De vuelta a esa guerra sangrienta. No
hablo de la de Siria –donde vamos a mantener las manos fuera– o la de
Libia (donde las tenemos dentro, pero sin tocar el suelo). Tampoco la de
Irak, que es una guerra de 60 bajas al día (muy semejante a la cuota
mortal en Siria, aunque no podemos hacer esa comparación). No: por
supuesto, hablo de la de Afganistán, la que libramos en 1842, y en
1878-80, y en 1919, y de 2001 a 2014 (o 2015 o 2016, ¿quién sabe?). Esta
vez no les fallaremos, les dijimos –o les dijo lord Blair de Kut al
Amara– en 2001. Oh, claro que no.
Aprendimos la lección en Irak, donde nuestra creencia en una victoria
sin sangre –sin sangre para nosotros, con mucha sangre para ellos– se
desbarató sin remedio: también nosotros morimos. Por eso los
estadunidenses se fueron a casa. Se suponía que Vietnam sería el final
de las bajas occidentales, pero no somos inmunes a la muerte, no más en
Afganistán que en Irak. Así que también de allá nos retiraremos. Tal vez
no dejemos detrás una
democracia perfecta: los estadunidenses admitieron hace años que tal vez no dejaríamos una
democracia jeffersonianadetrás. Uf, vaya que no.
Y debemos olvidar en silencio todas aquellas afirmaciones de que
estábamos en Afganistán para combatir el terror –de que si no lo
combatíamos allá avanzaría hacia Kent o hacia el túnel del Canal de la
Mancha– porque son un montón de pamplinas. Los bombazos del 7/7 tuvieron
más relación con haber estado allá que con no haber estado.
Los franceses tenían una unidad en Afganistán, pero eso no evitó los
indeciblemente crueles asesinatos de la semana pasada en Francia. Debo
decir que Obama empieza a asombrarme. Lleva tanto tiempo cargando sobre
el Khyber que sospecho que ha olvidado sus propias palabras de
prudencia.
Reconozco haber soltado una risilla amarga cuando el presidente
estadunidense anunció hace algunos años que Siria no podía llevar a cabo
elecciones libres y justas mientras estuviera en guerra. Tenía toda la
razón. Pero luego hemos tenido que olvidar que el propio Obama aceptó
los resultados de dos elecciones corruptas en Afganistán en estado de
guerra –las urnas fueron rellenadas según métodos tradicionales– y luego
telefoneó a Kabul para felicitar al presidente Karzai por su victoria
fraudulenta. ¿Acaso nadie en Washington revisa el libreto en estos días?
Tengo que decir que cuando leí el otro día lo que Franklin D.
Roosevelt tuvo que soportar durante las elecciones de 1944 –cuando el
gobernador John Bricker de Ohio, compañero de fórmula de Thomas Dewey,
dijo que el Nuevo Trato de Roosevelt había
adoptado las doctrinas básicas del nazismo y el fascismo–, llegué a la conclusión de que Obama la tuvo muy fácil. Que lo llamaran izquierdista es una minucia comparado con aquello. Pero los estadunidenses quieren que los soldados regresen a casa (es lo que Obama prometió), y a casa regresarán.
Unos 30 mil efectivos afganos entrarán al relevo, aunque el
teniente general Curtis Scaparrotti, segundo oficial en rango en
Afganistán, ha dicho que sólo uno por ciento de los batallones afganos
pueden combatir con independencia. No es exactamente la Guardia de
Granaderos.
Michael Glackin ha escrito con gran elocuencia que la operación en
Afganistán se ha redefinido tantas veces que ha perdido todo
significado. Destaca que Blair nos dijo en un principio que acabar con
el comercio de heroína en aquel país era un elemento clave de la
guerra al terror. Antes de que fuéramos allá, en 2001, la producción de heroína era de 185 toneladas; ahora asciende a la asombrosa cantidad de 5 mil 800 toneladas, según la ONU. Hoy día el narcotráfico representa 15 por ciento del PIB afgano. Gracias a Dios por lord Blair of Kut al Amara.
Y queremos charlar con los talibanes en Qatar –ahora que nos han
tomado la medida se han desinteresado del asunto–, como si les fuéramos a
prometer un trato: ¡maten más soldados nuestros –Glackin de nuevo– y
nos iremos en 2014! Disparen a la fuerza expedicionaria británica y
partiremos hacia Dunquerque.
Desde luego, detesto las comparaciones con la Segunda Guerra Mundial,
como aquella de que Saddam es Hitler, los talibanes son nazis. Pero he
dicho antes que en algún lugar del trayecto perdimos la capacidad de
sufrir bajas; abandonamos –correctamente, a mi ver– la enorme capacidad
de sufrimiento y dolor que se esperaba de quienes toleramos dos guerras
mundiales en el siglo pasado. Comparen nuestras bajas en Afganistán con
los 20 mil británicos muertos en el primer día de la batalla del Somme:
hemos dicho, tratándose de muertos en guerra, ya basta. Lo mismo en
Corea. Y en Vietnam, por supuesto.
Pero si tenemos razón en hacer eso, ¿podemos andar por allí
bombardeando a los libios, amenazando a los iraníes y medio amenazando a
los sirios? Creo que tenemos que sacar al borrico de la ONU más a
menudo, junto con sus pesados fardos de fracaso e inutilidad del pasado.
Y apuesto que al llegar 2014 veremos a esa lastimera bestia subir paso a
paso al Khyber mientras nosotros aplaudimos y nos damos palmadas en la
espalda por nuestro sacrificio.
Y eso me recuerda: ¿qué pasará con los afganos? ¿Las mujeres? ¿Las
escuelas? ¿Los puentes? ¿Y toda la corrupción que ha crecido en torno a
nuestra fracasada misión? Ellos saben que nos vamos.
Los talibanes saben que nos vamos. Estadunideses y británicos saben
que nos vamos. Obama y Cameron hacen como que no, o como que sí nos
iremos, pero sólo sin en verdad creemos que hemos ganado.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Vìa,fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2012/04/01/opinion/024a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2012/04/01/opinion/024a1mun
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