Por: Marcelo Colussi
Artículo publicado en Amauta con permiso de Argenpress y del autor
Fuente: Argenpress
Para mi papá, trabajar era lo más fácil del mundo. Viajaba y se alojaba en el mejor hotel de Miami (…) a la luz de todo el mundo, recibiendo a los más evidentes mafiosos norteamericanos (…) llegaba con dinero, entraba y salía, lo declaraba a su nombre.
Juan Pablo Escobar [hijo del narcotraficante colombiano Pablo Escobar], en “Los pecados de mi padre”
“La
corrupción ha acompañado la historia de la humanidad, pero en nuestros
días ha alcanzado tales extremos que los hechos derivados de su
significado etimológico: descomponer, depravar, dañar, viciar,
pervertir, sobornar y cohechar, no parecen suficientes para describir
este cáncer de la sociedad, convertido en un antivalor generalizado. La
corrupción constituye un fenómeno político, social y económico a nivel
mundial. Es un mal universal que corre las sociedades y las culturas; se
vincula con otras formas de injusticia e inmoralidades, provoca
crímenes y asesinatos, violencia, muerte y toda clase de impunidad;
genera marginalidad, exclusión y miedo en los demás pobres mientras
utiliza ilegítimamente el poder en su provecho. Afecta a la
administración de justicia, a los procesos electorales, al pago de
impuestos, a las relaciones económicas y comerciales nacionales e
internacionales, a la comunicación social. Está por igual en la esfera
pública como en la privada, y en una y otra se necesitan y complementan.
Se liga al narcotráfico, al comercio de armas, al soborno, a la venta
de favores y decisiones, al tráfico de influencias, al enriquecimiento
ilícito”. Todo esto, con características casi apocalípticas, lo
decía la Conferencia Episcopal de Ecuador reunida en Quito en 1988 en su
documento “Corrupción y conciencia cristiana”. Hoy día podríamos suscribir uno a uno estos conceptos como algo absolutamente vigente en cualquier parte del mundo.
Agregaba el documento más adelante: “La corrupción refleja el
deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la
honradez y la justicia. Atenta contra la sociedad, el orden moral, la
estabilidad democrática y el desarrollo de los pueblos”. Más aún:
la lapidaria descripción presentada por los prelados no es patrimonio de
cualquier “pobre y atrasada nación del Sur”, de algún “Estado fallido”,
como una dudosa ciencia política de corte imperial se ha dado en
calificar últimamente a algunos países del Tercer Mundo. Por el
contrario, es la más fiel descripción del capitalismo desarrollado del
Norte. ¿No es esa acaso la nota distintiva del capital financiero que
maneja el planeta?
Hoy día los “negocios sucios” han pasado a ser la fuerza principal
que dinamiza al sistema en su conjunto. La especulación financiera, el
negocio de las armas (principal industria a nivel global, que no es otra
cosa que el negocio de la muerte), el tráfico de drogas ilícitas, el
lavado de capitales “sucios”, el crimen organizado en su conjunto, la
guerra, no son una nota marginal en el capitalismo actual: ¡son su
esencia, su savia vital, su núcleo fundamental!
El capitalismo de fines del siglo XX y comienzos del XXI ha pasado a
ser, lisa y llanamente, una mafia. La corrupción, si nos apegamos a la
caracterización hecha más arriba, no es una enfermedad del sistema, un
cuerpo extraño que lo ataca: es su dinámica cotidiana, lo que constituye
y define su forma actual.
El capitalismo contemporáneo, manejado por mega-capitales de alcance
planetario, se asemeja más a una estructura mafiosa, corrupta y
delincuencial que al espíritu empresarial que lo puso en marcha hace ya
algunos siglos. La “aventura” de invertir y buscar hacer prosperar el
negocio, sabiendo que ello puede suceder pero que no está asegurado de
antemano –el riesgo ocupaba un lugar por cierto– se cambió hoy día por
un esquema donde la ganancia fácil es la norma. Para ello este nuevo
esquema corrupto se asegura su “éxito” con prácticas más de orden
criminal que empresarial. “Estados Unidos requiere libertad de
acción en las zonas comunes globales y acceso estratégico a regiones
importantes del mundo para satisfacer nuestras necesidades de seguridad
nacional”, puede leerse en la Estrategia de Defensa Nacional de
Washington del año 2008. La ganancia se asegura al precio que sea, y si
es por medio de la fuerza bruta, no importa: el fin justifica los
medios. La proclamada “libre competencia” quedó en la historia. El mundo
pasó a ser el campo de acción de bandas delincuenciales… ¡legales!, con
poderes omnímodos y que se dan el lujo de hablar de democracia y
libertad. Igual que un gángster de barrio, el actual capitalismo se
mueve con la más descarada bravuconería e impunidad.
