En estos tiempos iniciales, anteriores a
las mismas precampañas, las polvaredas difusivas se levantan al simple
conjuro de una frase, a veces hasta sin sentido, de algunos de los
postulantes presidenciales. Con malsana intención, y muchos intereses
mezclados de por medio, los noticieros radiotelevisivos se plagan de
discursos del señor Calderón. Su presencia se hace tan molesta como
insustanciales son sus mensajes. Pretende arraigar su imagen de
mandatario eficaz y visionario en el horizonte colectivo, objetivo que
ni siquiera roza si atendemos a las encuestas publicadas. Para ello
blande, frente a los intereses del duopolio, un enorme garrote de
autorizaciones pendientes. Invierte, además, cuantiosas sumas de los
dineros públicos para situarse como punto referencial de la actualidad
política. Meandros que le permiten, al menos, nulificar toda crítica a
sus posturas y regaños cotidianos.
El intento del señor Calderón se hace tan evidente como minado
aparece el terreno que pretende desbrozarle a su protegido panista.
Quiere, mediante artilugios, acuerdos y otras presiones, facilitar la
continuidad grupal tan ansiada como espinosa y lejana. El Partido Verde,
por su parte, contribuye con sus propios polvos. Repone su anterior
estrategia de propaganda colocando en las pantallas temas de su
predilección, precisamente aquellos que las encuestas le aconsejan
abanderar para elevar el precio de sus poquiteras ambiciones. Es por eso
también que medios con pretensiones de vastas audiencias dedican sus
ocho columnas a un panista que quiere ser incluido en un debate
improbable. O el despliegue de presencia que logra el jefe de Gobierno
del Distrito Federal con su reto a un priísta elusivo que, de tonto,
acepta debatir.
En tonos y contenidos similares, aparecen las recomendaciones de un
cardenal que reparte diatribas contra políticos, líderes demagogos y
engañadores de diversa ralea según su confusa clasificación. Ataviado
con medievales símbolos de poder que rozan el ridículo (báculos,
casullas doradas, anillos deslumbrantes o tiaras de reminiscencias
egipcias) y sin morderse la lengua, ni siquiera escucha el eco de sus
propias mentiras sobre paraísos al alcance de una confesión. Pero eso
sí, muestra, según sus domingueras apariciones, la energía de un
predicador iluminado para condenar, con fuego eterno, a engatusadores de
inocentes.
Atención merece, en cambio, el descobijo que Armando Bartra hace de un E. Krauze racista y derechoso (Proceso
1826), empeñado en dar consejos a la izquierda y difundir su cruzada
contra los redentores (¿mesías?) tropicales de México y el
subcontinente. Una cantaleta ya muy raspada.
La atención de la crítica mediática se concentra así, y por ahora, en
las luchas internas por las candidaturas a la Presidencia. Poco o nada
dedica a la sustancia de los problemas nacionales cada vez más
empolvados o celosamente resguardados por sus beneficiarios. La
exploración desde la intelectualidad de derecha sobre las protestas a
escala mundial contra la desigualdad y falta de oportunidades se evapora
a medida que las calles y plazas se llenan de indignados y crecen los
argumentos delatando el fracaso del modelo globalizante, financierista y
especulador. El silencio con que los medios, sobre todo la televisión y
sus adláteres orgánicos de la opinocracia, han tratado la insurrección
de la juventud chilena muestra a las claras las manipulaciones de un
grupo subordinado a los mandatos de las plutocracias reinantes. Más allá
de este conflicto educativo de origen está el quebranto del aura
triunfal del modelo chileno. Las ramificaciones del movimiento, que ya
dura meses, se esparcen sobre el entorno de los trabajadores, el racismo
y las penurias de las clases medias y la insondable desigualdad
imperante. De eso nada o muy poco se explora. En cambio, los
enfrentamientos callejeros son destacados con frecuente saña para
inducir la parte irracional de las protestas.
Así, los esfuerzos del priísmo reaccionario, junto con los de
su homólogo continuista del panismo, intentan ocultar sus propios
demonios y culpas. Es por ello que, sin quererlo, descubren con gran
crudeza los fracasos de sus posturas y maneras de gobernar. Tanto a unos
como a otros les urge mantener la polvareda para no despejar el
ambiente y propiciar la indispensable reflexión de la sustancia. Se
sabe, con precisión inocultable, que en el mero fondo de la problemática
actual se encuentra encallada la justicia distributiva. Justicia que se
muestra, también, en la falta de horizontes y oportunidades asequibles
para las mayorías, especialmente para la juventud. Ésa es la sustancia
que se trata de difuminar, de evadir. Sin embargo, los paradigmas están
ahora bajo asedio. La creación de riqueza, por ejemplo, está mudando su
centro gravitacional. La atención se fija en un nuevo núcleo
definitorio: el factor humano.
Nosotros somos la riqueza, claman los desterrados del mercado, y su voz se empieza a oír en todos los continentes.
Para situarse en esta corriente reivindicadora los mexicanos deberán
hacer un esfuerzo mayúsculo. Se requiere, a la vez, un cambio radical de
régimen y modelo. Transformaciones que, con motivo de las venideras
elecciones, se deberán poner en marcha e iniciar la ruta esperada por
muchos. Los indignados nacionales son millones, aunque algunos insisten
en no verlos ni oírlos. Ciertamente están desmovilizados por la
consciente y hasta maligna coacción del aparato de comunicación
nacional. Un aparato de la plutocracia, para dar continuidad a los
intereses de la plutocracia y someter a todos los demás actores públicos
a sus dictados a costa del bienestar de los demás. El descrédito
monumental de la democracia en México (Latín Barómetro) es real. Aquí se
tiene un modelo que llegó a límites inhumanos y debe procederse a su
liquidación racional antes de que la violencia se encarame sobre todos o
se haga insoportable la convivencia....
Fuente, vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/02/opinion/019a1pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/11/02/opinion/019a1pol
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