INTRODUCCIÓN
Los principales países exportadores en el sector agro-minero, entre
los que se encuentran los más implicados con las principales
multinacionales energéticas y de la minería del mundo, son también los
que se caracterizan por ejercer las políticas más independientes y
progresistas. En apariencia, la primacía de las economías basadas en el
«capitalismo extractivo» y la exportación de bienes, ya no guardan
correlación con gobiernos «neocoloniales».
Se puede argumentar que las concesiones a las multinacionales del
sector extractivo y las clases «dirigentes» locales garantizan
estabilidad e ingresos constantes y financian los crecientes gastos
sociales que permiten la reelección de gobiernos de centro-izquierda.
Dicho de otro modo: el fundamento no declarado de los éxitos electorales
del centro-izquierda es una alianza de facto entre «la cúpula» y «la
base» de la estructura de clases, a pesar de la creciente divergencia
política entre los gobiernos y algunos sectores de los movimientos
sociales.
EL BANDO PROGRESISTA
Existe consenso generalizado acerca de que hay siete gobiernos de
siete países de América Latina que constituyen lo que se podría
denominar el «bando progresista»: Bolivia, Ecuador, Argentina, Brasil,
Uruguay, Perú y Venezuela.
Algunos rasgos definitorios que se suelen atribuir a los gobiernos de
estos países son: 1) la trayectoria política anterior: la mayoría están
encabezados por dirigentes y activistas de movimientos sociales,
sindicatos o grupos guerrilleros, 2) las declaraciones relativamente
independientes que hacen en el ámbito de la política exterior, en
especial en lo referente a la intervención y las medidas sancionadoras
estadounidenses, 3) la retórica ideológica que rechaza el liderazgo
estadounidense en organismos regionales y favorece a organizaciones
centradas en América Latina, 4) los programas electorales populistas
acerca de la igualdad social, el ecologismo y los derechos humanos, 5)
el rechazo vehemente del «neoliberalismo» y de las personalidades,
partidos y privatizaciones neoliberales tradicionales, 6) la perspectiva
estratégica que concibe un proceso prolongado de transformación social
que subraya un calendario compuesto de modernización, prioridades
desarrollistas y altos niveles de inversión orientada a los mercados
globales y, 7) la permanencia política en el tiempo basada en reformas
constitucionales que les permiten ser reelegidos amparándose en la
necesidad de completar esa concepción transformadora.
El bando progresista tiene de sí mismo una imagen, que se proyecta
hacia su electorado, según la cual representa una ruptura o quiebra
«histórica» con el pasado; en primer lugar, en lo relacionado con la
oligarquía neoliberal tradicional y, en segunda instancia, con la
izquierda «estatalista». En los casos de Bolivia, Ecuador y Venezuela,
suelen recurrir a una retórica alusiva al «socialismo del siglo XXI». La
potencia del llamamiento a la originalidad radical tiene un alcance
temporal limitado que depende del grado con el que los gobiernos
desarrollan políticas discrepantes con el gobierno neoliberal
predecesor.
LA «DIVISIÓN ENTRE IZQUIERDA Y DERECHA» TAL COMO LA REPRESENTA EL BANDO PROGRESISTA (BP)
Las percepciones de la divergencia objetiva y subjetiva entre el
bando progresista y la derecha varían en función de si emanan de fuentes
oficiales o de una investigación empírica crítica. Según los ideólogos
del BP, hay al menos cinco ámbitos políticos importantes que reflejan la
ruptura radical con la derecha neoliberal tradicional:
(1) NACIONALISMO: a) mediante la renegociación de contratos con las
multinacionales del sector extractivo, el BP garantiza una elevada tasa
de recaudación de impuestos e incrementa los ingresos para las arcas
públicas; b) mediante el aumento de la inversión estatal, convierte
empresas de titularidad íntegramente privada en iniciativas conjuntas
del sector público y privado; c) mediante el incremento del pago de
regalías suaviza la «explotación extranjera»; y d) mediante una mayor
presencia de «tecnócratas locales» acrecienta el control nacional de
decisiones estratégicas.
(2) POLÍTICA EXTERIOR: El bando progresista ha desarrollado una
política exterior independiente, cuando no explícitamente
antiimperialista. Para evitar deliberadamente la presencia de países
imperiales norteamericanos y europeos, el bando progresista ha
consolidado varias organizaciones regionales latinoamericanas y
caribeñas, como ALBA (Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América) y UNASUR (Unión de Naciones Suramericanas). El BP ha rechazado
las sanciones contra Cuba, Irán, Siria y Gaza y se ha opuesto a la
guerra estadounidense contra Libia respaldada por la OTAN. Criticaron la
posición estadounidense en la reunión de la Cumbre de las Américas
celebrada en abril de 2012 en, al menos, tres cuestiones importantes: la
inclusión de Cuba, la oposición al control británico de las Malvinas y
la despenalización de las drogas. El BP ha manifestado su oposición a la
hegemonía estadounidense, a las «reformas estructurales» del FMI y al
control euro-estadounidense de las principales instituciones de crédito.
Con la excepción de Venezuela, el BP ha diversificado sus mercados de
exportación. Brasil, por ejemplo, exporta a Estados Unidos solo el 12,5
por ciento de sus bienes y servicios; Argentina, el 6,9 por ciento; y
Bolivia, el 8,2 por ciento.
(3) POLÍTICA SOCIAL: El BP ha incrementado el gasto social, en
especial en lo relacionado con la reducción de la pobreza en zonas
rurales; ha elevado el salario mínimo; ha aprobado incrementos
salariales. En unos cuantos países ofrecen créditos y financiación
asequible para pequeñas y medianas empresas, han concedido títulos de
propiedad legal a ocupantes de tierras y han distribuido parcelas de
terreno público sin cultivar al modo de pequeña «reforma agraria».
(4) REGULACIÓN: Con un grado de coherencia dispar, el BP ha impuesto
controles al sector financiero y ha regulado el flujo de capital
especulativo y la volatilidad de los mercados financieros. En lo que se
refiere a las normativas que rigen el sector extractivo, se han
suavizado para favorecer la afluencia a gran escala de capital y para
que las empresas agrarias puedan utilizar de forma generalizada
productos químicos tóxicos y semillas transgénica. Han autorizado la
expansión de la minería, la agricultura y la industria maderera en
reservas indígenas y naturales. Han financiado proyectos de
infraestructura a gran escala que vinculan a empresas del sector
extractivo con mercados exportadores, invadiendo hábitats naturales
protegidos anteriormente protegidos. La normativa se ha justificado
aduciendo que pretende facilitar el desarrollismo extractivo
«productivo» y limitar la «financiarización» de la economía.
(5) POLÍTICA LABORAL: Se ha basado en un «modelo corporativista» de
negociación y conciliación empresa-Estado-sindicato (tripartito) para
limitar las huelgas y los paros patronales y para mantener el
crecimiento, las exportaciones y los flujos de ingresos. La política
laboral ha quedado condicionada a la de limitar los déficits
presupuestarios a la tasa de inflación mediante la fijación de los
incrementos salariales. En sintonía con las medidas fiscales ortodoxas,
las pensiones de los trabajadores del sector público se han congelado o
reducido, en especial entre los funcionarios de rango medio y alto. Las
garantías laborales tradicionales se han mantenido intactas y la
indemnización por despido no se ha aumentado. Las huelgas de
trabajadores del sector público, sobre todo de profesores, personal
sanitario y trabajadores sociales, han sido frecuentes y han desembocado
en conquistas menores a través de la mediación gubernamental. La
política gubernamental se ha orientado a la protección de las
prerrogativas de la dirección, al tiempo que se respetaba la situación
legal y los derechos de negociación colectiva de los sindicatos. En las
empresas nacionalizadas gobiernan directivos nombrados por el Estado y
no hay movimientos hacia la autogestión obrera o la «co-gestión», salvo
en casos muy concretos de Venezuela. La estructura de las relaciones
laborales sigue el modelo jerárquico de la empresa privada. La mano de
obra, en el mejor de los casos, desempeña un papel consultivo en lo
referente a la salud y la seguridad, pero no ejerce influencia
determinante, ni invierte en el interior de este marco empresarial.
Ha sido necesaria la presión sindical a través de la huelga y las
protestas, a menudo aliada con grupos comunitarios, para corregir las
violaciones más atroces de la normativa sanitaria o de seguridad por
parte de las empresas. Aunque los gobiernos progresistas evitan
públicamente las medidas neoliberales de «flexibilidad laboral», han
hecho muy poco para ampliar y profundizar en las prerrogativas laborales
sobre la mano de obra y el proceso de producción.
La principal diferencia de política laboral entre los gobiernos
progresistas y la derecha tradicional es la «puerta abierta» a los
dirigentes sindicales, su disposición a mediar y garantizar el
incremento de los salarios, en especial el salario mínimo y, por lo
general, la disminución de la represión brutal y violenta.
CONTINUIDADES Y SEMEJANZAS ENTRE LOS GOBIERNOS NEOLIBERALES DEL PASADO Y LOS PROGRESISTAS ACTUALES
Los autores, profesores universitarios y periodistas de derecha y
centro-izquierda subrayan la diferencia entre los gobiernos progresistas
y los gobiernos neoliberales del pasado, sin reparar en que hay
semejanzas estructurales políticas y económicas a gran escala. Un
análisis más matizado y equilibrado requiere tener en cuenta las
continuidades porque desempeñan un papel fundamental en el análisis de
las limitaciones y los conflictos emergentes y la crisis que espera a
los gobiernos progresistas. Además, estas limitaciones, fundadas en las
continuidades, resaltan la importancia de los modelos de desarrollo
alternativos propuestos por los movimientos sociales populares.
El modelo de exportación agro-mineral ha hecho gala de deficiencias
estratégicas profundas en su propia estructura y rendimiento. El fomento
de las exportaciones agro-minerales ha venido acompañado de la entrada a
gran escala y largo plazo de capital extranjero, lo que a su vez
determina la tasa de inversión, las fuentes de incorporación de
maquinaria, tecnología y conocimiento, así como el control del
procesamiento y la comercialización de materias primas.
Los «socios» multinacionales de los gobiernos progresistas han
condicionado su participación sobre la base de (a) la desregulación en
la protección del medio ambiente, (b) el cese del control de precios y
la introducción de «precios internacionales» para la venta en el mercado
interior y (c) la libertad para gestionar las ganancias del comercio
interior y transferirlas al extranjero.
