Un nuevo dios
recorre el mundo, el mercado. Son muchos quienes temen su presencia.
Nada más pronunciar su nombre se ponen a temblar, les entra el miedo,
pierden la compostura y no saben dónde meterse. Entre sus cualidades
destaca la omnipresencia. Su sombra cubre el planeta. Quienes lo
provocan sufren la ira del supremo. Posee un hambre insaciable, nunca
está satisfecho y exige tributos a diario. Las ofrendas tributadas
provienen del sector público. Traga compañías de electricidad,
hospitales, redes telefónicas, de navegación, viviendas sociales,
universidades, etcétera. Nunca le hace asco a la privatización. Se
pierde por la desregulación. Le encanta ver a los suyos portar viandas
llenas de contratos basura, trabajo precario y despido libre. Se pirra
por la esclavitud infantil, los inmigrantes sin papeles, la trata de
blancas, el desahucio por impago o el lavado de dinero. Se atiborra de
corrupción, fraude fiscal y subidas de IVA. A banqueros, empresarios y
trasnacionales les ofrece, a cambio de profesar su doctrina, un trato de
favor. Los exonera de impuestos, pagos a la seguridad social y les
otorga el plácet para ejercer la usura. Asimismo, les bendice cuando
realizan cualquier transacción donde se cobran comisiones abusivas a
costa del sufrimiento de las mayorías sociales empobrecidas.
Invocarlo en vano es una insensatez. Mejor plegarse a sus designios,
de lo contrario desata su furia y castiga a los paganos con
incertidumbre, miseria, hambre y muerte. Sus seguidores constituyen una
secta. Fanáticos que practican rituales de sangre cuyo chivo expiatorio,
el Estado del bienestar, degüellan, ofreciendo su cabeza al capital
financiero y las trasnacionales. En su nombre se convocan reuniones
internacionales, aquelarres en las cuales prima el despilfarro,
acompañado de buenas viandas. Son cónclaves cuyos apóstoles se dan a la
tarea de redactar homilías y sermones a los infieles. En ellos fijan
objetivos e identifican a los enemigos, declarándoles una guerra a
muerte. Tras la hecatombe, derrotado el hereje, se le ofrece una paz
consistente en la reconstrucción. Es el momento para hacer negocios,
repartir comisiones, ahondar en la corrupción y poner gobiernos
conversos. Así, el dios mercado se siente satisfecho y pletórico. En
caso de resistencia, sus cruzados invaden el territorio permitiendo
aumentar los beneficios del complejo industrial-militar, uno de sus más
leales seguidores.
Para venerar al nuevo profeta se erigen catedrales. Entre las más
conocidas, citamos la sede del Fondo Monetario Internacional, el Banco
Mundial y la Organización Mundial del Comercio. Asimismo, un lugar
rancio se transforma en templo de peregrinación diaria, las bolsas de
valores. De allí emanan los oráculos para el conjunto de los mortales.
Con un lenguaje críptico nos declaman los idus del día. No hay país,
grande o pequeño, rico o pobre, que no se precie de tener, al menos, uno
de estos templos. Allí, también ventilan sus pecados y bendicen su
suerte. Igualmente posee, como toda religión totalitaria, un tribunal
inquisidor, un centro para el control de la fe y la doctrina. En este
caso son las agencias de calificación de riesgos. Con casi un centenar
de ellas esparcidas por el mundo, destacan tres: Standar&Poor’s,
Moody’s Investor Service y Fitch Ratings. Al más mínimo desliz se
abalanzan sobre el infractor, al cual torturan hasta que se retracte,
utilizando todos los métodos a su alcance. La ortodoxia debe ser
garantizada a cualquier precio.
Al nuevo dios no hay nada que se le resista, pertenezca al
reino vegetal, animal o mineral. Bosques, selvas tropicales, océanos,
ríos, plantas, animales, oro, plata, coltán, petróleo, forman parte de
los bienes tributados por sus acólitos. El mercado tiene cara de pocos
amigos, siempre está dispuesto a provocar el caos. Aunque todo hay que
decirlo, hubo un tiempo donde su poder era escaso y sus adoradores unos
pocos cientos. Sin embargo, lentamente, sus discípulos fueron tejiendo
redes y ganando adeptos hasta convertirlo en dios de dioses. En esta
labor de proselitismo se le atribuyeron milagros como bajar la
inflación, racionalizar los recursos, gestionar mejor y haber vencido al
maligno en forma de comunismo. Con su espada justiciera luchó contra
todo aquel que defendiera políticas de igualdad, pleno empleo,
redistribución de la renta o patrocinara la inversión pública. Los
herejes y resistentes han sido perseguidos. Considerados escoria deben
ser destruidos. Sólo les queda un camino, entonar el mea culpa.
Y para expiar los pecados tendrán que hacer penitencias. La primera y
más destaca consiste en divulgar el evangelio escrito por sus apóstoles:
Hayek, Von Mises, Smith, Mandeville, Rawls o Friedman.
La economía de mercado se ha impuesto por la fuerza. Sin poder
demostrar ninguno de sus milagros, se refugia en la violencia y ejerce
la censura. La mejor manera para garantizar su hegemonía es recurrir al
miedo y sembrar la desesperanza. Cada vez que es combatida se aferra a
su profecía: “sin mercado no hay vida, intentar controlarlo nos aboca al
fracaso como especie. O lo cuidamos y facilitamos su expansión o
vendrán tiempos de estanflación, recesión e ingobernabilidad. No habrán
centros comerciales, televisores de plasma en 3D, celulares,
ordenadores, pensiones, ni crecimiento. Banqueros y empresarios se verán
avocados a despedir a millones de gentes y por último se restringirá el
uso de tarjetas de crédito. Volveremos a la edad de piedra. Para evitar
que la profecía se cumpla y su maldición caiga sobre nuestras almas,
debemos mantenernos firmes. La solución propuesta es sencilla, hay que
apostatar de la democracia, incluso la representativa, la justicia
social, la igualdad, la dignidad, la ética, y la cooperación social para
el bien común. ¡¡Por favor soltemos amarras y demos la bienvenida al
nuevo mesías!!
En la economía de mercado, sus voceros anuncian la salvación de la
humanidad si dejamos actuar su mano invisible mediante la ley de la
oferta y demanda. Defensores acérrimos del lucro, la usura, practicantes
del individualismo, la moral egoísta, la competitividad y el
despilfarro, no tienen escrúpulos en mentir. Tras años de predicar las
buenaventuras del dios mercado, ninguna de sus promesas se han cumplido.
Más inflación, desempleo, pérdida de derechos sociales y políticos, por
tanto involución en los derechos humanos. La crisis actual lo
atestigua. Aún así, le rezan, ponen velas y brindan las últimas ofrendas
para saciar su hambre de privatización, esperando de esa manera colmar
su voraz apetito y apacigüe su ira sacándonos de la crisis.
Bienaventurados los incrédulos, de ellos será el reino del mercado.
Amén.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/07/30/opinion/024a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2011/07/30/opinion/024a1mun
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