El miércoles
pasado la Cámara de Diputados aprobó, por mayoría, la Ley Federal de
Justicia para Adolescentes que establece nuevos procedimientos para
procesar a los menores infractores de entre 12 y 18 años; reduce de 18 a
14 años la edad mínima para que un individuo pueda ser imputado por la
comisión de un delito y establece un nuevo régimen de sanciones para los
adolescentes que violen la ley: sustituye el sistema de consejos
tutelares para menores y decreta la prisión preventiva para los casos de
ilícitos federales –homicidio, terrorismo, delitos contra la salud,
violación, secuestro, asalto en carreteras, robo calificado y acopio de
armas, entre otros–, si bien establece otras formas de reclusión, como
la prisión domiciliaria y el internamiento por hora.
Con todo y esas
restricciones, la ley profundiza la situación de precariedad que enfrentan los jóvenes en el país, e implica un grave retroceso en la procuración de las garantías de ese sector de la población.
Es innegable que la delincuencia juvenil constituye un problema de
gran peligrosidad social en el México contemporáneo, y que el Estado
debe contar con instrumentos jurídicos adecuados para hacer frente a ese
flagelo. Pero la referida ley pasa por alto que la existencia de
menores infractores es consecuencia de un orden social caracterizado por
la pobreza, los rezagos sociales, el desempleo y las carencias en
materia de educación, salud, vivienda y cultura para la población en
general, y para los jóvenes en particular. En un entorno semejante, con
la consecuente falta de horizontes de desarrollo personal más allá de la
economía informal, la emigración y la delincuencia, es inevitable que
ese sector de la población sea particularmente propenso a ser reclutado
por las agrupaciones delictivas, y resulta desolador que las mismas
instituciones que han sido incapaces de proveer alternativas de
supervivencia no tengan más respuesta a dicha problemática que la
criminalización, la persecución y el castigo.
Tan improcedente como la pretensión de combatir un fenómeno tan
complejo como el referido con medidas meramente coercitivas es la
estipulación legal de otorgar a los menores infractores un trato
judicial idéntico al de los adultos en los casos de delitos federales:
dicha disposición pasa por alto las diferencias que existen entre unos y
otros en materia de derechos políticos, niveles de responsabilidad y
potencial de rehabilitación, e implica una claudicación por parte del
Estado de su obligación a procurar la reinserción social de los
adolescentes que violan la ley.
En el contexto de una sociedad que considera sospechosos por
principio a los jóvenes, sobre todo a los de escasos recursos, y con el
telón de fondo de la injusta circuntancia que enfrenta ese grupo
poblacional a consecuencia de la política económica vigente, la
aprobación de la referida ley equivale, en la medida en que no vaya
acompañada de mecanismos para prevenir la delincuencia juvenil, a un
encarnizamiento del Estado en contra de ese sector de la población.
Por otra parte, el aval del Legislativo a las normativas citadas ha
de ser contrastado con la actitud indolente y omisa del Ejecutivo
federal, que no ha querido promulgar la Ley de Migración avalada por
ambas cámaras del Congreso durante la primera mitad del año pasado. Como
denunció ayer la propia Cámara de Diputados en un punto de acuerdo, el
injustificable retraso del gobierno federal obstaculiza las acciones, la
aplicación de mecanismos e instrumentos previstos en dicha ley para
brindar protección a los migrantes foráneos, y ello deriva en una
afectación a los derechos de millones de personas que transitan por el
territorio nacional.
Ya sea por acción o por omisión de las autoridades o de las
instancias legislativas, el marco legal vigente en el país profundiza la
circunstancia de precariedad y de indefensión que enfrentan sectores de
la población de suyo vulnerables, como los jóvenes y los migrantes.
Dicha circunstancia constituye un rotundo desmentido a las pretensiones
humanistas que sistemáticamente pregona el titular del Ejecutivo
federal, Felipe Calderón Hinojosa, y pone en perspectiva, en cambio, el
proceso de deshumanización por el que atraviesan la justicia, la ley y
las instituciones del Estado en México.
Vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2012/03/30/edito
http://www.jornada.unam.mx/2012/03/30/edito
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