También controlan las decisiones relacionadas con la explotación de
las reservas mineras. La expansión de la producción se rige por
criterios multinacionales propios y no por las necesidades del país
«anfitrión». En consecuencia, a pesar de la «renegociación» de contratos
que los gobiernos progresistas celebran como «avance gigantesco» hacia
la «nacionalización», la pérdida acumulativa de los ingresos y el
reequilibrio de la economía son sustanciales. Si se observa más allá del
entorno agro-minero, el impacto negativo para el desarrollo posterior
es importante.
El muy limitado impacto que el modelo agro-minero ejerce sobre el
conjunto de la economía ha desembocado en abril de 2012 en un conflicto
concreto entre la empresa nominalmente española Repsol y el gobierno
argentino de Cristina Fernández. La conducta de Repsol ilustra los
escollos que presenta la colaboración con empresas extranjeras del
sector extractivo. Repsol se negó a aumentar las inversiones aduciendo
que la regulación local de los precios reducía sus márgenes de
beneficio. En consecuencia, entre 2010 y 2011 la factura energética de
Argentina se multiplicó por tres pasando de los 3.000 millones a los
9.000. Además, Repsol repatriaba sus beneficios, pagaba elevados
dividendos a los accionistas del exterior y, por tanto, influía muy poco
en la creación de industrias en el interior que supusieran aportaciones
al proceso o refinerías para procesar el petróleo. La tentativa del
fallecido presidente Kirchner de acrecentar las «propiedades nacionales»
incorporando a un capitalista local (el grupo Peterson) no tuvo ningún
impacto positivo, sino la mera consolidación del control de Repsol.
Cuando Fernández se apropió de la mayoría de las acciones con el fin de
establecer un control público e incrementar la producción local, la
totalidad de los dirigentes de la Eurozona encabezada por el gobierno
español y la prensa económica occidental lanzó una campaña furibunda,
amenazó con litigar y auguró catástrofes económicas. El problema de
«invitar» a multinacionales extranjeras a invertir es que resulta
difícil retirarles la invitación. Una vez que entran en un país, al
margen de lo defectuosa que sea su actuación, es difícil rectificar o
corregir el perjuicio y pasar a un nuevo modelo de desarrollo centrado
en lo público.
Todos los gobiernos progresistas, con la posible excepción de
Venezuela, han firmado contratos de larga duración y a gran escala con
multinacionales extranjeras importantes del sector extractivo. Aparte
del incremento de las regalías, los acuerdos no difieren demasiado de
los contratos firmados por los gobiernos neoliberales de derechas que
les precedieron.
Evo Morales firmó un contrato de explotación a gran escala con
Jindal, una multinacional india, para explotar la mina de hierro Mutún,
importando prácticamente todas las aportaciones (maquinaria, transporte,
etc.) y con un grado de «industrialización» muy limitada de la mena de
hierro (en su mayoría, simples «pepitas» de hierro). La gran mayoría del
gas y el petróleo de Bolivia la explotan «iniciativas conjuntas» del
sector público y el multinacional y se envía al extranjero, lo que deja a
más del 60 por ciento de los hogares rurales sin gas canalizado y
significa que Bolivia tenga que importar casi todo su gasoil.
El Ecuador de Correa, otro presidente progresista destacado, firmó
dos contratos importantes con grupos petroleros extranjeros en febrero
de 2012, a pesar de la oposición de la mayoría de las organizaciones
indígenas, entre ellas CONAI. En Ecuador, igual que en Bolivia, si bien
las grandes empresas del sector petrolero y del gas plantean objeciones a
una renegociación de contratos que supone incrementar del pago de
regalías y una mayor presencia de autoridades públicas, conservan una
posición privilegiada en decisiones fundamentales relacionadas con la
gestión, la comercialización, la tecnología y la inversión. A pesar de
que se afirme lo contrario, los dirigentes de los gobiernos progresistas
y de las multinacionales no son muy diferentes de lo que se sabía que
sucedía bajo gobiernos «neoliberales» anteriores. Además, tanto en
Ecuador como en Bolivia, muchos de los «tecnócratas» y administradores
que trabajaron con gobiernos neoliberales anteriores desempeñan un papel
destacado en la dirección de las iniciativas mixtas.
Si bien los gobiernos progresistas han puesto en marcha programas
contra la pobreza y han registrado algunos éxitos en la reducción de los
niveles de pobreza, lo hacen como consecuencia del crecimiento de la
economía, no a través de la redistribución de la riqueza. De hecho, los
gobiernos progresistas no han implantado políticas redistributivas: la
concentración de rentas y de tierras, con elevados niveles de
desigualdad, continúa intacta. En realidad, la jerarquía de la
estructura de clases no se ha alterado y, en la mayoría de los casos, se
ha visto reforzada por la inclusión de nuevos candidatos a la clase
media y alta. Entre ellos se encuentran muchos antiguos dirigentes y
activistas de la clase media y trabajadora que han ingresado en el
gobierno, así como «nuevos capitalistas» que se benefician de los
contratos estatales del gobierno progresista.
