La
humanidad se encuentra en estos momentos en uno de esos periodos que se
llaman de transición, esto es, el momento histórico en que las
sociedades humanas hacen esfuerzos para transformar el medio político y
social en que han vivido, por otro que esté en mejor acuerdo con el modo
de pensar de la época y satisfaga un poco más las aspiraciones
generales de la masa humana.
Quienquiera que tenga la buena costumbre de
informarse de lo que ocurre por el mundo, habrá notado, de hace unos
diez años a esta parte, un aumento de actividad de los diversos órdenes
de la vida política y social.
Se nota una especie de fiebre, una ansia parecida a
la que se apodera del que siente que le falta aire para respirar. Es
este un malestar colectivo que se hace cada vez más agudo, como que cada
vez es más grande la diferencia entre nuestros pensamientos y los actos
que nos vemos precisados a ejecutar, así en los detalles como en el
conjunto de nuestras relaciones con los semejantes.
Se piensa de un modo y se obra de otro distinto;
ninguna relación hay entre el pensamiento y la acción. A esta
incongruencia del pensamiento y de la realidad, a esta falta de armonía
entre el ideal y el hecho, se debe esa excitación febril, esa ansia, ese
malestar, parte de este gran movimiento que se traduce en la actividad
que se observa en todos los países civilizados para transformar este
medio, este ambiente político y social, sostenido por instituciones
caducas que ya no satisfacen a los pueblos, en otro que armonice mejor
con la tendencia moderna a mayor libertad y mayor bienestar.
El menos observador de los lectores de periódicos
habrá podido notar este hecho. Hay una tendencia general a la
innovación, a la reforma, que se exterioriza en hechos individuales o
colectivos: el destronamiento de un Rey, la declaración de una huelga,
la adopción de la acción directa por tal o cual sindicato obrero, la
explosión de una bomba al paso de algún tirano, la entrada al régimen
constitucional de pueblos hasta hace poco regidos por monarquías
absolutas, el republicanismo amenazando a las monarquías
constitucionales, el socialismo haciendo oír su voz en los Parlamentos,
la Escuela Moderna abriendo sus puertas en las principales
ciudades del mundo y la filosofía anarquista haciendo prosélitos hasta
en pueblos como el del Indostán y la China: hechos son éstos que no
pueden ser considerados aisladamente, como no teniendo relación alguna
con el estado general de la opinión, sino más bien como el principio de
un poderoso movimiento universal en pos de la libertad y la felicidad.
Lo que indica claramente que nos encontramos en un
periodo de transición, es el carácter de la tendencia de ese movimiento
universal.
No se ve en él, en manera alguna, el propósito de
conservar las formas de vida política y social existentes, sino que cada
pueblo, según el grado de cultura que ha alcanzado, según el grado de
educación en que se halla, y el carácter más o menos revolucionario de
sus sindicatos obreros, reacciona contra el medio ambiente en pro de la
transformación, siendo digno de notarse que la fuerza propulsora, en la
mayoría de los casos, para lograr la transformación en un sentido
progresivo del ambiente, ya no viene desde arriba hacia abajo, esto es,
de las clases altas a las bajas de la sociedad, como sucedía antes, sino
desde abajo hacia arriba, siendo los sindicatos obreros, en realidad,
los laboratorios en que se moldea y se prepara la nueva forma que
adoptarán las sociedades humanas del porvenir.
Este trabajo universal de transformación no podía
dejar de afectar a México, que, aunque detenido en su evolución por la
imposición forzosa de un despotismo sin paralelo casi en la historia de
las desdichas humanas, de hace algunos años a esta parte, da también
señales de vida, pues no podía sustraerse a él en esta época en que tan
fácilmente se ponen en comunicación los pueblos todos de la Tierra.