La corrupción, entendida en el modo en que la declaración de Quito lo presenta, es decir como “descomponer, depravar, dañar, viciar, pervertir, sobornar y cohechar”,
es consustancial al clima de negocios que domina el mundo. O mejor
dicho, con que los mega-capitales globales dominan al mundo.
Si a principios del siglo XX el presidente de Estados Unidos Calvin
Coolidge podía decir que el negocio de su país consistía en “hacer
negocios”, hoy eso se ha trocado en “hacer negocios sucios”. El criminal
negocio de la muerte (las armas, las guerras, las drogas ilegales) cada
vez más va entronizándose como el ámbito de mayor crecimiento, que más
ganancias da. A título de ejemplo: en estos últimos 35 años el negocio
de las drogas ilícitas dentro del territorio estadounidense (un gran
negocio de la muerte manejado criminalmente ¡no sólo por capos
latinoamericanos!) creció de un promedio de 17 a 400 toneladas –más de
una tonelada diaria vendida–, es decir: un 2.353%, lo que da como
resultado un 67% de crecimiento anual (índice que ningún otro rubro
comercial siquiera sueña con alcanzar).
Junto a ello, el negocio de las armas, fabricadas por las principales
potencias mundiales encabezadas por Estados Unidos, produce igualmente
ganancias fabulosas, siempre manejadas con criterios criminales,
mafiosos. Por lo pronto, el monumental negocio de las armas (que
ocasiona dos muertes por minuto a escala planetaria) no se parece a
ningún otro. Debido a su relación con la seguridad nacional y la
política exterior de cada país, funciona en un ambiente de alto
secretismo y su control no está regulado por la Organización Mundial del
Comercio sino, muy precariamente, por los diferentes gobiernos. En
general –esto es sin dudas lo más preocupante– los gobiernos no siempre
están dispuestos o son capaces de controlar las ventas de armas de forma
seria y responsable. Por otro lado, lo más frecuente es que las
legislaciones nacionales en la materia, si la hay, sean inadecuadas y
estén plagadas de vacíos legales, en tanto que los mecanismos existentes
no son obligatorios y apenas se aplican. En otros términos: el negocio
de las armas no es transparente, se maneja como asunto mafioso,
gangsteril. Por no ser de conocimiento público no está sujeto casi a
ninguna fiscalización, vendiéndose tanto en el mercado “legal” como en
el negro. Por eso, las diversas iniciativas internacionales de la post
Guerra Fría para fiscalizar este tipo de transacciones han resultado
inútiles. Los intereses económicos, políticos y de seguridad hacen de
este rubro un sector misterioso, intocable en definitiva. Es decir:
corrupto, viciado, impenetrable, peligroso para el ciudadano común.
Y peor aún: los mega-capitales o mega-fondos que manejan estos
monumentales negocios no son transparentes, no están controlados por
nadie. Los mismos hacen y deshacen a su antojo, definiendo guerras o
políticas que afectan a vastos sectores de la humanidad, produciendo
quiebras de economías nacionales cuando lo deciden y aumentando sus
ganancias en forma exponencial sin asumir el más mínimo riesgo. Para
ilustrarlo, Ignacio Ramonet explica sintéticamente en “Nuevo
capitalismo” cómo funcionan estas mafias legales, intocables, absolutas:
“ Para adquirir una empresa que vale 100, el fondo pone
30 de su bolsillo (se trata de un porcentaje promedio) y pide prestados
70 a los bancos, aprovechando tasas de interés muy bajas. Durante tres o
cuatro años reorganiza la empresa con los administradores que tenía,
racionaliza la producción, desarrolla actividades y capta toda o parte
de las ganancias para pagar los intereses… de su propia deuda. Después
de lo cual, revende la empresa a 200, por lo general a otro fondo que
hará lo mismo. Una vez devueltos los 70 pedidos en préstamo, le quedan
130 en el bolsillo, por una puesta inicial de 30, es decir, más del 300%
de tasa de retorno sobre inversiones en cuatro años. ¿Quién da más?”