El sistema financiero se ha mantenido intacto y ha prosperado bajo
los gobiernos progresistas, sobre todo porque esos gobiernos endurecen
las políticas fiscales, acumulan reservas extranjeras, controlan el
gasto público y reducen la tasa de inflación. Los beneficios del sector
financiero son especialmente elevados en Brasil, Uruguay, Perú, Bolivia y
Ecuador. Brasil, concretamente, ha atraído grandes flujos de capital
especulativo de Wall Street y la City londinense debido a sus elevados
tipos de interés en relación con los de América del Norte y Europa.
Junto con la concentración de la propiedad en los sectores extractivo
y financiero, los gobiernos progresistas no han introducido impuestos
progresivos para reducir las diferencias de riqueza. La renta de las
élites del sector agrario en Bolivia, Argentina, Uruguay, Brasil y
Ecuador es varios cientos de veces más alta que la de la inmensa mayoría
de los granjeros, campesinos y jornaleros dedicados a la agricultura de
subsistencia. Muchos de estos últimos siguen sometidos a unas
condiciones de vida y laborales atroces. En muchos casos, los gobiernos
progresistas han hecho muy poco por fortalecer la normativa laboral y
sanitaria en las gigantescas plantaciones agrarias mientras los
trabajadores quedan expuestos a la fumigación de productos químicos
tóxicos no regulados.
Si la configuración de la propiedad y la riqueza sigue relativamente
inalterada desde el pasado neoliberal, los gobiernos progresistas han
acentuado la tendencia a la especialización en la exportación. Con los
gobiernos progresistas, las economías se han diversificado menos y
dependen más de la exportación del sector agro-mineral y energético, y
su crecimiento depende de la inversión extranjera a largo plazo y gran
escala. Los ingresos del Estado y el crecimiento dependen más de la
exportación de productos primarios.
Las políticas de libre mercado de los gobiernos progresistas
exportadores de productos del sector agro-minero han estimulado el
crecimiento de la actividad comercial a gran escala. El sector comercial
está cada vez más influido por la entrada masiva de multinacionales de
titularidad extranjera, como Wal-Mart, cuyos productos tienen origen en
el exterior, lo que perjudica a los pequeños productores locales y a los
minoristas.
La apreciación de la moneda ha afectado negativamente al sector
manufacturero tradicional y a la industria del transporte, lo que ha
supuesto una destrucción de empleo significativa, sobre todo, en el
sector textil, del calzado y automovilístico de Brasil, Bolivia, Perú y
Ecuador. Además, las medidas de apoyo para favorecer a los exportadores
mayoristas del sector agro-mineral han venido acompañadas por una
restricción del crédito a los pequeños empresarios locales, en especial a
los abastecedores de mercados locales, que han recibido un duro golpe
con la importación de bienes de consumo baratos (procedentes de Asia).
Los agricultores que producen alimento para los mercados locales han
visto reducido su impulso expansivo para ampliar la producción de
cultivos de exportación como la soja.
En resumen, los gobiernos progresistas han mantenido un doble
discurso de múltiples caras: una retórica antiimperialista, nacionalista
y populista de consumo interno, al mismo tiempo que ponían en práctica
una política de fomento y expansión del papel del capital extractivo
extranjero en iniciativas conjuntas con el Estado y una creciente
burguesía nacional nueva. Los gobiernos progresistas articulan una
narración de socialismo y democracia participativa pero, en la práctica,
desarrollan políticas que vinculan el desarrollo a la concentración y
centralización del capital y el poder ejecutivo.
Los gobiernos progresistas predican una doctrina de justicia social y
equidad y desarrollan una práctica de cooptación de dirigentes sociales
y de clientelismo mediante los programas contra la pobreza para los
sectores más depauperados de la sociedad.
Los gobiernos progresistas han combinado medidas de aumento de las
rentas con cambios estructurales a gran escala que benefician al sector
primario extractivo. La estabilidad del BP depende abiertamente del
aumento de la demanda de materias primas, del elevado precio de los
bienes y de la apertura de los mercados. Los gobiernos progresistas han
logrado vincular a sectores sindicales y del movimiento campesino con el
Estado y han socavado o debilitado a organizaciones de clase
independientes y las han sustituido por estructuras corporativas
tripartitas.
Los progresistas han conseguido «reformar» o sustituir las políticas
caóticas, desreguladas, conflictivas y racistas de sus predecesores y
han institucionalizado el «capitalismo normal». Han introducido reglas y
procedimientos para favorecer la estabilidad institucional, la
disciplina fiscal y el incremento de beneficios, pero desigual. En otras
palabras: los «parámetros del neoliberalismo» se administran ahora de
forma eficiente y se legitiman mediante un falso nacionalismo basado en
una mayor autonomía política y diversificación mercantil. La toma de
decisiones ejecutivas centralizadas basada en unos acuerdos que
requieren que las multinacionales del sector extractivo inviertan y
desarrollen las fuerzas productivas se legitima mediante un marco
electoral y una coalición política entre muchas clases sociales.
