Por: Emilio Cafassi
Artículo publicado en Amauta con permiso del autor
Luego de la consternación por la difusión de la sigilosa masacre
llevada a cabo por enfermeros en dos sistemas hospitalarios uruguayos,
público y privado, habrá que esperar una escrupulosa investigación
judicial y administrativa que esclarezca la magnitud y víctimas
concretas de la matanza, además del accionar y móviles de los asesinos,
la existencia de posibles cómplices y encubridores. ¿Fallaron controles?
Sin duda, aunque carezco de conocimientos para señalarlos
específicamente y tal vez hasta las propias autoridades y expertos deban
esperar a que concluyan las pesquisas para poder determinarlo con
precisión y corregir futuros reglamentos, procedimientos e inspecciones.
Sin embargo resulta paradojal que instituciones cuya finalidad última
sea el control pleno de los cuerpos, no se controle a sí misma ante
semejante poder cuasi omnímodo, ni incluya en sus hipótesis de posibles
fallas y omisiones, la posibilidad de la psicopatía, el sadismo y la
corrupción de su personal, aún como hechos aislados y excepcionales.
Lejos de presuponer un sistema en el que primen el respeto, la
vivificación, el cuidado integral, la consideración, la transparencia
informativa y la igualdad, el sistema hospitalario moderno, sin llegar
por ello necesariamente al crimen, está estructuralmente concebido y
organizado para la deshumanización, el autoritarismo, la desigualdad
extrema y la opacidad. No obstante, no se me escapa que, a pesar de su
tecnologización, requiere de una altísima proporción de intervención
directa del profesional humano, ya sea médico o enfermero, donde estas
características podrán verse mitigadas o enfatizadas, según la
personalidad, cosmovisión y estatura ética de sus trabajadores. En
última instancia, el hospital es también una relación social.
El filósofo francés Michel Foucault, contraponiéndose a las ideas
dominantes respecto a la concepción hospitalaria, sostiene que recién en
el siglo XVIII el hospital comienza a ser concebido para curar. Hasta
entonces, era una institución asistencial pero a la vez de segregación y
exclusión de los pobres. El pobre, en tanto pobre, necesitaba
asistencia y alimentación, pero como enfermo era un peligroso portador
de enfermedades y posible propagador de ellas, por lo que se requería su
aislamiento. El sujeto hospitalizado no era un enfermo a curar, sino un
pobre moribundo, potencial generador de epidemias. El hospital era una
antesala de la muerte en la que habría de recibir los últimos auxilios, y
obviamente sacramentos, ya que su dirección residía en instituciones
religiosas. Dice textualmente Foucault que “en la historia del cuidado
del enfermo en Occidente hubo en realidad dos clases distintas que no se
superponían, que a veces se encontraban, pero que diferían
fundamentalmente, a saber: la médica y la hospitalaria. El hospital,
como institución importante e incluso esencial para la vida urbana de
Occidente desde la Edad Media, no constituye una institución médica y,
en esa época, la medicina es una profesión no hospitalaria”. El primer
cambio consiste en la aparición del médico de hospital. Cuando pasa a
ser un instrumento de cura, el médico asume la responsabilidad principal
de la organización hospitalaria. El filósofo afirma que “el médico al
que recurrían las comunidades religiosas para las visitas a los
hospitales era generalmente el peor de la profesión” (…) “esta inversión
del orden jerárquico en el hospital con la ocupación del poder por el
médico se refleja en el ritual de la visita: el desfile casi religioso,
encabezado por el médico, de toda la jerarquía del hospital: ayudantes,
alumnos, enfermeras, etc., ante la cama de cada enfermo”. Agregaré que
en su interior se verifica una división técnica del trabajo en la que
luego de la visita, es normalmente el enfermero, una capa subalterna de
calificación profesional dentro del sistema, el encargado de ejecutar
las instrucciones y realizar la mayor parte de la manipulación de los
cuerpos sufrientes.