Los diarios, las revistas, los libros, lo
viajeros, el telégrafo, el cable submarino, las relaciones comerciales,
todo contribuye a que ningún pueblo quede aislado y sin tomar carácter
mundial, y México toma la parte que le corresponde en él, dispuesto,
como todos los pueblos de la Tierra en este momento solemne, a dar un
paso, si es que no puede dar un salto - que yo creo que sí lo dará -, en
la grande obra de la transformación universal de las sociedades
humanas.
México, como digo, no podía quedar aislado en el
gran movimiento ascencional de las sociedades humanas, y prueba de lo
que digo es la agitación que se observa en todas las ramas de la familia
mexicana.
Haciendo a un lado preocupaciones de bandería, que
creo no tener, voy a plantear ante vosotros la verdadera situación del
pueblo mexicano y lo que la causa universal de la dignificación humana
puede esperar de la participación de la sociedad mexicana en el
movimiento de transformación del medio ambiente.
No por su educación, sino por las circunstancias
especiales en que se encuentra el pueblo mexicano, es probable que sea
nuestra raza la primera en el mundo que dé un paso franco en la vía de
la reforma social.
México es el país de los inmensamente pobres y de
los inmensamente ricos. Casi puede decirse que en México no hay término
medio entre las dos clases sociales: la alta y la baja, la poseedora y
la no poseedora; hay, sencillamente, pobres y ricos.
Los primeros, los pobres, privados casi en lo
absoluto de toda comodidad, de todo bienestar; los segundos, los ricos,
provistos de todo cuanto hace agradable la vida.
México es el país de los contrastes. Sobre una tierra maravillosamente rica, vegeta un pueblo incomparablemente pobre.
Alrededor de una aristocracia brillante, ricamente ataviada, pasea sus desnudeces la clase trabajadora.
Lujosos trenes y soberbios palacios muestran el
poder y la arrogancia de la clase rica, mientras los pobres se amontonan
en las vecindades y pocilgas de los arrabales de las grandes ciudades.
Y como para que todo sea contraste en México, al
lado de una gran ilustración adquirida por algunas clases, se ofrece la
negrura de la supina ignorancia de otras.
Estos contrastes tan notables, que ningún
extranjero que visita México puede dejar de observar, alimentan y
robustecen dos sentimientos: uno, de desprecio infinito de la clase rica
e ilustrada por la clase trabajadora, y otro de odio amargo de la clase
pobre por la clase dominadora, a la vez que la notable diferencia entre
las dos clases va marcando en cada una de ellas caracteres étnicos
distintos, al grado de que casi puede decirse que la familia mexicana
está compuesta de dos razas diferentes, y andando el tiempo esa
diferencia será de tal naturaleza que al hablar de México, los libros de
geografía del porvenir dirán que son dos las razas que lo pueblan, si
no se verificase una conmoción social que acercase las dos clases
sociales y las mezclase, y fundiese las diferencias físicas de ambas en
un solo tipo.
Cada día se hacen más tirantes las relaciones
entre las dos clases sociales, a medida que el proletariado se hace más
consciente de su miseria y la burguesía se da mejor cuenta de la
tendencia, cada vez más definida, de las clases laboriosas a su
emancipación.
El trabajador ya no se conforma con los mezquinos
salarios acostumbrados. Ahora emigra al extranjero en busca de bienestar
económico, o invade los grandes centros industriales de México.
Se está acabando en nuestro país el tipo de
trabajador por el cual suspira la burguesía mexicana: aquel que
trabajaba, para un solo amo toda la vida, el criado que desde niño
ingresaba a una casa y se hacía viejo en ella, el peón que no conocía ni
siquiera los confines de la hacienda donde nacía, crecía, trabajaba y
moría.
Había personas que no se alejaban más allá de
donde todavía podían ser escuchadas las vibraciones del campanario de su
pueblo. Este tipo de trabajador está siendo cada vez más escaso.
Ya no se consideran, como antes, sagradas las
deudas con la hacienda, las huelgas son más frecuentes de día en día y
en varias partes del país nacen los embriones de los sindicatos obreros
del porvenir.
