Con estas palabras inició la presentación del libro el antropólogo Efraín Jaramillo, del Colectivo de Trabajo Jenzerá, efectuada el sábado 20 de abril en el auditorio Camilo Torres de la Facultad de derecho de la Universidad Nacional de Colombia.
La presentación fue organizada por Jenzerá y el Proceso de Comunidades Negras, institución que cumple 20 años afirmando la Vida y la Alegría, la Esperanza y la Libertad.
A continuación reproducimos el prólogo del libro:
Prólogo
La Constitución Política de 1991 Colombia abrió una puerta de esperanza para los pueblos afrocolombianos. Según la nueva carta, Colombia, antes definida como una Nación mestiza, se asumía como pluriétnica y multicultural. El cambio fue proverbial. Con este reconocimiento y valoración positiva de las diferencias étnicas y culturales, el Estado había comenzado así a conciliar sus diferencias con sus pueblos negros, subvalorados culturalmente y excluidos económica y políticamente.
Conscientes de que su supervivencia estaba estrechamente ligada a sus territorios, la población afrocolombiana inició un proceso de movilización para hacer valer los derechos ganados en la nueva Constitución, logrando que el Estado expidiera títulos sobre buena parte de sus territorios ancestrales en la región del Pacífico.
Aún estaba fresca la firma de los títulos de propiedad sobre sus territorios y las comunidades negras no habían terminado de posesionarse y fundar sus órganos de gobierno (consejos comunitarios), cuando empezaron a ser desplazados violentamente de sus territorios, arrebatándoles su disfrute y la posibilidad de reconstruir sus vidas en esas selvas de grandes riquezas ambientales a las cuales habían atado sus vidas, después de huir de la esclavitud. Comenzaba una nueva diáspora negra, tan dramática como la que vivieron en el siglo XVI, cuando fueron arrancados de su nativa África para trabajar las minas del Nuevo Mundo. Esta violencia ahogó en sangre el sueño democratizador que inspiró la Constitución Política de 1991.
Como bien lo describe el texto, no se trató de una apertura del Estado hacia sus pueblos negros. Se trató de una nueva etapa, la más reciente y violenta, una más de esa larga historia de conquistas y reconquistas desde que llegaron los españoles. Esto ha venido sucediendo para vergüenza de las instituciones del Estado que no han cumplido con su misión de proteger a la población nativa del Pacífico. La vergüenza es aún mayor, pues según investigaciones procedentes de la Corte Constitucional, existen indicios de que estas graves violaciones de los derechos fundamentales de la población del Pacífico, registradas como “efectos colaterales” de los enfrentamientos bélicos, tendrían objetivos propios e independientes del conflicto armado interno. En efecto, el desarraigo territorial de la población afrocolombiana, indígena y campesina de la región, sería un objetivo más, y no una consecuencia inevitable de la guerra. Este es el epílogo de una extensa racha de conquistas y reconquistas que nos relata el texto.
Cambiar el destino económico de la región Pacífico y desarraigar a su población ha sido el interés de los conquistadores de todos los tiempos. Esto a la luz del derecho internacional humanitario podría ser tipificado como un genocidio premeditado. Así está siendo caracterizado actualmente, porque existen cada vez más evidencias de los lazos entre las acciones armadas de grupos paramilitares y el ascenso político de sus mentores. O entre el despojo de tierras comunitarias y la legalización de esa usurpación al amparo de normas propuestas por congresistas, con el apoyo de miembros de la rama ejecutiva (gobernadores y alcaldes), la mayoría de ellos vinculados, incluso judicialmente, con el accionar paramilitar.
Los modelos económicos experimentados en el Pacífico han configurado a través del tiempo un sistema social y económico caracterizado por su subordinación a economías externas, de las cuales depende para su desarrollo. En este sentido el texto evalúa el papel que han jugado las dinámicas económicas externas en la crisis que vive la región. Estas empiezan con la llegada de los españoles en busca de riquezas y llegan hasta nuestros días, con dinámicas orientadas por el agresivo desarrollo de macroproyectos para beneficiar intereses que controlan sofisticados mercados globales. Estas dinámicas económicas han sido impuestas regularmente por medios violentos.
El avance de los monocultivos de palma aceitera, los megaproyectos minero-energéticos y los efectos excluyentes de un modelo de desarrollo pensado desde el centro y decidido y planificado desde el centro del país, ha convertido a los pobladores del Pacífico en marginados estructurales. Un resultado siniestro de estos megaproyectos es que ordenan el territorio y los recursos de acuerdo a los intereses del mercado. Los pobladores se convierten, como dice Gustavo Wilches, en “desplazados in situ”: “El GPS indica que no han cambiado sus coordenadas geográficas, pero su relación con el territorio, el sentido del mismo y hasta los hitos del paisaje, han sido transformados en virtud de decisiones ajenas.”