El capitalismo actual se basa fundamentalmente en el sistema
financiero internacional; esos mega-capitales, que no tienen patria, que
responden sólo a la lógica del dinero fácil y rápido, se mueven en un
espacio de extraterritorialidad ajeno en un todo a leyes nacionales, a
superintendencias bancarias, a regulaciones, a convenios
internacionales. Ese espacio no controlado (igual que el del negocio de
las armas o de las drogas ilegales) –y que, al contrario, controla en
muy buena medida la marcha del mundo– es el de los llamados paraísos
fiscales y la banca offshore.
Hoy por hoy nadie sabe con exactitud cuántas son esas empresas y esos
capitales. Lo cierto es que existen, y su presencia en la dinámica
global es decisiva: sociedades virtuales o reales que no están obligadas
a presentar balances, a establecer su composición accionaria o,
incluso, a tener capital alguno. Las hay en todo el mundo: en islas
perdidas diseminadas a lo largo del planeta, en capitales de países del
Norte, o curiosidades como el Principado de Sealand, que funciona sobre
una antigua plataforma petrolera del Mar del Norte, o el Dominio de
Melchizedek, la primera “nación virtual”, situada sobre un desértico
atolón vecino a las Islas Marshall, en la Micronesia en pleno Océano
Pacífico, que a través de su página www.Melchizedek.com ofrece nacionalidad, pasaporte y facilidades para toda clase de negocios.
Extremando las cosas podría decirse que el capitalismo en sus albores
era “serio”; o, si prefiere, fijó reglas donde el espíritu de empresa,
el riesgo de la aventura comercial era parte de su proyecto, asumiendo
eso con total seriedad. El libre mercado, la competencia
interempresarial fue, sin dudas, su motor original. Era lícito
enriquecerse siguiendo esas reglas. Por supuesto que las mismas
implicaban la esclavitud o eliminación de millones de seres humanos y la
depredación inmisericorde del medio ambiente; pero esas eran las reglas
del juego. En eso consistía su “mayoría de edad” como sistema, su
seriedad, destronando al decadente feudalismo europeo y expandiéndose
por todo el orbe transformando sin retorno toda la sociedad global. Hoy,
vencedor en la Guerra Fría y sin enemigos a la vista –al menos en lo
inmediato– su voracidad no cesa, habiéndose transformado en un monstruo
que no se detiene ante nada, moviéndose como criminal, saltando las
mismas reglas que estableció siglos atrás. El espíritu puritano y el
orgullo del trabajo que lo pusieron en marcha sobre el feudalismo
medieval quedaron totalmente en la historia. Ahora es un gángster
fuertemente armado que busca seguir perpetuándose a punta de pistola (o
de misil nuclear), haciendo cada vez más fortuna, sin trabajar y
dedicándose a negocios turbios. ¿No es eso acaso las más absoluta
corrupción de sus propios principios fundacionales?
Ahora ya no se trata de competir, de seguir las leyes de mercado y
ser respetuoso de esos principios. Ahora la avidez por la ganancia
inmediata es el nuevo norte. Todo se vale. Igual que un criminal, el
dinero fácil es el único objetivo: la guerra, el crimen, la droga, el
dinero sucio, la especulación financiera, el robo descarado…., todo eso
reemplazó al espíritu emprendedor y laborioso de algunos siglos atrás.
Como sistema, el capitalismo jamás fue “serio”. Fue depredador,
criminal, abusivo. Si a eso se le puede llamar “seriedad”, abre
inquietantes interrogantes. Pero no hay ninguna duda que hoy,
envalentonado y ensoberbecido como nunca, su seriedad se transformó en
mueca burlona. No se premia el trabajo tesonero y el ahorro sino la
especulación, la corrupción, “ el deterioro de los valores y virtudes morales, especialmente de la honradez y la justicia” , como dijeran los obispos ecuatorianos citados arriba.
Hoy como ayer, estamos ante los mismos problemas: el sistema
beneficia a muy pocos a costa del perjuicio de las mayorías. La
diferencia es que en la actualidad toda esta delincuencial corrupción se
ha ido disfrazando de legal. En otros términos: estamos en las manos de
unos cuantos gángsteres peligrosos, llenos de poder y dispuestos a
cualquier cosa para seguir manteniendo sus privilegios. Pero nos alienta
saber que la historia no ha terminado, y tal como dijo el español
Xabier Gorostiaga “los que seguimos teniendo esperanzas no somos estúpidos”.
Vìa:
http://revista-amauta.org/2012/03/del-capitalismo-serio-al-capitalismo-corrupto/
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