Difusión Cencos
Palabras de Abel Barrera /
Tlachinollan
Tlachinollan
El rostro cubierto de Silvia Salgado Aranda, que enmarca la portada de
nuestro informe Migrantes somos y en el camino andamos, es una niña Naua
de 15 años, de la comunidad de Ayotzinapa. En ella se esconde toda la
tragedia que padecen centenares de familias Me Phaa, Nauas y Na savi
de la Montaña de Guerrero. Aparece como un personaje desconocido,
cubierta con pañuelos rojos y azules, lista para la fatiga del día.
Está sola, en medio de la inmensidad de los campos agrícolas donde dejó
de ser niña para transformarse en una recolectora de jitomate. Su nueva
vestimenta nada tiene que ver con algún juego o una ronda infantil. Es
la ropa de trabajo para cubrirse del sol y protegerse de los
agroquímicos.
Desde que nació viajó con sus padres en los autobuses destartalados que
contratan los empresarios agrícolas, para trasladar a los jornaleros y
jornaleras desde la Montaña. Es un trayecto de más de 50 horas hasta
Culiacán, Sinaloa, y en cada autobús viajan más de 80 pasajeros entre
adultos y niños. Agustina, la madre de Silvia, aprendió a criar a sus
6 hijos realizando al mismo tiempo el corte del jitomate e
ingeniándoselas para darles pecho. Cuando se dormían terceaba su reboso
para cargar al niño sobre su espalda.
Silvia aprendió a caminar en medio de estos surcos. Cuando se cansaba
le adaptaban como cuna, una caja de jitomate que colocaban en medio del
surco. La cubrían con una playera sudorosa para protegerla del sol.
Conforme avanzaban en el corte de jitomate, recorrían la caja cuna de
la niña. Para Silvia y los centenares de niños y niñas que crecen en
los campos, su infancia se reduce a un inmenso surco. Las plantas
cargadas de jitomate vienen a suplir a las sonajas giratorias que
cuelgan sobre las cunas de muchos niños de la ciudad. Cualquier envase
de plástico que usan para llenarla de agua del canal, hace las veces de
biberón o de un frutsi sin sabor ni color. El paso del tractor es el
único vehículo de carga que distrae a los niños y rompe la monotonía de
un trabajo extenuante.
Silvia, cuando tenía doce años era una niña experta en llenar cubetas
de jitomate, ella le enseñó a su hermanito David de ocho años a saber
recolectar y llenar su cubeta para que también puediera ganar 100 pesos,
a esa edad. La mejor manera de jugar y de entretenerse era ver quién
llenaba más cubetas de jitomate.
Por las noches orgullosamente platicaban con sus papás la aventura de
haber cumplido con la tarea. Y en verdad era una tarea, que es el
nombre que le dan los mayordomos al surco que recorre cada trabajador
recolectando el jitomate, donde sacan más de 100 cubetas. El niño David
a su corta edad, logró realizar varias veces esta hazaña, para
contribuir en los gastos de la comida.
Un niño o niña por cada tarea que realiza recibe un pago de $100.00.
Por eso para la familia Salgado Aranda su alegría era grande porque con
el sudor de todos y todas podían juntar diariamente ochocientos pesos.
Sin embargo, cada sábado en la tienda de raya la cuenta crecía y su
dinero no alcanzaba para pagar las deudas.
Esta ilusión de juntar más dinero con el trabajo de todos los hijos,
se derrumbó cuando David, al cargar la cubeta de jitomates sobre sus
hombros tropezó con las cuerdas que sostienen las plantas, perdió el
equilibrio y cayó justo por donde pasaba el tractor con la batanga, que
al instante lo mató.
Silvia rescató a David para que no fuera arrastrado más por el tractor,
lo abrazó y su hermano Silvestre, con su playera le cubrió el cráneo
destrozado. Su mamá gritaba desesperada porque no encontraba la forma de
auxiliar a su hijo. En ese tiempo cargaba sobre su espalda a su
hermanita Chanti. Se deshizo de su niña y la dejó en una de las cajas de
plástico de jitomate, para ir en busca del mayordomo y pedir auxilio.
A pesar de tener el corazón marchito y de sentir rabia e impotencia,
porque ninguna autoridad se interesó en investigar y castigar a los
responsables, Silvia y su familia no han encontrado otra alternativa,
que regresar a los campos asesinos de los empresarios agrícolas, porque
no hay otra forma de sobrevivir en la Montaña.
Silvia, sigue con el rostro cubierto, presa de la tristeza, porque
nunca imaginó que el empresario iba a declarar que su hermano había
sido atropellado en la carretera y que había muerto fuera del campo.
Esta cobardía e irresponsabilidad del empresario y de las autoridades
federales y estatales les dejó claro que nadie en este país vela por
sus derechos. Que la muerte de David a nadie le duele, que cualquiera de
ellos puede morir en el campo y nada va a pasar, porque no existen como
personas con derechos, porque no hay leyes que los protejan, ni
autoridades que salgan en su defensa.