Las políticas interior y exterior de los gobiernos progresistas
extractivos reflejan dos experiencias contradictorias: sus orígenes
radicales en las campañas para tomar el poder y la posterior adopción de
una estrategia de exportación agro-mineral desarrollista, propugnada
por tecnócratas neoliberales. La «síntesis» de estas dos experiencias
aparentemente «contradictorias» encuentra expresión, por una parte, en
la adopción de una posición política independiente y crítica hacia el
militarismo y el intervencionismo imperialista y, por otra, en la
colaboración económica con los agentes del imperialismo económico, a
saber: la firma de contratos a gran escala y largo plazo con
multinacionales del sector energético y agro-minero estadounidenses,
europeas y canadienses. Dicho de otro modo: los gobiernos progresistas
extractivos han «redefinido» o reducido el significado del imperialismo a
sus estructuras y políticas estatales, y no a sus elementos económicos
(las multinacionales) dedicados a la extracción de materias primas y la
explotación de la mano de obra. Del mismo modo, redefinen el significado
de «antiimperialismo» equiparándolo al de oposición a las
intervenciones político-militares y a la «justa distribución» de los
beneficios entre el gobierno y su «socio» multinacional. Esta
redefinición permite a los gobiernos progresistas reclamar legitimidad
popular sobre la base de la crítica regular a las políticas y prácticas
del Estado imperial, mientras que la colaboración y los acuerdos con las
multinacionales permiten a los gobiernos progresistas conservar los
apoyos de los intereses empresariales del interior y el extranjero.
Cuando un gobierno progresista, como en el caso de la Argentina
gobernada por Cristina Fernández, decide «nacionalizar» o, dicho con más
precisión, obtener la mayoría de las acciones de Repsol, la
multinacional petrolera de titularidad nominal española, toda la prensa
económica, la Unión Europea y Washington denuncian la medida y amenazan
con represalias. En otras palabras: el pacto tácito entre el bando
progresista y los gobiernos imperiales consiste en que las diferencias
políticas son tolerables, pero las medidas económicas nacionalistas no
son aceptables. La renegociación de los contratos para aumentar los
ingresos del Estado puede producir la suspensión temporal de nuevas
inversiones, pero no una confrontación política. Sin embargo, la
apropiación pública de una empresa extranjera del sector extractivo hace
pensar en una hostilidad previsible y en represalias de los Estados
imperiales. La suscripción por parte del gobierno progresista de
Argentina a una medida de nacionalismo económico estuvo limitada, no
obstante, a una empresa y un sector. El gobierno de Fernández no tenía y
no tiene planes para expropiar en el futuro otras empresas del sector
extractivo, ni la medida formó parte de una estrategia nacionalista
general para avanzar hacia una mayor cuota de propiedad de titularidad
pública. Más bien, la negativa de Repsol a aumentar las inversiones y la
producción acrecentaba la dependencia de Argentina de la importación de
petróleo, lo que estaba deteriorando su balanza de pagos y sus reservas
de moneda extranjera. La negativa de Repsol a obedecer la agenda
desarrollista de Argentina se basaba en la política de Fernández de
mantener el precio del petróleo de consumo para el mercado interior por
debajo del precio internacional. El descenso de la producción de Repsol
era una forma de presionar al gobierno para que eliminara el control
sobre los precios. De todos modos, el aumento del precio del petróleo
tendría un impacto negativo sobre los consumidores industriales y
locales, elevando los costes y reduciendo la competitividad de los
exportadores y productores argentinos. En realidad, la intransigencia de
Repsol amenazaba con debilitar el equilibrio de fuerzas social y
político entre mano de obra y capital y entre exportadores del sector
extractivo y consumidores populares, que sustenta la coalición
mayoritaria del gobierno. En resumen, la medida tenía forma nacionalista
pero contenido capitalista desarrollista.
Aún así, la medida ha polarizado la economía mundial entre el
Occidente imperial y la izquierda latinoamericana, en la que los
sátrapas latinoamericanos de siempre (Calderón, de México, y Santos, de
Colombia) han apoyado a Repsol.
LAS DIVISIONES ENTRE LOS GOBIERNOS PROGRESISTAS Y LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Antes de acceder al poder mediante procesos electorales, los
dirigentes progresistas mantuvieron lazos estrechos y apoyaron y
participaron activamente con la «acción callejera» y la lucha de masas
de los movimientos sociales. Esgrimieron las banderas del nacionalismo
económico, la conservación del medio ambiente y el respeto a las
reservas naturales de las comunidades indígenas, la igualdad social y la
revisión de la deuda externa incluyendo el rechazo de las «deudas
ilegales».
Los movimientos sociales desempeñaron un papel importante en la
politización y la movilización de las clases trabajadora y campesina
para elegir a los presidentes progresistas. Esa convergencia duró poco.
Una vez en el poder, los gobiernos progresistas nombraron ministros
económicos ortodoxos para que dirigieran la economía. Adoptaron la
estrategia extractiva, abandonaron una economía nacionalista del sector
público, concebida para diversificarse, y se pasaron a una «economía
mixta» basada en empresas participadas con capital extranjero del sector
extractivo. Primero, las comunidades indígenas de Perú, Ecuador y
algunos sectores de Bolivia pasaron a la oposición aduciendo que no se
tenían en cuenta sus intereses y que no se les consultaba. Luego,
sectores de la clase trabajadora y el funcionariado se arrancaron a
demandar salarios más altos y un incremento en el gasto público. Los
pequeños campesinos y productores reclamaron estímulos económicos para
las explotaciones familiares y las industrias locales, en lugar de
subsidios para las multinacionales agro-minerales, ortodoxia fiscal y
estrategias de explotación basadas en la reducción de los costes
laborales y el abandono del mercado interior.
