Por Silvina Friera
Morir
es un acto vital. José Luis Sampedro había asumido con naturalidad, de
un tiempo a esta parte, ese momento ineludible. No le temía a la muerte.
Su preocupación era de otro orden. Tenía miedo a fallar, a no saber
hacerlo con dignidad. El escritor, economista y académico sintió que
llegaba su hora, el domingo pasado por la noche, cuando le confesó a su
esposa, la filósofa y escritora Olga Lucas, que quería beber un Campari.
“Así que le hicimos un granizado de Campari”, contó ella. “Me miró y me
dijo: ‘Ahora empiezo a sentirme mejor. Muchas gracias a todos’.” Luego
se durmió. Al cabo de un rato, ya en la madrugada del lunes, murió a los
96 años como había vivido: sencillamente, sin estridencias, sin ruido.
El autor de La sonrisa etrusca, uno de los referentes intelectuales y
morales de los indignados españoles, detestaba el circo mediático en
torno de la muerte, esa pirotecnia fúnebre nutrida por el sentido común y
las frases hechas. Su última voluntad, antes del Campari, fue un pedido
trascendental que dejó por escrito. Y se cumplió al pie de la letra.
Sólo debían anunciar su muerte “cuando ya estuviera incinerado”. Ayer
por la mañana, después de que su viuda recibió las cenizas, comunicó la
muerte de uno de los últimos humanistas del siglo XX. Y expresó su
deseo: “Que se llore lo menos posible y que se siga luchando”.
“Hay dos tipos de economistas; los que trabajan para hacer más ricos
a los ricos y los que trabajamos para hacer menos pobres a los pobres.”
Sampedro marcaba claramente, sin subterfugios ni piruetas, el lugar de
la cancha desde el cual se posicionaba. Había nacido en Barcelona el 1º
de febrero de 1917, pero vivió en Tánger (Marruecos) hasta los 13 años,
cuando sus padres decidieron enviarlo a la casa de un tío, médico en un
pueblo de Soria, un mundo radicalmente opuesto –“casi como en la Edad
Media”, solía recordar–, donde literalmente se salvó gracias a un cuarto
repleto de libros viejos. Ahí había títulos de Dickens y de Víctor
Hugo, entre otros autores, pasto de la incipiente avidez del adolescente
Sampedro, el principio de su pasión por la literatura. En 1936, el
estallido de la Guerra Civil lo sorprendió trabajando en Santander.
“Quise ser jesuita a los 9 años y anarquista a los 19”, decía acaso
burlándose de las ironías del destino. La experiencia de esa guerra está
reflejada en su novela La sombra de los días, escrita en 1945 pero
publicada en los años ’90. “Fui miliciano hasta agosto del ’37, momento
en que los nacionales tomaron Santander y me tomaron a mí. Me convertí
en soldado nacional y hasta el final, que resultó aún peor que el
inicio. Cuando llegaron los que yo suponía míos y empezaron a fusilar
gente, fue cuando me di cuenta de que los que habían ganado no eran los
míos”, se lee en Escribir es vivir.Un libro cambió la trayectoria de “un hombre humilde y errante”, palabras de Pío Baroja con las que eligió definirse Sampedro, en junio de 1991, cuando ingresó en la Real Academia Española. Antes de convertirse en una de las voces más comprometidas con los indignados, su popularidad se disparó con la publicación de La sonrisa etrusca (1985). Pero un solo libro no hace una obra construida en dos frentes: desde la trinchera económica y la literaria. Doctorado en Económicas en 1946, ejerció la docencia durante treinta años en la Escuela Oficial de Periodismo y en la Facultad de Ciencias Económicas de la Complutense, donde obtuvo la cátedra de Estructura Económica. Publicó Principios prácticos de localización industrial (1957), Realidad económica y análisis estructural (1959), Las fuerzas de nuestro tiempo (1967), Conciencia del subdesarrollo (1973), Inflación: una versión completa (1976), El mercado y la globalización (2002), Sobre política, mercado y convivencia (2006), y Economía humanista. Algo más que cifras (2009). No vaciló en abandonar la universidad, en 1968, en rechazo a las sanciones contra catedráticos antifranquistas. Entonces rumbeó hacia el Reino Unido, a las universidades de Salford y Liverpool, donde fue profesor visitante. El autor de Octubre, octubre (1981), La vieja sirena (1990), Real Sitio (1993) y El amante lesbiano (2000), por mencionar apenas un par de títulos, recibió el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2001.
Vía:
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/4-28328-2013-04-10.html
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