuales públicos, los telectuales
no son figuras éticas en la medida en la que defienden intereses y
manejan, casi siempre, una agenda oculta; no son entes independientes
(sin la tele o la radio se desvanecen); no cultivan ideas más que en la
medida en la que le sirven al sistema; no buscan hacer avanzar la
libertad y el conocimiento humanos, y cuando dicen “hablar por la
sociedad”, en realidad expresan la opinión de los poderes fácticos.
Suelen ser gente brillante y por eso se sienten con
la autoridad de defender las tesis más insostenibles. Por ejemplo, en
su ensayo Un futuro para México, Héctor Aguilar Camín y Jorge
Castañeda diagnostican que hoy México padece de “soberanismo
defensivo”; poco después, los cables diplomáticos de la embajada de
Estados Unidos filtrados por Wikileaks documentaron que la actual clase
gobernante mexicana tiene la compulsión por ceder voluntariamente la
soberanía.
Ilustraciones de Rafael Barajas, el Fisgón |
Enrique Krauze no se queda atrás y publica, después de las elecciones de 2010, un texto en El País
de España, en el que afirma que México está al fin entrando en la
normalidad democrática: “elecciones presidenciales y legislativas
limpias; un Instituto Federal Electoral confiable […] una Suprema Corte
de Justicia independiente, cuyos fallos han sido respetados de manera
universal […] libertad de expresión sin cortapisas en medios impresos y
electrónicos”, y concluye: “Ahora la democracia mexicana podrá
seguirse consolidando.” No hay peor analista que el que no se quiere
enterar. Si no fuera por los asesinatos de varios candidatos, por la
intromisión del narco que llevó a la prensa a hablar de
narcoelecciones (¿Y tú, por qué cártel vas a votar?”), por las amenazas
de atentados en las casillas de votación, por las incontables
denuncias de fraude, por el financiamiento ilegal y abierto de
empresarios a ciertos candidatos, por los dictámenes del Tribunal
Electoral que dieron por buenos votos de casillas que no fueron
instaladas, por la intromisión del Ejecutivo en las elecciones internas
de un partido ajeno al suyo, por el monopolio informativo que ejercen
Televisa y TV Azteca y por muchas, pero muchas otras lindezas semejantes, Krauze podría tener razón.
Hace unos días, en el periódico Reforma,
Krauze escribió contra “la intolerancia política […] presente en los
correos electrónicos, los blogs, las redes sociales […] en la política
editorial de algunas publicaciones” y articulistas, y ahí alerta que
esta intolerancia “se ha convertido en odio”. En su texto, Krauze
afirma: “El odio proviene directamente de la impugnación (injustificada,
en mi opinión) que se hizo al resultado de aquellas elecciones [y de
los que rechazan] a la actual política de seguridad” en su “esencia” y
que, al hacer esto, diluyen o relativizan la culpa de los criminales.
Así, para Krauze, lo preocupante de la violencia en el país no es la
ola de terror y sangre que asuela a ciudades como Juárez o Culiacán,
sino la intolerancia política de ciertos articulistas (¿para qué hablar
de 35 mil muertos, si podemos ir a esencias como el odio? ¿Quién
rechaza la “esencia” –no los métodos y la estrategia– de la actual
política de seguridad? ¿Quién diluye o relativiza la culpa de los
criminales? ¿Qué tan infiltrados están los criminales en el poder?)
Si no hubiera tantas pruebas del fraude de 2006
(que van desde llamadas telefónicas de la Gordillo a gobernadores para
negociar el voto, hasta actas adulteradas); si no estuviera tan
documentada la alianza que urdieron el PRI y el PAN
a espaldas de los electores; si Fox no hubiera declarado que “cargó los
dados” –desde la Presidencia– contra López Obrador, tal vez se podría
opinar –como Krauze– que la impugnación de esas elecciones es
injustificada. Pero lo que es incuestionable es que el entonces
ocupante de Los Pinos se negó a hacer un recuento de votos a pesar de
que nunca pudo demostrar que ganó limpiamente esas elecciones.
Cuando Krauze plantea que el odio proviene “del
rechazo a la actual política de seguridad”, está acusando de
irracionales y violentos a los que cuestionan la estrategia del
gobierno. Si la violencia del gobierno no hubiera desatado la de la
delincuencia; si no hubiera miles de denuncias contra el Ejército por
violaciones a los derechos humanos; si la ONU
no hubiera pedido sacar al Ejército de las calles; si no hubieran sido
asesinados tantos defensores de derechos humanos; si no hubiéramos
tenido tantos “daños colaterales” que lamentar; si los ciudadanos que
denuncian a los delincuentes no fueran entregados a ellos por quienes
juraron preservar su anonimato; si el plan de seguridad combatiera el
lavado de dinero; si las policías, el gobierno y la clase política no
estuvieran infiltradas por el crimen organizado; si tantos analistas no
hubieran advertido desde un principio de los riesgos de militarizar al
país; si esa militarización no fuera anticonstitucional; si no hubiera
decenas de denuncias (entre ellas las del relator de la ONU)
de que se combate a todos los cárteles menos a uno; si el propio
Calderón no hubiera reconocido que equivocó la estrategia pero no la
cambió; si esa política no tuviera relación alguna con las decenas de
miles de muertos, los miles de “levantones” y otros tantos miles de
desaparecidos, entonces la acusación de Krauze podría tener algún
sustento.
Pero eso no parece importarle a Krauze, pues su
discurso es el del poder y el poderoso no tiene por qué argumentar. Las
críticas contra la intolerancia política de la izquierda radical son
viejas, han sido también bandera de un sector de la izquierda y, en
gran medida, las compartimos. Sin embargo, usar hoy ese discurso contra
los críticos del plan de seguridad se traduce en una acusación
maniquea e infundada: “Quien no está con la política de seguridad de
Calderón, está con el crimen organizado.” Ese sí que es un discurso de
intolerancia política, una declaración de odio que nadie merece y lleva
implícitas una amenaza y un chantaje inaceptables. Son dignas de un
intelectual orgánico que opera para el poder.
Vía:
http://www.jornada.unam.mx/2013/06/23/sem-rafael.html
http://www.jornada.unam.mx/2013/06/23/sem-rafael.html
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