Las reformas a la Ley Federal del Trabajo aprobadas en segunda vuelta
por el Senado son un típico engendro donde se mezclan el agua y el
aceite, es decir, las voraces ambiciones de sus promotores, los
patrones, y la necesidad de protección del viejo sindicalismo
corporativo asociado al PRI.
En rigor, no se trata de una reforma laboral propiamente dicha,
aunque unos y otros se llenen la boca hablando de la “productividad” o
el empleo, cuando la verdad es que, como señaló el senador Encinas, las
disposiciones aprobadas representan “el mayor agravio a los trabajadores
después de 1917″. Y es que, en ausencia de un movimiento obrero capaz
de hacer la defensa efectiva de sus intereses históricos y legales,
asistimos a la degradación sistemática de los viejos principios
tutelares que corre paralela a la precarización del empleo y, en
general, a la devaluación del mundo del trabajo en el horizonte más
general de la crisis que hoy toca a las puertas de la globalización.
Cierto es que los legisladores no se atrevieron a tocar la Carta
Magna, pero es obvio que ya queda poco del aliento que dio a la
legislación mexicana un aura de vanguardia que por años, pese al
charrismo, sirvió de faro para luchar por los derechos sociales de los
trabajadores. La fórmula votada por la mayoría en el Senado cumple, eso
sí, con la última voluntad legislativa del Presidente: sacar adelante al
menos una de las prometidas reformas estructurales que en su opinión lo
harán pasar a la historia como un renovador de la vida nacional. En
fin, ha sido un lamentable espectáculo, pues junto al microgradualismo
del PRI para “promediar” las posiciones, se impuso la codicia
empresarial aunada a la escasa visión del gobierno ante el problema
central de nuestra economía: la ausencia de un rumbo capaz de poner en
marcha un ciclo de crecimiento con mayor equidad social.
En vez de ir a las causas de fondo de la insuperable desigualdad de
la sociedad mexicana, los grupos dirigentes insisten en tropezar una y
otra vez con la misma piedra: dar a los privilegiados todo lo que éstos
reclamen como derechos inviolables, aun si con ello en vez de avanzar
retrocedemos. Teniendo como idea fija los modelos –ahora en crisis–
presentados como genuinas panaceas de la modernidad en la era del “fin
de la historia”, los responsables de la política nacional han venido
dilapidando tanto el llamado bono demográfico como el “bono democrático”
que el panismo tiró por la ventana tan pronto se trepó a la silla del
poder. En esas circunstancias de indolencia intelectual y ausencia de
verdaderos objetivos nacionales, la única reforma que inspira a las
clases gobernantes es aquella que pretende ganarle no al pasado, que
sería legítimo y hasta recomendable, sino a la Historia, cuyas lecciones
se pasan por alto para servir a la inmediatez del presente. La mención
reiterada pero siempre despectiva hacia los tabúes que impiden tasajear
la Constitución para dar la parte del león a las iniciativa privada, sea
nacional o trasnacional (como ya ocurre con la banca, la minería, la
industria cervecera y ahora la de la pintura), habla de la increíble
incomprensión que tiene la derecha para distinguir entre la nación y el
Estado, entre las urgencias de la economía y la construcción de una
sociedad y una ciudadanía que, pese a todos los mecanismos de
integración, seguirá siendo el sujeto de la soberanía y el responsable
por el bienestar de los mexicanos. La apuesta ciega a la entrada de
capitales extranjeros en las áreas estratégicas de la energía ilustra la
cortedad de miras de los grupos gobernantes, cuyas limitaciones para
proponer una verdadera renovación tropiezan con la miserable defensa de
sus intereses particulares. Claro que hay que reformar Pemex con
verdadero espíritu de cambio, pero suponer que la apertura, por sí
misma, significará dar luz verde al crecimiento y a la superación de los
índices de desigualdad es una peligrosa alucinación.
Descartado el objetivo de mejorar la situación de los trabajadores
asalariados, el legislador (dirían la viejas crónicas) se propuso dar
seguridades legales a los patrones, no obstante que de mucho tiempo
atrás en la práctica actúan conforme a sus propios códigos, como se vio
en el caso brutal de la golpiza propinada por un capataz coreano a un
indemne obrero, tema que se aprovechó para exacerbar las obsesiones
xenófobas de algunos, sin denunciar que al inversionista extranjero se
le atrae, justamente, con la promesa de gozar a sus anchas de paraísos
laborales como ese instalado en Querétaro. Algo de eso hay en la reforma
laboral. Claro que las centrales priístas vieron algunos peligros bajo
la demagogia democratizadora del PAN, pero al fin todos sabían que
habría acuerdo… histórico, apoyado por el presidente saliente y el que
ya se asoma a Los Pinos.
El lance sirvió para ajustar los motores de la previsible alianza
bipartidista en materias de “reformas estructurales”. Es un esquema
conocido, con el cual el PAN siempre se sintió cómodo, por lo menos más
que en su paso por el gobierno, que acabó por desfigurarlo por completo.
Y dejó ver a un Peña Nieto que no quiere dejar vacíos por ninguna
parte. Asumió el compromiso de no vetar la iniciativa preferente de
Calderón. Apretó los amarres que lo unen a las grandes corporaciones y
dejó vivir al viejo charrismo la ilusión de que volverían los viejos
tiempos, sin discutir con franqueza si acepta o no los postulados
constitucionales en la materia. Pura ambigüedad. Pronto sabremos qué es
lo que está pensando.
vía: http://apiavirtual.net/2012/11/16/el-engendro-laboral/
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