miércoles, 30 de enero de 2013

Guatemala y Honduras: ¿bantustanes para ricos? José Steinsleger

Con mirada retronostálgica, aún es posible caminar por el centro de ciudad de México y los barrios con historia de Buenos Aires, Quito, Montevideo, La Paz, Río de Janeiro. En cambio, los de Lima, Bogotá, Santiago, Panamá, Caracas, apenas conservan vestigios de añejas lozanías urbanas.
Tampoco hay que idealizar, pues las encantadoras ciudades coloniales, virreinales y republicanas de América Latina trasuntan la historia de sus clases dominantes. En la primera mitad del siglo pasado, los urbanistas ya bosquejaban sus proyectos en función de la imparable producción de automóviles para uso particular, y hacia 1980, con la imposición del modelo neoliberal, empezaron a brotar espacios urbanos enemigos de lo público y de acceso restringido para el ciudadano corriente.
Hace unos días, por ejemplo, visité a un funcionario en un barrio exclusivo. Al entrar, un cartel colgado del grueso portón metálico: Deténgase. Apague el motor. Encienda las luces. Identifíquese. Y al salir, la inevitable bronca con un guardia malencarado que me ordenó abrir el baúl para cerciorarse de que no había secuestrado a mi anfitrión, con fines inconfesables.
En las antípodas de la utopía urbana anarcosocialista, la distopía anarcocapitalista empieza a concretar sus ideales: ciudades sin Dios, Estado ni ley y administradas por magnates que, en el caso de países como Guatemala y Honduras y así como sus abuelos, delegan en el Comando Sur la resolución de los problemas sociales del país. Y donde sus exclusivas y excluyentes cartas constitucionales se rigen invariablemente por un solo principio: seguridad.
¿Ciudades sin ciudadanos? Visitemos Paseo Cayalá, plástico y artificial remedo de urbe colonial situada a escasos kilómetros de la ciudad de Guatemala. Por ahora, Cayalá tiene 14 hectáreas. Según el corresponsal de Associated Press en Guatemala, la élite de Cayalá está compuesta por jóvenes profesionales y parejas recién casadas que viven detrás de grandes muros para sentirse seguras frente a la inaudita pobreza, delincuencia y criminalidad del país centroamericano.
El único acceso a Cayalá se realiza mediante un garaje subterráneo, donde los residentes y visitantes usan escaleras mecánicas decoradas al estilo art nouveau de las paradas del Metro de París. El cronista observó calles empedradas, clubes nocturnos, restaurantes, cafeterías, boutiques de lujo y policías con armas ocultas que se movilizan en patinetas motorizadas Segway.
En caso de una denuncia, la policía nacional de Guatemala necesita orden judicial para ingresar a la ciudad. Y todos los problemas son tratados por la asociación de propietarios, que discuten en un edificio de columnas inspiradas en el Monumento a Abraham Lincoln de Washington y en el Partenón griego.
Los constructores de Cayalá compraron la tierra en la década de 1980, época en que las matanzas y despojos de tierras de indígenas fueron más despiadadas que las narradas por el cronista Bernal Díaz del Castillo. Y luego de los acuerdos de paz con la guerrilla, las castas divinas de la oligarquía guatemalteca volvieron, por vía democrática, a los mejores años de la Mamita Yunai y la invasión yanqui de 1954.
Mientras, en la vecina Honduras (patria de Francisco Morazán), el espíritu del mercenario William Walter (presidente de Nicaragua en 1856-57) y del rey de la banana Sam Zemurray (1911) resucitaba en los políticos que en Tegucigalpa derrocaron al presidente Manuel Zelaya en septiembre de 2009.
Los arquitectos guatemaltecos y hondureños enrolados en el llamado nuevo urbanismo (que promueve la creación de barrios por donde se pueda caminar) hablan de impulsar estilos de vida más cosmopolitas.
¿Cuáles serían? ¿Los de Singapur, Hong Kong, Macao, Eurovegas, Jerusalén este? Porque en Estados Unidos y Europa existen férreos marcos regulatorios que desalientan las prácticas especulativas asociadas a la compraventa de tierras urbanas.
Los anarcocapitalistas pescan en los ríos revueltos de los estados débiles, o en países asegurados por el Pentágono que, como en el caso de Honduras, registran un largo y crónico historial de corrupción institucional, entreguismo y cesión de soberanía.
Y allí pusieron el ojo seudoempresas como Free Cities Group, de Paul Thiel (fundador de PayPal), la Future Cities Development Corporation, de Patri Friedman (nieto del gurú neoliberal Milton Friedman), o inversionistas virtuales, como el economista Paul Romer, quien después de fracasar en Madagascar y Mauritania consiguió que los políticos hondureños prestaran oídos a sus proyectos para construir charter cities (ciudades modelo).
Las distopías urbanas de las charter cities serían el revés de los bantustanes concebidos por los racistas de Sudáfrica y Namibia para los negros. Reservas con independencia nominal (Transkei, Venda, Ciskei), que alojaban y concentraban en su interior poblaciones étnicamente homogéneas, y que los sionistas de Israel prevén para los palestinos de Gaza y Cisjordania.