Los campesinos radicales sindicados y los dirigentes indígenas de los
movimientos sociales pusieron en duda la estrategia extractiva
agro-mineral en su conjunto, la distribución y la administración de
ingresos y gastos del Estado. Reafirmaron su apoyo a un programa social
defendiendo la reforma agraria, incluida la expropiación de grandes
plantaciones y la redistribución de tierras a campesinos desposeídos.
Los dirigentes laborales reclamaban una política industrial que
procesara «materias primas» con el fin de crear puestos de trabajo en el
sector manufacturero. Algunos sindicalistas reclamaron la
nacionalización de bancos e industrias estratégicas. Sin embargo, a
pesar de algunas protestas importantes, la gran masa de seguidores de
los movimientos sociales y la mayoría de sus líderes abandonaron muy
pronto el rechazo radical del modelo extractivo y empezaron a reclamar
una parte mayor de los ingresos. Los gobiernos progresistas atrajeron a
la gran masa de los dirigentes sociales a mesas de conciliación
tripartitas para negociar y garantizar cambios progresivos. Los
gobiernos progresistas resaltaron su oposición al «neoliberalismo». Lo
redefinieron para calificarlo de capitalismo no regulado y basado en
regalías bajas y financiación insuficiente de programas sociales. Los
gobiernos progresistas consiguieron dividir a los movimientos sociales
entre opositores radicales «utópicos» y reformistas progresistas. En
época de luchas sociales, los gobiernos progresistas aludían a una
«alianza de izquierda y derecha» y acusaban a quienes les criticaban de
actuar en nombre del imperialismo, ignorando que ellos mismos
colaboraban con multinacionales con fundamento imperial. Los
llamamientos presidenciales, un discurso populista nacionalista y el
incremento de los ingresos con los que se financiaba el creciente gasto
social debilitó a la oposición de izquierda. Los aumentos moderados pero
sostenidos de los programas contra la pobreza y el salario mínimo
neutralizaron los llamamientos de los dirigentes radicales de los
movimientos sociales. A pesar de la ruptura de los gobiernos
progresistas con sus «raíces igualitarias radicales», fueron
sobradamente capaces de obtener apoyo electoral masivo basándose en el
crecimiento dinámico general de la economía y el crecimiento sostenido
de la renta. Ambos fueron apuntalados durante largos periodos por un
precio elevado de las mercancías.
Los presidentes extractivistas populares ganaron elecciones una y
otra vez por mayorías sustanciales y fueron capaces de movilizar a
sectores de los movimientos sociales moderados para que contrarrestaran
los movimientos sociales contrarios al extractivismo. El elevado precio
de las mercancías y las múltiples oportunidades para la explotación de
recursos atrajo a inversores extranjeros, a pesar del cada vez más
elevado precio de las regalías. Los inversores extranjeros se sintieron
atraídos por la estabilidad social que garantizaban los gobiernos
progresistas, a diferencia de la inestabilidad de los gobiernos
neoliberales anteriores. Los gobiernos progresistas han prosperado a
base de lazos económicos con las multinacionales y de una alianza
electoral con las clases bajas.
ESTUDIO DE CASOS DEL CAPITALISMO EXTRACTIVO Y EL BANDO PROGRESISTA
Aunque los siete gobiernos del «bando progresista» comparten una
estrategia común de desarrollo basada en la exportación de bienes
primarios, hay diferencias significativas en el grado de diversificación
de sus economías, en la naturaleza y características de los bienes que
exportan, en la intensidad de la polarización y cohesión sociales y en
la envergadura y el alcance de la oposición. En consonancia con estas
diferencias, también hay diferencias sustanciales en el grado de
sostenibilidad del «modelo progresista y extractivo», o en la medida en
que pueden verse sometidos a contestación o regresión.
En el bando progresista se pueden realizar distinciones siguiendo
muchos criterios: entre los gobiernos basados en dirigentes carismáticos
y que tienen una dependencia extrema de la exportación de bienes
primarios (Bolivia, Perú, Ecuador y Venezuela) y quienes cuentan con
sectores industriales y una dirección política más «institucionalizada»
(Brasil, Argentina y Uruguay). También hay diferencias significativas en
el grado de conflictos de clase y étnicos: Perú, Bolivia y Ecuador
atraviesan por una etapa de resistencia generalizada importante por
parte de las comunidades indígenas relevantes, mientras que en Brasil,
Argentina y Uruguay, donde la población indígena es escasa, solo hay
oposición aislada. En términos de lucha de clases, Bolivia ha vivido una
generalización de las protestas por asuntos relacionados con la
sanidad, la educación, la minería y los obreros fabriles. Venezuela ha
tenido que hacer frente a cierres patronales y boicots organizados por
la élite económica («lucha de clases desde arriba»). Ecuador encontró
protestas generalizadas por parte de la policía. Casi todos los demás
países (Brasil, Argentina y Uruguay) padecieron huelgas limitadas, en
buena medida, por cuestiones salariales. Con la excepción de Bolivia,
las principales confederaciones sindicales trabajan estrechamente y
colaboran con los gobiernos progresistas; en cambio, los movimientos
campesinos y de trabajadores rurales de Brasil, Ecuador y Perú han
conservado mayor grado de independencia y militancia, sobre todo porque
han sido los más perjudicados por las estrategias de exportación
agro-mineral. En Venezuela y Brasil, los ejércitos privados de los
terratenientes han desempeñado un papel fundamental en la lucha
relativamente impune contra los beneficiarios de la reforma agraria.