Algo importante que podemos aprehender del texto es que la historia de Colombia, es desde sus orígenes, una historia de negaciones. Los españoles le negaron la humanidad a los indios: “homúnculos”, como fueron llamados, no tendrían derechos ni capacidad de gobierno. Posteriormente a miles de africanos les fueron negadas sus vidas y libertades por medio de la esclavitud. Pero esta negación la extendieron a todo lo que fuera de América. Por el sólo hecho de nacer en ella, se era ciudadano de segunda clase y al menosprecio de sus habitantes, se unió el menosprecio de su flora, su fauna y sus territorios. Hoy 200 años después de la independencia, perdura en muchas mentes la idea de que las culturas y territorios de negros e indígenas no tienen un valor en sí mismos y pueden ser entregados a empresas transnacionales para su expoliación. Aquí se encuentra la genesis de las incursiones económicas de todos los conquistadores del Pacífico.
Pero los males que padece la población afrocolombiana no llegan solo de afuera, de un enemigo externo. También vienen del seno de las comunidades negras. Las falencias de la Ley 70, la permisividad de las comunidades a las injerencias del Estado que manipula liderazgos, instituciones burocratizadas como La Consultiva, líderes de Consejos Comunitarios que no atienden las demandas de sus comunidades, o grupos armados que por medio de jóvenes enrolados en sus filas, buscan subordinar las decisiones de sus comunidades. En este sentido el texto examina también al Pacífico desde ese nivel local y regional con el fin de contribuir en la búsqueda de alternativas políticas que junten las fortalezas de todas las comunidades en la búsqueda de espacios propios y autónomos para incidir desde allí en un cambio social de la región, que les asegure la propiedad, el control y el disfrute de sus territorios y bienes naturales.
Aunque el texto se concentra principalmente en la población afrocolombiana, sí da a entender que la situación no ha sido ni es fácil para ninguno de los otros pobladores del Pacífico. Estamos hablando de los pueblos indígenas y de aquellas familias campesinas que llegaron allí expulsadas por la violencia y que comparten con ellos la misma situación de abandono, miseria, explotación y violencia. Pero tampoco es nada fácil para todos estos pobladores encontrar salidas a los conflictos interétnicos, debido a la guerra interna que se libra en la región y la competencia por tierras y recursos, que han sido los factores determinantes que alteran las relaciones entre estos pueblos étnico-territoriales. Hoy encontramos que son poblaciones fraccionadas, con relaciones lastimadas, pese a que hasta hace pocos años compartían prácticas económicas, territorios y recursos, y se encontraban construyendo un destino en común.
Lo más perverso de todas estas conquistas y reconquistas es que van acompañadas de estigmatizaciones. Y es que ha sido tanta la sangre derramada en el Pacífico y en tan corto tiempo, que se ha sugerido la alucinante idea de que en esta región con un medio ambiente caracterizado de “inhóspito y salvaje”, se darían las condiciones para el desarrollo de una “cultura de la violencia”. Más perversa aún es la idea, de que en la “naturaleza” de los pobladores indígenas y afrocolombianos se presenta una predisposición a la violencia. Estas ideas no son gratuitas. Soslayan y encubren una historia de injusticia, ignominia y abuso de poder, que han sufrido estos pueblos; pero además ocultan el verdadero propósito: denostar las culturas de sus pobladores y demeritar sus logros en el manejo de sus hábitats, pues lo que está en juego son los territorios y las riquezas naturales que encierran.
Pero hay motivos para la esperanza. En muchas zonas, aún en aquellas donde el conflicto armado ha degradado la política -en el sentido griego de la palabra, es decir la vida que concentra y asocia a los pobladores- encontramos esfuerzos e iniciativas de toda índole por escapar a la guerra y por tratar de construir a pesar de la violencia, nuevas formas de solidaridad, participación ciudadana y fomento de una cultura de la tolerancia, que fueron destruidas por la violencia. Lo significativo es que estas iniciativas surgen al calor de la lucha cotidiana de los pobladores por crear formas de sociabilidad pacíficas y por resistir los embates del conflicto, lo que podríamos caracterizar como la creación de relaciones interculturales desde abajo, desde las comunidades, para garantizar la permanencia en sus territorios. Esto ha cobrado gran vigencia debido a que en los diálogos de paz en la Habana se puso sobre la mesa la necesidad de considerar los territorios interétnicos y su gobernanza intercultural.
El texto escrito por un conocedor europeo de la realidad del Pacífico, es una muestra de apoyo a las luchas de los pueblos étnico-territoriales. Sobre todo es un ensayo valioso que da a conocer una historia invisibilizada de comunidades indígenas y negras, de campesinos y de tantos otros hogares que han sufrido con rigor las consecuencias de la guerra y la arbitrariedad de todos los conquistadores de ayer y de hoy. Y que han perdido, o se encuentran ad portas de perder, sus territorios y recursos, y con ellos el espacio social comunitario que les confiere identidad y pertenencia a un tejido social determinado.
Efraín Jaramillo Jaramillo
Vía:
http://servindi.org/actualidad/86075
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