La reorganización del hospital comenzó con los marítimos y militares y
éstos con las transformaciones en la organización espacial militar que
Foucault atribuye a la emergencia del fusil. En cualquier caso, esto no
surgió de una técnica médica sino, fundamentalmente, de la principal
tecnología política de la modernidad desde el siglo XVIII hasta nuestros
días: la disciplina, entendida como un conjunto de técnicas con las que
los sistemas de poder proceden a la singularización de los individuos, a
través del examen. La medicina se va constituyendo en individualizante,
aunque también por el mismo sistema del espacio hospitalario
disciplinado se puede observar a un gran número de individuos, obtener
registros diariamente, y cuando se confrontan entre hospitales y en las
diversas regiones, comprobar fenómenos patológicos comunes a toda la
población. Es el individuo el que será observado, vigilado, conocido y
curado. El individuo surge como objeto del saber y de la práctica
médica. Se trata de un sistema de vigilancia permanente, clasificadora,
que permite distribuir a los individuos, juzgarlos, medirlos y
localizarlos. A través del examen, la individualidad se convierte en un
elemento para el ejercicio del poder mediante registros continuos de
todo detalle que modifican inclusive el propio saber médico. La
institución hospitalaria, además de ser un lugar de cura, es también un
lugar privilegiado de formación médica. Gracias a la tecnología
hospitalaria, el individuo y la población se presentan simultáneamente
como objetos del saber y de la intervención de la medicina.
El pasaje del hospital desde el lugar de encierro y “aguantadero” de
pobres enfermos y/o desahuciados hacia la institución terapéutica debe
ser celebrado como una conquista moderna. También la tecnologización que
permitió y permite efectivizar con mayor eficacia, crecientemente, sus
objetivos curativos, con indudables consecuencias sociales en muy
diversos indicadores desde el incremento de la expectativa de vida hasta
las mejoras cualitativas de ella. No creo que cumpla funciones
(exclusivamente) negativas, ni menos aún que pueda superarse a través de
la curandería o de las llamadas “prácticas alternativas”. Pero sí me
propongo señalar que está expuesto a todos los riesgos en los que la
desigualdad adquiere características extremas. Cada una de las formas de
desigualdad presentes en las sociedades capitalistas tendrá diferentes
consecuencias objetivas y subjetivas: la económica, de poder, de saber,
física, etc. En el hospital se sintetizan varias de ellas.
En el nivel más general de su arquitectura organizativa, se
caracteriza por ser un lugar de encierro en el que el llamado “paciente”
es sometido además a procesos de intervención corporal sobre los que
carece de conocimiento y posibilidad de elección. Su función obviamente
es terapéutica y el posible éxito se verifica en la cura. Pero es
presentada como inevitable, incuestionable, como la única posible. La
concepción de esta estructura institucional es compartida tanto por el
sistema médico como por el Estado. Su nivel de transparencia depende de
tres factores intrínsecos a su concepción, que obviamente son
perfectibles: la individualización con su consecuente registro, en el
plano interno, el posterior control estatal en el externo y el
seguimiento o acompañamiento de familiares y seres queridos. Si esta
triple emergencia no existiera, las diferencias con las formas más
abyectas del control humano y la tortura, como el Holocausto o el
Terrorismo de Estado, serían difíciles de establecer en su carácter
estructural.
El enfermo hospitalario está potencialmente sometido a la
humillación, la minusvaloración, la ignorancia y el control de su cuerpo
y hasta de su propia vida. Se encuentra en una suerte de suspensión de
su autogobierno, potencia subjetiva y vitalidad. Salvo que el sistema
evite consciente e institucionalizadamente estas aberraciones, cosa para
la que no creo que se proponga disponer sus mejores esfuerzos y
recursos. Los enfermeros asesinos, al lograr eludir la triple condición
de transparencia, emularon por un instante las condiciones de los campos
de exterminio: disponer de la muerte y gozar de impunidad ante ello,
aunque sin necesidad de esconder los cadáveres, sino fingiendo una
muerte natural. Esto fue posible porque el sistema hospitalario tiene
una estrecha pero cierta vía para ello, precisamente llamada “vía” en su
propia jerga. En ocasiones por ella ingresaban sustancias en dosis
mortíferas (dormicum, lidocaína, morfina) que habrá que investigar qué
complicidades permitía obtenerlas, pero en otras, directamente aire.
Quienes practicamos buceo conocemos el efecto mortal que las burbujas en
sangre producen, razón por la cual se realizan paradas de descompresión
antes de retornar a la superficie. Con la “vía” a disposición de
cualquiera y sin poder detectar el ingreso de gases por ella, aún
posmortem, toda la seguridad de un paciente pende de un hilo delgado y
siniestro en forma de aguja y cañito.
Es de esperar que la investigación de esta lóbrega acción de los
enfermeros no conduzca a una vía muerta, ni a más “vías” libres para la
muerte. Por el contrario, que sea la izquierda uruguaya la que comience a
cuestionar el modelo médico hegemónico y a transformar radicalmente su
sistema hospitalario, comenzando por el respeto y la jerarquización del
que padece, que es su principal destinatario.
Emilio Cafassi es profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano
Vìa:
http://revista-amauta.org/2012/04/uruguay-de-enfermeros-sistemas-hospitalarios-y-otros-posibles-asesinos/
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