El conflicto entre el Capital y el Trabajo es ya
un hecho, un hecho comprobado por una serie de actos que tienen exacta
conexión unos con otros, la misma causa, la misma tendencia; fueron hace
algunos años los primeros movimientos de los que despierta y se
encuentra con que desciende por una pendiente; ahora es ya la
desesperación del que se da cuenta del peligro y lucha a brazo partido
movido por el instinto de propia conservación. Instinto digo, y creo no
equivocarme.
Hay una gran diferencia en el fondo de dos actos
al parecer iguales. El instinto de propia conservación impele a un
obrero a declararse en huelga para ganar algo más, de modo de poder
pasar mejor la vida. Al obrar así ese obrero, no tiene en cuenta la
justicia de su demanda. Simplemente quiere tener algunas pocas
comodidades de las cuales carece, y si las obtiene, hasta se lo agradece
al patrón, con cuya gratitud demuestra que no tiene idea alguna sobre
el derecho que corresponde a cada trabajador de no dejar ganancia alguna
a sus patrones.
En cambio, el obrero que se declara en huelga con
el preconcebido objeto de obtener no solo un aumento en su salario, sino
de restar fuerza moral al pretendido derecho del Capital a obtener
ganancias a costa del trabajo humano, aunque se trate igualmente de una
huelga, obra el trabajador en este caso conscientemente y la
trascendencia de su acto será grande para la causa de la clase
trabajadora.
Pero si este movimiento espontáneo, producido por
el instinto de la propia conservación, es inconsciente para la masa
obrera mexicana, en general no lo es para una minoría selecta de la
clase trabajadora de nuestro país, verdadero núcleo del gran organismo
que resolverá el problema social en un porvenir cercano.
Esa minoría, al obrar en un momento oportuno,
tendrá el poder suficiente de llevar la gran masa de trabajadores a la
conquista de su emancipación política y social.
Esto en cuanto a la situación económica de la clase trabajadora mexicana.
Por lo que respecta a su situación política, a sus
relaciones con los poderes públicos, todos vosotros sois testigos de
cómo se las arregla el gobierno para tener sometida a la clase
proletaria. Para ninguno de vosotros es cosa nueva saber que sobre
México pesa el más vergonzoso de los despotismos.
Porfirio Díaz, el jefe de ese despotismo ha tomado
especial empeño en tener a los trabajadores en la ignorancia de sus
derechos tanto políticos como sociales, como que sabe bien que la mejor
base de una tiranía es la ignorancia de las masas.
Un tirano no confía tanto la estabilidad de su
dominio en la fuerza de las armas como en la ceguera del pueblo. De aquí
que Porfirio Díaz no tome empeño en que las masas se eduquen y se
dignifiquen.
El bienestar, por si solo, obra benéficamente en
la moralidad del individuo; Díaz lo comprende así, y para evitar que el
mexicano se dignifique por el bienestar, aconseja a los patrones que no
paguen salarios elevados a los trabajadores. De ese modo cierra el
tirano todas las puertas a la clase trabajadora mexicana, arrebatándole
dos de los principales agentes de fuerza moral: la educación y el
bienestar.
Porfirio Díaz ha mostrado siempre decidido empeño
en conseguir que el proletariado mexicano se considere a sí mismo
inferior en mentalidad, moralidad y habilidad técnica y hasta en
resistencia física a su hermano el trabajador europeo y norteamericano.
Los periódicos pagados por el gobierno, entre los que descuella El Imparcial,
han aconsejado en todo tiempo, sumisión al trabajador mexicano, en
virtud de la supuesta inferioridad, insinuando que si el trabajador
lograse mejor salario y disminución de la jornada de trabajo, tendría
más dinero que derrochar en el vicio y más tiempo para contraer malos
hábitos.
Esto, naturalmente, ha retrasado la evolución del
proletariado mexicano; pero no es lo único que ha sufrido bajo el feroz
despotismo del bandolero oaxaqueño.
La miseria en su totalidad más aguda, la pobreza
más abyecta, ha sido el resultado inmediato de esa política que tan
provechosa ha sido así al despotismo como a la clase capitalista.