La degradación medioambiental y más persistente se ha producido en
Brasil, donde durante la década de gobierno del Partido de los
Trabajadores se han «desbrozado» millones de hectáreas de bosque
tropical. La explotación agrícola mediante productos químicos es
contundente en la mayor parte de los países, en especial en Brasil,
Argentina y Uruguay, donde la soja se ha convertido en el cultivo de
producción preponderante. Todos los principales exportadores
agro-industriales (Brasil, Argentina y Uruguay) recurren a productos
químicos tóxicos y semillas transgénicas que desencadenan infinidad de
casos de perjuicios nocivos para los indígenas y sus hábitats naturales.
La cuestión de la toxicidad y la degradación del medio ambiente
derivada de las gigantescas empresas mineras y madereras está bien
documentada en Perú, Ecuador y Uruguay. En general, cuanto más numerosa
es la población urbana y cuanto más dispersas están las comunidades
rurales afectadas negativamente, menor es la protesta ecológica y la
probabilidad de que las ONG ecologistas desempeñen un papel importante
en la protesta.
Como las industrias del sector extractivo están en las afueras de los
principales núcleos urbanos; como la mayoría de las confederaciones
sindicales colaboran con los gobiernos progresistas y consiguen
incrementos salariales progresivos; y como la economía en general ha
estado creciendo y el desempleo ha disminuido, los desequilibrios
macroeconómicos, la dependencia de los bienes y las vulnerabilidades
estructurales conexas no se han traducido en confrontaciones importantes
entre capital y mano de obra. Los conflictos más discutidos que se han
producido se han dado entre las élites neoliberales ortodoxas
respaldadas por Estados Unidos y las potencias europeas y los gobiernos
progresistas. Nos vienen a la memoria varios ejemplos.
El 12 de abril de 2001 y entre los meses de diciembre de 2002 y
febrero de 2003, la clase capitalista venezolana apoyada por Estados
Unidos y España organizó un golpe de estado fallido que fue contenido y
un cierre patronal en el sector petrolero que fue derrotado. En el año
2011, un levantamiento encabezado por la policía de Ecuador y un golpe
de estado abortado en Bolivia fueron desbaratados con éxito antes de que
adquirieran empuje. En el año 2008, una protesta agraria empresarial a
gran escala en Argentina paralizó el sector de exportaciones agrarias
que se movilizaba contra una tasa impuesta a la exportación y acabó con
concesiones del gobierno.
En buena medida, estas «luchas de clases desde arriba» operaron a
favor de los gobiernos progresistas porque les permitió plantear la
cuestión de forma unificada como si se tratara de una lucha entre un
gobierno democrático popular y una oligarquía autoritaria y retrógrada.
En consecuencia, los gobiernos progresistas consiguieron neutralizar, al
menos temporalmente, las críticas internas procedentes de la izquierda.
La derrota de «la derecha» pulió las credenciales del bando progresista
y elevó su popularidad.
Aunque el apoyo popular era importante para el sostenimiento de los
gobiernos progresistas frente a las campañas de desestabilización más
derechistas respaldadas por Estados Unidos y la Unión Europea, tuvo
igual o mayor importancia el respaldo del ejército, de algunos sectores
de la élite empresarial y de los capitalistas del sector extractivo. Los
progresistas, adoptando «políticas moderadas» (entre las que se
encontraban los subsidios empresariales y una generosa subida de sueldos
al ejército) consiguieron dividir a la élite, conservar el apoyo del
ejército y aislar a la oposición de derechas. La derecha ha seguido
siendo marginal desde el punto de vista electoral y ha supuesto un
límite muy estrecho para la capacidad de injerencia e influencia de
Estados Unidos y la Unión Europea sobre el programa progresista.
El grado de «progresismo» en el seno del bando capitalista extractivo progresista varía de manera muy importante.
El gobierno de Chávez ha presentado un programa antiimperialista y
socialista que supone el rechazo de los golpes de estado, las guerras y
el bloqueo de Estados independientes por parte de Estados Unidos: ha
apoyado la re-renacionalización del petróleo, el aluminio y otras
materias primas, la minería y las fuentes de energía. Su reforma agraria
generalizada, que ha beneficiado a 300.000 familias, tiene por objetivo
la autosuficiencia alimentaria. La salud pública y la educación
superior universal y gratuita, el subsidio de los precios de alimentos
básicos a través de supermercados de propiedad pública y la vivienda
pública de bajo coste y a gran escala para los pobres, junto con las
campañas de alfabetización y la formación de miles de consejos de barrio
para arbitrar y resolver asuntos locales han profundizado y ampliado el
proceso de socialización.
A menor escala, Bolivia, Ecuador y Argentina han desarrollado
políticas exteriores independientes. Sus nacionalizaciones parciales y
selectivas están pensadas para incrementar los ingresos, más que
producirse en el marco de una estrategia de transformación a gran escala
y largo plazo. No han seguido los pasos de Chávez sobre la reforma
agraria y un mayor refuerzo del gasto social en salud, vivienda y
educación superior. Presentan como «reforma de las tierras» la gestión
de tierras lejanas, públicas y de dudosa calidad. Han sido defensores de
los cambios progresivos en lo relacionado con los salarios y
prestaciones sociales para hacerlos acordes con el aumento de los
ingresos derivados de la exportación de bienes y en sintonía con la tasa
de inflación; Bolivia y Ecuador han desalojado a ocupantes de tierras y
defendido a los principales titulares de terrenos del sector agrario.