II


  A río revuelto… Cuando así fluyen las cosas, los aventureros del imperialismo entrepeneur, con dudosas chapas académicas, se pasean por los países del otrora llamado tercer mundo seduciendo a políticos, intelectuales y gobernantes dispuestos a pagar por ideas modernas, que en realidad son cuentos para cazar bobos.
En Mauritania (agosto 2008) y Madagascar (marzo 2009), el economista Paul Romer (promotor mundial de las charter cities, o ciudades virtuales llave en mano con estatutos tipo Hong Kong), estuvo a punto de vender su distopía urbana, hasta que esos golpes de Estado hostiles a la comunidad internacional le frustraron el negocio.
Sin embargo, tras el cuartelazo que en junio de 2009 derrocó al presidente de Honduras Manuel Zelaya, el optimista Romer volvió a la carga. Y para su dicha, se encontró con un presidente, un Congreso y una clase dominante tan celosa de las ideas esclavistas del filibustero William Walker que en la frente, grabada a fuego, llevan la frase del magnate bananero Sam Zemmurray: en Honduras, una mula cuesta más que un diputado.
A Vicente Sáenz (1896-1963), intelectual y patriota costarricense que vivió y murió en México, nunca le gustó esa vieja frase, ya troquelada, en boca de inescrupulosos capitanes de industria. La usó también, como invento propio, Lincoln G. Valentine al referirse a Nicaragua y miembro de la dinastía que ha venido explotando en Honduras la Rosario Mining Company (Democracia y tiranías en el Caribe, de William Krehm, Editorial Parnaso, Buenos Aires, 1957, p. 135).
Mas cabe preguntar: ¿hay otra para ilustrar mejor la vocación entreguista y antipatriótica del Partido Nacional (sic, en el poder), cuyos diputados, recogiendo las ideas modernas de Romer, volcaron sus bancas en favor de la llamada Ley de Regiones Especiales de Desarrollo (RED), popularmente conocidas como ciudades modelo (2011)?
Las protestas contra las RED empezaron a hacerse sentir. En septiembre pasado, poniendo las barbas en remojo, Romer anunció que se retiraba del proyecto de las RED. Simultáneamente, el periódico inglés The Guardian publicaba la carta que le dirigió al presidente Porfirio Lobo, en la que afirma que no existían las condiciones para la Comisión de Transparencia. Comisión formada por el gobierno de Lobo, y en la que Romer era la única estrella. En el blog Pasaport del sitio Foreign Policy, apareció un artículo firmado por Joshua Keating: Some complications for Honduras Hong Kong.
Un mes después, la Corte Suprema declaró que la ley era inconstitucional. Entonces, el mismo Congreso que en 2009 convalidó el derrocamiento de Zelaya, defenestró la Sala de lo Constitucional al tiempo de preservar al único magistrado que no votó en contra de las ciudades modelo.
Por consiguiente, al pueblo hondureño le va quedando claro que las charter cities conllevan algo más que espacios urbanos y exclusivos para ricos (como de los tantos que abundan en México), ciudades cerradas y artificiales como el plástico Paseo Cayalá de la ciudad de Guatemala, o un megashopping, como el alucinante Dragon Mart, que se las trae en Cancún.
Carentes de legitimidad histórica, económica, cultural y social, las charter cities de Romer conllevan, en líneas generales, el sarcástico gerrymandering, término inventado por los periodistas de Massachusetts a inicios del siglo XIX, y que las ciencias políticas adoptaron después para fustigar las manipulaciones partidarias con fines electorales.
Las charter cities hondureñas tampoco serían blancas, como la mítica de posible origen maya que el inglés Theodore Morde aún buscaba en 1939, y al encontrar una de ellas la llamó Ciudad perdida del dios mono.
De concretarse, las ciudades modelos que los políticos hondureños piensan construir con o sin Romer, se convertirán en una suerte de bantustanes, como los inventados por los racistas sudafricanos, pero al revés: for white only. ¿Acaso el propio término bantustán no fue utilizado por los críticos del apartheid en oposición a homeland (patria)?
En La guerra de Nicaragua, con prosa fluida, William Walker adelantó que el verdadero objetivo de su causa “… era establecer (en Nicaragua), una república militar y dividida en tres castas: la de los blancos de habla inglesa, compuesta de naturales del sur de Estados Unidos, que serían los dueños de la tierra; la de los esclavos para cultivarla, formada de negros e indios de pura raza, y la de los mestizos, verdaderos parias que debían ser despojados y destruidos sin piedad, entendiéndose por mestizos todos los demás centroamericanos”.
Agrega: “…la esclavitud negra tendría en Nicaragua una doble ventaja. A la vez que proporcionaría mano de obra para la agricultura, tendería a separar las razas y a destruir a los mestizos, causantes del desorden que ha reinado en el país desde la independencia” (Educa, Costa Rica, 1972, p. 253).
Me parece que frente a la hipocresía de los políticos hondureños, es cosa de agradecer la honestidad de aquel filibustero que con serenidad aceptó la pena máxima que, por motivos elementales de dignidad nacional, y así como el de México con Maximiliano, el digno pueblo hondureño le reservó.

Vía, fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2013/01/23/opinion/025a1pol
http://www.jornada.unam.mx/2013/01/30/opinion/023a1pol

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