El oficialismo en pleno
se apresta, como el Mambrú napoleónico, para ir a la guerra. Armados
con artificios de corte leguleyo (la ley no se negocia) feroz propaganda
y blandiendo, en todo momento, la catalogada como definitiva e
indetenible reforma educativa, retocan sus arreos para una aventura de
consecuencias imprevisibles. Los cálculos pergeñados, apoyados en
endebles supuestos, no auguran los buenos resultados prometidos. Todo
apunta hacia cualquiera de dos posibles modalidades de acción. La más
condensada implica el enfrentamiento del sistema establecido contra una
parte (que quizá resulte mayoritaria) del magisterio. El uso de la
fuerza del Estado frente a miles de ciudadanos movilizados, con
seguridad, se desparramaría en incontables y sensibles direcciones. La
opción segunda exige la rendición de las secciones sindicales de
Guerrero y Oaxaca o de otras que podrían acompañarlas. Esta última
alternativa derivaría en la esperada continuidad, sin sobresaltos
adicionales, de la estrategia tal cual fue diseñada en el Pacto por
México.
Sería torpe afirmar que en cualquiera de las opciones disponibles,
tanto para el magisterio como para el oficialismo, seguiría un desenlace
siquiera aceptable y, menos aún, definitivo. La vía negociadora, hasta
lo que se puede ahora atisbar por los preparativos en proceso, está
agotada. No es, por tanto, ocioso, nombrar algunos de los elementos que
entrarían en este complejo rejuego. La estabilidad misma del régimen en
un primerísimo lugar es un aspecto digno de consideración. Aunque para
muchos participantes, observadores y consejeros tal consecuencia es
desmesurada, bien cabría reservarla aunque sea en la trastienda. La
imagen presidencial, desplegada con tanto afán, intensidad y
preparativos, no saldría indemne de una trifulca como la entrevista. El
resentimiento por las distintas heridas a un sector clave y apreciado de
la sociedad ante la ya vislumbrada represión, sin descartar
fallecimientos, llenaría buena parte de este periodo de gobierno. Las
afectaciones al proceso reformador actual también aparecerían en el
escenario político. Un corolario previsible tocaría la presumida
habilidad reformadora del priísmo. Las posibilidades de una insurgencia
localizada o focalizable, pero ramificada, deben preverse en sus
variadas modalidades y duración.La sensibilización ciudadana llevada a cabo desde hace semanas por el aparato de convencimiento ha sido, además de intensa, abarcante en cuanto a los medios empleados. La opinocracia en pleno ha entrado en funcionamiento, tal como de ella se espera desde mero arriba, sobre todo en momentos álgidos para la continuidad del modelo en boga. Las voces, plumas, narrativa e imágenes son, por lo demás, concurrentes, repetitivas y, en los últimos días, feroces e impositivas en su argumentación. El vocinglerío se impregna de celos por la infancia abandonada y por los transeúntes carreteros indefensos. Nadie tiene derecho a atentar contra el derecho, ha predicado el señor Chuayffet, arrobado por el espíritu de la legalidad, desde donde suelta sus retruécanos inapelables. A los violentos, a los inconscientes, los rebeldes, vagos, irresponsables y demás epítetos sorrajados a los maestros los han demonizado con suficiencia y sin miramientos que valgan. Los escrúpulos hacia los derechos humanos que les pudieran asistir, aun ante las peores condicionantes, han sido soslayados con desdén y hasta prepotencia en cuanta publicación o micrófonos se tienen al alcance de la influencia del oficialismo. Por esta última categoría se entienden tanto a los gobiernos federal y locales, como a los organismos empresariales, al clero cupular, la opinocracia en pleno disfrute de sus prebendas y posiciones, la burocracia de nivel (pública y privada), buena parte de la academia y las ralas porciones ciudadanas formadas por la gente bien. Es decir, el mundo de los de arriba ya muy enroscados en sus fobias, desprecios y temores hacia el calificado peladaje respondón y violento.
Vía,fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2013/04/10/opinion/028a1pol
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