Política provechosa para el despotismo ha sido
esa, porque por medio de ella se han podido echar sobre las espaldas del
pobre todas las cargas: las contribuciones son pagadas en último
análisis por los pobres, exclusivamente; el contingente para el ejército
se recluta exclusivamente entre la masa proletaria; los servicios
gratuitos que imponen las autoridades de los pueblos recaen también,
exclusivamente, en la persona de los pobres.
Las autoridades, tanto políticas como municipales,
fabrican fortunas multando a los trabajadores con el menor pretexto, y
para que la explotación sea completa, las tiendas de raya reducen casi a
nada los salarios, y el clero los merma aún más vendiendo el derecho de
entrada al cielo.
No se sabe que tanto tiempo tendría que durar esta
situación para el proletariado mexicano si por desgracia no hubieran
alcanzado los efectos de la tiranía de Porfirio Díaz a las clases
directoras mismas.
Estas, durante los primeros lustros de la
dictadura de Porfirio Díaz, fueron el mejor apoyo del despotismo. El
clero y la burguesía, unidos fuertemente a la autoridad, tenían al
pueblo trabajador completamente sometido; pero como la ley de la época
es la competencia en el terreno de los negocios, una buena parte de la
burguesía ha sido vencida por una minoría de su misma clase, formada de
hombres inteligentes que se han aprovechado de su influencia en el poder
público para hacer negocios cuantiosos acaparando para sí las mejores
empresas y dejando sin participación en ellas al resto de la burguesía,
lo que ocasionó, naturalmente, la división de esa clase, quedando leal a
Porfirio Díaz la minoría burguesa conocida con el nombre de los científicos,
mientras el resto volvió armas contra el gobierno y formó los partidos
militantes de oposición a Díaz y especialmente a Ramón Corral, el
vicepresidente, bajo las denominaciones de Partido Nacional Democrático y Partido Nacional Antirreeleccionista, cuyos programas conservadores no dejan lugar a duda de que no son partidos absolutamente burgueses.
Sea como fuere, esos dos partidos forman parte de
las fuerzas disolventes que obran en estos momentos contra la tiranía
que impera en nuestro país, de las cuales la del Partido Liberal constituye la más enérgica y será la que en último resultado prepondere sobre los demás, como es de desearse, por ser el Partido Liberal
el verdadero partido de los oprimidos, de los pobres, de los
proletarios; la esperanza de los esclavos del salario, de los
deheredados, de los que tienen por patria una tierra que pertenece por
igual a científicos porfiristas como a burgueses demócratas y
antireeleccionistas.
La situación del pueblo mexicano es especialísima,
Contra el poder público obran en estos momentos los pobres,
representados por el Partido Liberal, y los burgueses representados por los partidos Nacionalista democrático y Nacional antirreeleccionista.
Esta situación tiene forzosamente que resolverse
en un conflicto armado. La burguesía quiere negocios que la minoría
científica no ha de darle. El proletariado, por su parte, quiere
bienestar económico y dignificación social por medio de la toma de
posesión de la tierra y la organización sindical, a lo que se oponen,
por igual, el gobierno y los partidos burgueses.
Creo haber planteado el problema con claridad
suficiente. Una lucha a muerte se prepara en estos momentos para la
modificación del medio en que el pueblo mexicano, el pueblo pobre, se
debate en una agonía de siglos, Si el pueblo pobre triunfa, esto es, si
sigue las banderas del Partido Liberal, que es el de los
trabajadores y las clases que no poseen bienes de fortuna, México será
la primera nación del mundo que dé un paso franco por el sendero de los
pueblos todos de la Tierra, aspiración poderosa que agita a la humanidad
entera, sedienta de libertad, ansiosa de justicia, hambrienta de
bienestar material; aspiración que se hace más aguda a medida que se ve
con más claridad el evidente fracaso de la república burguesa para
asegurar la libertad y la felicidad de los pueblos.
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