Robert García
La conmemoración del
Día del Trabajo estuvo marcada por multitudinarias protestas y
manifestaciones de descontento social y sindical en el mundo. En Europa,
las movilizaciones se desarrollaron tanto en naciones como España y
Grecia –cuyas principales centrales obreras condenaron los programas de
ajuste emprendidos por los gobiernos de Madrid y Atenas– como en países
ricos y prósperos (Alemania y Francia entre ellos). En nuestro
continente, las nutridas concentraciones se sumaron a expresiones
diversas, como el movimiento estudiantil, en Chile, o las distintas
versiones de Ocupa Wall Street en varias ciudades de Estados Unidos. Por
lo que hace a México, miles de agremiados de organizaciones sindicales
independientes –electricistas, telefonistas, universitarios, maestros y
empleados del sector salud, entre otros– manifestaron su hartazgo ante
la violencia, el desempleo, el subempleo y los ínfimos salarios de la
mayor parte de quienes aún reciben una remuneración regular.
Pese a la heterogeneidad y la diversidad de esas movilizaciones,
todas tienen como denominador común el repudio a un modelo económico
global que, puesto en situación de emergencia e incluso en periodos de
relativa estabilidad, sacrifica el bienestar de las poblaciones en un afán de apaciguar
a los mercados–eufemismo que designa la voracidad de los capitales financieros trasnacionales–, cuya aplicación se ha traducido, en recientes décadas, en liquidación de las actividades productivas –es decir, del factor que genera riqueza en la economía– y en el encumbramiento de los intereses de un puñado de grandes accionistas y especuladores.
Dicha estrategia, que en el pasado devastó entornos sociales en países latinoamericanos como el nuestro y que, en tiempos más recientes, hizo otro tanto en naciones periféricas del viejo continente, como Grecia, tiene actualmente en España su ejemplo más acabado: como demuestra el anuncio del presidente de gobierno español, Mariano Rajoy, de que habrá reformas y ajustes
cada viernes, la sociedad no parece tener, en el horizonte inmediato, más alternativa que padecer nuevos recortes en materia de educación y salud, un mayor retroceso en el Estado de bienestar que se había venido construyendo desde el fin de la dictadura, y un agravamiento del desempleo en ese país, que actualmente afecta a más de cinco millones de personas.
Todo ello a pesar del nulo impacto positivo que tienen esas
medidas en la reactivación de las economías colapsadas: como señala un
informe reciente de la Organización Internacional del Trabajo, las
políticas de austeridad lanzadas
para tranquilizar a los mercados financierosson
contraproducentesy tienden a
profundizar la crisis laboral y podrían incluso provocar una recesión en Europa, extendiendo la que ya padecen las naciones mediterráneas. Tanto más contundentes son, en todo caso, las cifras dadas a conocer anteayer por el Banco de España, de que en el primer trimestre del año, a pesar de los esfuerzos del gobernante Partido Popular por
cortejar a los mercados, se reportó una fuga masiva de capital extranjero que superó 61 mil millones de euros, lo que sitúa la inversión foránea en la economía de ese país en el índice más bajo en la historia reciente: 37.54 por ciento.
En México, por desgracia, se vive una situación semejante. A la
inveterada persecución de sindicatos independientes y a la persistencia
de los controles institucionales corporativos y autoritarios en materia
laboral –dos de los hilos de continuidad entre presidencias priístas y
panistas– se suma un entorno social y económico en que el número de
desempleados asciende a 8.7 millones –según datos del Centro de Análisis
Multidisciplinario de la UNAM–, en el que la pérdida del poder
adquisitivo del salario real asciende a 42 por ciento en lo que va de la
presente administración, y en el que persisten los intentos por
derrumbar –ya sea en el marco de la ley o por la vía de los hechos– las
conquistas laborales históricas alcanzadas por los trabajadores.
La desastrosa circunstancia laboral presente es, pues, un componente
ineludible del descontento social que recorre el mundo; una causa
principal del crecimiento de la pobreza y del ahondamiento de la
desigualdad y, en naciones como la nuestra, un elemento que incide
directamente en la proliferación de expresiones delictivas y violencia
descontrolada.
Ante tales circunstancias, lo sorprendente no es, en todo caso, que
se multipliquen las muestras de indignación como las que se expresaron
ayer por todo el mundo, sino que éstas no sean más recurrentes y no
hayan derivado, hasta ahora, en una ingobernabilidad generalizada.
Vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2012/05/02/edito
http://www.jornada.unam.mx/2012/05/02/edito
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