Silvia, en cada cubeta que alza siente que el corazón le duele por el
recuerdo de su hermano David. Se cubre del sol quemante que desde
pequeña le doró su piel, por este destino trágico, de ser una niña
jornalera agrícola a quién este gobierno le han negado por tratarse de
una pequeña que nació en la Montaña, creció en los campos agrícolas y
desde los ocho años aprendió a cargar jitomate para ganarse la tortilla.
A estos niños y niñas, el país no los ve, el gobierno no los atiende,
no existen en sus estadísticas e informes. Son invisibles, hablan otras,
lenguas, tienen otra vestimenta, tienen otro color de piel y no viven
en la ciudad.
En la contra portada del informe vemos el rostro tierno de Silvia, en
el que aparece una tímida sonrisa. Ella en medio de su dolor, ha
confiado en el Consejo de Jornaleros agrícolas de la Montaña, que
trabaja con las familias jornaleras en la región y las apoya para
organizarse y defender sus derechos. Tenemos la dicha de que nos haya
abierto su casa y su corazón para contarnos estas historias, que
forman parte de las grandes tragedias de nuestro país.
Ella nunca tuvo el privilegio de poder estar bajo la sombra sentada en
el pupitre de una escuela. Creció con el sol a plomo siempre erguida o
en cuclillas, seleccionando y cortando los jitomates. En el surco
aprendió los números y pronto pudo sumar y multiplicar. Supo cuántas
cubetas llenaba al día de jitomates y logró saber cuánto tenían que
pagarle por los seis días de la semana que había trabajado. Con estos
conocimientos se enfrenta a todos los grupos de comerciantes que llegan
a los campos a ofrecerles productos de pésima calidad. Aprenden para
defenderse de lo más elemental.
Para las autoridades de los tres niveles de gobierno los jornaleros y
jornaleras agrícolas no existen oficialmente. No hay presupuesto público
destinado a atender sus principales demandas. El único programa que
existía a nivel federal lo desaparecieron para fusionarlo con la
Dirección de Grupos Vulnerables. El gran drama de los jornaleros y
jornaleras es que los sindicatos, las empresas agrícolas y las
dependencias encargadas de proteger los derechos de las y los
trabajadores se coluden a la usanza de los señores feudales para tener
en pleno siglo XXI peones acasillados en condiciones de semiesclavitud,
con el fin perverso de obtener ganancias estratosféricas en negocio de
la horticultura, con el sudor y la sangre de los jornaleros y jornaleras
agrícolas.
A nivel nacional ha sido imposible romper esta cadena que deshumaniza y
denigra la dignidad de las y los trabajadores del campo. El capital
trasnacional sigue haciendo cuentas alegres con los gobiernos
empresariales porque mantiene en el olvido estas regiones inhóspitas
donde nace, crece y se reproduce el jornalero y la jornalera agrícola. A
nadie le sorprende y mucho menos le duele que mueran en el surco niños y
niñas que se desempeñan como trabajadoras agrícolas, nadie los ve, sus
voces no se escuchan ni se entienden, sus rostros no aparecen en ningún
lugar público, mucho menos en los medios de comunicación.
A pesar de que existen en nuestro país alrededor de 3.5 millones de
jornaleros y jornaleras, conocidos también como migrantes internos las
instancias de gobierno no se han preocupado por implementar políticas
públicas que se aboquen a una atención especial e integral que ayude a
revertir la grave situación de explotación, discriminación y exclusión
social. A pesar de que los relatores de la ONU y representantes de la
Comisión Interamericana de Derechos Humanos han señalado las graves
violaciones que padecen millones de trabajadores y trabajadoras del
campo en México no existen leyes que protejan sus derechos como
migrantes internos.
Desde la Montaña y con las voces de Silvia, de los niños y niñas
jornaleras y de todas las familias que sufren este flagelo queremos
decir con este informe, que pare esta infamia contra los pobres del
campo. No más muertes de niños y niñas jornaleros, no más trabajos
esclavisantes en los campos agrícolas. No más abusos, maltratos y
engaños contra hombres y mujeres que orgullosamente son portadores de
otra cultura. No más extorciones, indolencia, corrupción y complicidad
de las autoridades de los tres niveles de gobierno.
Basta de criminalizar la pobreza y el modo de vivir de las familias que
trabajan en el campo. Basta de tanto olvido, de tanta demagogia, de
tanto racismo y de tanta rapiña. Los jornaleros y jornaleras agrícolas
de la Montaña, a pesar de tener el rostro cubierto como Silvia, por
tanta sufrimiento y exploración, siguen de pie con su dignidad de acero,
para que a ejemplo de Silvia puedan dar su palabra, para desnudar al
poder, exigir justicia y respeto a sus derechos como trabajadores
agrícolas .
No olvidemos que migrantes somos y en el camino andamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario