Alán García
terminaba su gestión en estado de gracia. Por fin había podido concluir e
inaugurar el tren elevado que empezó en su primer mandato y que había
quedado abandonado por más de 15 años. Y para rematar su quinquenio la
selección peruana ganó un honroso tercer lugar en la Copa América y él,
lleno de gloria, pudo entregar a la nación un remozado Estadio Nacional,
pleno de luces, palcos y alta tecnología.
Tal estado de gloria no podía quedar manchado por una rechifla en el
Congreso el día en que debía entregar la banda presidencial a Ollanta
Humala, nuevo presidente del Perú. Su afilado colmillo político le
insinuaba, una y otra vez, que no podía repetirse la pifia de 1999
cuando le impuso la banda presidencial a Alberto Fujimori.
Nadie duda que si la ganadora hubiera sido Keiko Fujimori, él habría
ido al Congreso a entregarle la banda presidencial. La pandilla
fujimorista le aseguraba impunidad. Y el gobierno de Humala ha declarado
una lucha frontal contra la corrupción. Habrá que esperar.
Alán García se va, pero piensa regresar. Su enorme ego se ahorró una
posible silbatina, pero cargará a cuestas un gesto de mal gusto y peor
talante democrático. También lleva a cuestas los cadáveres de los presos
políticos asesinados en las cárceles senderistas durante su primer
mandato y las decenas de muertos de indígenas amazónicos a los que
masacró en nombre del neoliberalismo depredador, en su segunda
administración.
Pero el principal legado de Alán García ha sido un crecimiento
económico sin precedente. Y la bonanza económica lo borra todo, perdona
cualquier cosa. Los altísimos niveles de violencia e inseguridad
cotidiana del Perú de hace unos años han quedado atrás. Al parecer, se
confirma la tesis de que con trabajo, oportunidades y crecimiento
económico, baja sensiblemente la violencia y la delincuencia.
A diferencia de García Pérez, el novel presidente Ollanta Humala
marcó su raya con el fujimorismo. Y lo hizo de manera astuta y polémica,
al jurar como presidente y nombrar a la Constitución de 1979. No a la
de 1993 que se promulgó durante el gobierno de Fujimori. La jugada le
valió la repulsa de la oposición fujimorista, que se rasgó las
vestiduras y vociferó a lo largo de todo el discurso.
Acorde con sus planteamientos nacionalistas Humala aumentó el salario
mínimo, siguiendo el camino de Lula, y prometió un subsidio a los
mayores de 65 años. También definió su política con respecto al precio
del gas doméstico, que paradójicamente es más caro que en Chile, un país
que compra en el extranjero el energético. Todo el discurso fueron
promesas.
Pero estas promesas se basan en una premisa: en 2 mil millones de
dólares anuales que piensa recabar con el impuesto a la sobreganancia de
las empresas mineras. Los precios del oro, la plata, el cobre y otros
metales están por las nubes y las mineras pagan sus impuestos, pero no
reparten nada de lo que ganan con los aumentos en los precios de los
metales. La medida que ya se aplica en varios países está tomada y las
grandes empresas trasnacionales, entre ellas Minera México, que es
propietaria de la Southern Corporation, tendrán que pagar más impuestos.
La realidad económica difícilmente puede cambiar.
Especialmente cuando el ministro de Economía y el director del Banco
Central de Reserva, que provienen de las filas del gobierno anterior,
resultan ser un ancla segura para seguir con el mismo modelo. De hecho
Humala recoge en su gabinete profesionales con experiencia de los
gobiernos anteriores de Paniagua, Toledo y García. Incluso el presidente
del Consejo de Ministros, Sebastián Lerner, fue viceministro en tiempos
de Morales Bermúdez. Obviamente brillan por su ausencia los
funcionarios fujimoristas.
El enfrentamiento directo de Humala con los fujimoristas va a ser una
piedra en el zapato durante toda su gestión. La confrontación directa
no le conviene, pero ya lanzó el primer golpe y encontró respuesta. Como
quiera, las perspectivas de indulto para Alberto Fujimori están cada
vez más lejos ya que acaba de recibir otra condena de siete años por la
entrega de 15 millones de dólares a su asesor Vladimiro Montesinos, como
compensación por los servicios que le prestó durante su gestión. Sólo
la muerte del líder podría calmar las aguas y bajarle los humores a sus
seguidores.
El país siempre había remado a contracorriente. Cuando pululaban las
dictaduras en los años 70, en Perú había un general reformista, el Chino
Velasco Alvarado, que lideró un gobierno radical de izquierda, que
nacionalizó el petróleo, las minas y la industria pesquera. Realizó una
reforma agraria avanzada, una reforma educativa vanguardista y un
proyecto de propiedad social. La izquierda peruana, que no veía a su
alrededor, calificó al gobierno de dictadura.
Luego, cuando todas las guerrillas latinoamericanas se enmarcaban
dentro del marxismo leninismo y muchas de ellas eran derrotadas, en Perú
surgió con fuerza Sendero Luminoso, de influencia maoísta y prácticas
terroristas. Fueron 15 años de terror y absurdo, que costaron 70 mil
vidas.
Y cuando finalmente se instauraban las democracias en todo el
continente y los militares regresaban a los cuarteles, a la presidencia
del Perú llegó Fujimori, un seudo dictador que se religió tres veces,
que cambió la Constitución a su antojo y fue apoyado por la mano
siniestra de Montesinos, la complicidad de los militares y el regocijo
de la burguesía. Pero fue Sendero y su derrota la que dejó como herencia
del país un fujimorismo triunfante y todavía vigente.
Tantas desgracias merecen un granito de esperanza. Por lo pronto el
país y la afición se rencuentran con lo que fuera el toque futbolero de
Cubillas, la férrea defensa de Chumpitaz, la velocidad de Muñante y la
gracia del Patrulla Barbadillo.
Y por fin el Perú se encuentra con la historia, la de una
Latinoamérica teñida de una izquierda moderada, salvo bolivariana
excepción. El ex coronel Humala se reencuentra con el pasado del Chino Velasco y rescata un proyecto de inclusión social. Pero también se enfrenta al pasado del Chino Fujimori, todavía influyente y conspirador.
Fuente, vìa :
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