Desde México, D. F.
Montada en la imagen y en el spot, en los mitines con simpatizantes
cautivos, en la primera mitad de campaña electoral no corrió mayores
riesgos. Salió casi indemne del escollo que significó el debate del 6 de
mayo, primer reto de un escenario todo incertidumbre. Sorteó las
preguntas incómodas de la primera entrevista incontrolable que concedió.
Pero al final se topó con la terca realidad, esa que no se refleja en
encuestas y termina votando como le viene en gana.
Las campañas electorales visibilizan lo que de suyo se oculta, o al
menos se ignora: el ciudadano al que ni se le ve ni se le oye, porque
invisible es para el poder la cotidianidad, inaudible el rumor de los
inconformes. Hasta que estalla en mantas y gritos en el rincón menos
esperado. Esto, que es experiencia común en todos los partidos
políticos, pareciera haberse cebado durante el último mes y medio en
Enrique Peña Nieto, el candidato del Partido Revolucionario
Institucional (PRI) a la presidencia de la República, cuyo perfil como
gobernante ha estado subsumido a la sonrisa perfeccionada, al gesto
abarcador, al piropo como consigna.
La suya es una candidatura construida por las televisoras, fruto de
millones de dólares gastados en propaganda disfrazada de información a
lo largo de más de seis años. Su imagen no es la de un político, sino la
de un galán de telenovela que, luego de enviudar en circunstancias
nunca del todo aclaradas, se casa con la actriz principal de un culebrón
exitoso. Peña Nieto no ha buscado el voto, sino el rating.
En la vorágine de 90 días de spots que lo glorificaron y encuestas
que lo encumbraron, cabe la pregunta: ¿Cuál es la ideología del PRI y de
Enrique Peña Nieto? Ni derecha ni izquierda. El pragmatismo convertido
en todo lo contrario. El candidato no parece querer ganar por sus
virtudes, ni siquiera por sus apariencias, sino por el agotamiento del
PAN en el ejercicio de un poder que le quedó demasiado grande.
El voto duro siempre estuvo asegurado. Por eso, durante la campaña
–recién terminada el miércoles pasado–, Peña Nieto asumió el papel de
rockstar para disputar al conservadurismo panista un electorado
individualizado que ha divinizado el éxito (rápido, urgente, inmediato
si se puede), grey de la moda y de las corrientes atomizadas, devotos de
la superficialidad. Un amplio espectro de las clases media y media
alta, despolitizado e indiferente a los significados de la democracia.
Durante los últimos tres meses, Peña Nieto se dio baños de pueblo en
cotidianos actos masivos llenos de clase obrera, campesinos, pequeños
comerciantes –hoy, muchos en la economía informal–. Son los pilares del
pacto social que fundó el régimen de la revolución institucionalizada,
ya roto por la corrupción acumulada de gobiernos del PRI y del PAN, por
la violencia desatada en el último sexenio. Nada más lejano para el
poder que el pueblo, la masa a la que sólo se la nombra desde el
ridículo (“la prole”, les llama en Twitter la hija del candidato
presidencial) o desde el desprecio (“asalariado de mierda”, humilla una
habitante del penthouse de la realidad a un policía de tránsito que osa
tratar de infraccionarla), hasta que se le concede la centralidad en el
discurso electoral, cenicienta sexenal.
Fuera de su zona de confort, ante la periodista más incómoda para el
statu quo, Peña Nieto respondió con calma a la andanada de preguntas
que nadie le había hecho sobre sus nexos con el ex presidente Carlos
Salinas de Gortari y con ex gobernadores corruptos incrustados ahora en
el partido y en su campaña, sobre los recursos de procedencia dudosa que
rebasan por mucho el financiamiento legalmente permitido. Estamos a
mediados de mayo, casi en la cúspide de su campaña, y nada parece poder
borrarle la sonrisa ensayada. Hasta que se le cuestiona sobre su
supuesta irresponsabilidad paterna, a partir de la ofensiva que hace en
redes sociales Maritza Díaz, madre de uno de sus hijos fuera de
matrimonio. “Un niño de siete años que no puede ser tema político”,
ataja en seco. Nada dirá del tweet en que, el miércoles pasado, la
actriz Laura Zapata (media hermana de Thalía) lo acusa de golpear a su
actual esposa, la actriz Angélica Rivera, La Gaviota.
Un zapato vuela por todo lo alto, con tan mala puntería que ni
siquiera pasa lo suficientemente cerca como para que el candidato se
entere de la expresión de repudio. Pocos lo registran. Es la culminación
de la jornada más difícil que Enrique Peña Nieto tuvo como candidato
del PRI a la presidencia de la República. Fue un viernes negro, aquel 11
de mayo, el de la protesta organizada por un nutrido grupo de jóvenes
que buscan su identidad en la politización, tránsfugas de la
individualización.
La manifestación contra todo lo que representa Peña Nieto, a los
ojos del estudiantado rebelde, crispa la logística, jaquea a la
seguridad, desborda las previsiones. Por momentos, el candidato parece
vagar sin rumbo en el campus universitario, agraviado por los
estudiantes pese a la escolta priísta. Por un momento se refugia en los
baños. Al fin encuentra salida, por la puerta de atrás.
El PRI acusa a los estudiantes de ser “porros”, esas estructuras
golpeadoras que gobernantes priístas crearon en casi todas las
universidades públicas del país. Pero ésta es una universidad privada, y
los estudiantes se identifican en YouTube, y surge el hashtag
#Somos131. Al día siguiente, estudiantes y profesores de más de 45
universidades públicas y privadas se solidarizan con ellos. Ha nacido el
movimiento #YoSoy132. Y esta es ya otra campaña.
A partir de ahí, no hay día que no le recuerden a Peña Nieto su
responsabilidad por la represión en el pueblo de San Mateo Atenco, en
2006. Un conflicto entre dos comunidades es resuelto con brutalidad
policíaca por el entonces gobernador del Estado de México: dos muertos,
134 detenciones arbitrarias, 26 mujeres vejadas y violadas. La Comisión
Nacional de Derechos Humanos y la Suprema Corte de Justicia de la Nación
concluyeron que la policía de Peña Nieto incurrió en graves violaciones
de las garantías individuales de los pobladores de San Mateo Atenco.
El fenómeno inexplicable es que a pesar de los episodios que
exhibieron la vacuidad de su candidatura, nunca perdió la punta en las
encuestas encargadas por la prensa. Tal vez lo que lo explique es el
hecho de que el verdadero cierre de campaña de Enrique Peña Nieto, el
miércoles pasado, no estuvo en los mitines en Toluca, la capital del
Estado de México que él gobernó, ni en Monterrey, asiento del capital
más conservador del país. Fue en Televisa, en su canal principal de
cobertura nacional, en prime time, al término del noticiero de tele más
visto, en un programa de análisis que tuvo en su momento a los cuatro
candidatos a la presidencia y que cuestionó con dureza a todos, menos al
suyo.
Pero no todo es unanimidad bajo el control propagandístico del PRI y
Televisa. Poco antes de morir, el escritor Carlos Fuentes lanzó un duro
juicio contra Peña Nieto, reproducido hasta la saciedad en las redes
sociales, única salida ante el cerco informativo de las televisoras y
casi todas las radiodifusoras y publicaciones impresas. Peña Nieto es un
personaje “muy pequeño” en comparación con los “enormes” problemas del
país, “no está preparado para ser presidente”, dijo Fuentes, y remató,
lapidario: “No quiero ni pensar que Peña Nieto pueda ser presidente”....
Vìa,fuente:
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-197488-2012-06-29.html
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-197488-2012-06-29.html
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