Los gobiernos menos «reformistas» y con las credenciales «progresistas»
más dudosas son los de Brasil, Uruguay y Perú (bajo el gobierno de
Humala), que han adoptado un programa de libre mercado; fomentan
activamente la gran afluencia de inversiones extranjeras no reguladas,
rebajan la categoría de millones de hectáreas de bosques tropicales (en
especial, Brasil), promueven el sector agrario empresarial y se oponen a
la reforma agraria en todas sus modalidades y han recurrido a la
dispersión de campesinos y personas sin tierra a las ciudades grandes y
pequeñas, donde ejercen de reserva de mano de obra para el capital o se
suman al sector informal mal remunerado. Estos gobiernos progresistas
«moderados» han firmado acuerdos militares con Estados Unidos y adoptan
un perfil bajo de oposición a las medidas imperiales estadounidenses en
Oriente Próximo. Su «progresismo» se ve en el apoyo que prestan a la
integración regional, en su oposición a la hegemonía estadounidense en
el continente (oponiéndose al golpe de estado de Estados Unidos en
Honduras, al bloqueo de Cuba y a las injerencias en Venezuela) y en la
diversificación de los mercados exteriores. Brasil encabeza la marcha en
la asistencia a los especuladores de Wall Street y en el gasto público
contra la pobreza con unas cestas de alimentos básicas. La reducción de
la pobreza queda igualada por el espectacular aumento del número de
millonarios vinculados a los sectores financiero y de la exportación de
productos agro-minerales. Los progresistas «moderados» tienen el
historial más imponente (y bien documentado) de degradación
medioambiental en curso. En Perú, Humala ha dado luz verde a una
explotación minera que amenaza al medio de vida de millares de
campesinos y empresarios locales de Cajamarca; los presidentes Lula da
Silva y Dilma Rouseff, del Partido de los Trabajadores, han fomentado en
una década la destrucción de millones de hectáreas de bosque tropical
amazónico y el desplazamiento de montones de comunidades indígenas. En
Uruguay, los presidentes Tabaré Vazquez y Mújica, del Frente Amplio,
favorecieron que la fábrica de celulosa Botina, muy tóxica, contaminara
el río Paraná a pesar de las protestas masivas.
En resumen, es difícil generalizar acerca de la actuación del bando
progresista, dadas las divergencias de política social y económica. Pero
se puede esbozar una especie de «tarjeta resumen».
Todos los gobiernos han reducido los niveles de pobreza e
incrementado la dependencia con respecto a las exportaciones e
inversiones del sector agro-mineral. Todas han firmado y/o renegociado
contratos con multinacionales del sector extractivo; muy pocos han
diversificado su economía. Los que cuentan con un tejido industrial
relevante (Argentina, Brasil y Perú) han sufrido un declive importante
en su sector manufacturero debido a la apreciación de las monedas y la
pérdida de competitividad derivada de la subida de los precios de los
bienes de exportación. Los acuerdos de aumento progresivo de salarios
han desembocado en un menor nivel de conflicto social en las ciudades
(con la excepción de Bolivia), pero el desplazamiento de campesinos y la
degradación han intensificado conflictos en el interior entre las
comunidades rurales y las multinacionales, lo que ha dado lugar a
represión del Estado (Perú).
El impacto social de los gobiernos progresistas tiene un abanico de
variaciones muy amplio, donde Venezuela registra los cambios
estructurales de mayor alcance y el resto carece de visión o proyección a
largo plazo para redistribuir la riqueza, las rentas o la tierra. Su
apoyo común a la integración regional va aparejado de divergencias
importantes en el acomodo a la política militar estadounidense.
Venezuela, Ecuador y Bolivia, miembros del ALBA, rechazan los tratados
militares, mientras que Brasil, Uruguay y Perú han firmado acuerdos
militares con el Pentágono.
El rendimiento económico general es desigual. La economía de Brasil,
en especial su sector manufacturero, se está estancando en un
crecimiento cero o negativo en los años 2011 y 2012; Venezuela se está
recuperando pero con una tasa de inflación del 20 por ciento, mientras
que el resto del BP está experimentando un crecimiento sostenido pero
una creciente dependencia de la exportación de bienes al mercado
asiático (China).
Las alternativas a las economías extractivas vigentes varían
enormemente. En Venezuela, el gobierno ha convertido la diversificación
en una alta prioridad; los gobiernos brasileño y argentino están
adoptando medidas proteccionistas para fomentar la industria con un
éxito limitado, sobre todo porque sus políticas vienen contrarrestadas
por la expansión real de la extensión de tierras dedicada a la
producción de soja y bienes de exportación. Uruguay, Perú, Ecuador y
Bolivia hablan de diversificación, pero han evitado tomar medidas para
pasarse a la producción de alimentos y la agricultura familiar y todavía
tienen que adoptar medidas concretas para estimular la industria local
mediante una política de industrialización con financiación pública.
James Petras /Traducido por Ricardo García Pérez. / Rebelion.org.
Vìa:
http://www.librered.net/?p=17980
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