El tráfico de
seres humanos constituye hoy una de las conductas más deleznables que
difícilmente pueden ser consideradas por cualquier sociedad. En México,
esta vergonzosa y lacerante forma de actividad de explotación fue
condenada y abolida como concepto por Miguel Hidalgo y Costilla, el
Padre de la Patria, y esto es una de las primeras cosas enseñadas en las
escuelas de todo el país. Sin embargo, las noticias que escuchamos casi
todos los días confirman desde hace un año que ello constituye una
práctica regular y masiva en perjuicio de ciudadanos de países
centroamericanos, sobre los cuales en la escuela se nos enseña también
que los debemos considerar hermanos, todo ello a partir de aquella
noticia que sacudió al país y al mundo entero sobre el descubrimiento de
una fosa en el estado de Tamaulipas con los cuerpos acribillados, unas
horas antes, de 78 personas.
Lo más ominoso del caso es que los individuos involucrados en estos
hechos criminales, son miembros del Instituto Nacional de Migración,
cuya función supuestamente es vigilar la entrada de migrantes de los
países vecinos, asegurando el respeto a sus derechos humanos, por lo
cual reciben un salario pagado por el Estado mexicano. Lejos de cumplir
con su deber, su ocupación real consiste en cazar esos migrantes, para
luego transportarlos y venderlos como mercancía a los grupos delictivos,
los cuales deciden su futuro, bien sea la muerte o su incorporación a
las mismas fuerzas delictivas. Aunque terrible, la conducta de estos
criminales es consistente con todas sus demás acciones. La de los
agentes de migración es en cambio sorprendente y requiere una
identificación de las causas que la reproducen; ellas incluyen desde
luego dos: la permisividad en la selección de personal y la idea
generalizada, en amplios sectores del gobierno, y muy especialmente en
los relacionados con la seguridad, que se conoce como impunidad.En esta semana, el presidente Felipe Calderón se refirió al tema de la impunidad, como un problema grave y generalizado de México, al cual hay que combatir y erradicar. En ello seguramente muchos estamos de acuerdo; sin embargo, es importante señalar que este problema es en el gobierno donde está enquistado, tanto o más que en los grupos delictivos. Entre los trabajadores, los comerciantes, los mismos empleados de gobierno, las amas de casa, los estudiantes, los profesionistas y demás sectores de la población, nuestra conducta incluye el respeto a las leyes, y cuando infringimos alguna, sabemos que estamos en riesgo de ser castigados, y que incluso el castigo puede ser mayor del que nos imaginamos. Muchos delincuentes saben que este es su caso, pero estando conscientes de este riesgo, lo toman, porque saben que no hay marcha atrás y que los delitos anteriores ya no les permiten regresar a una vida normal, por lo que no tienen otros caminos que entregarse a la justicia o seguir delinquiendo.
Para los funcionarios de gobierno, y muy especialmente los de las fuerzas de seguridad, su conocimiento de las redes de complicidad interna, que tienen su origen en los puestos más altos, desde donde se extienden hacia abajo, los integra a algo que podemos llamar
la cultura de la impunidad. Los ejemplos son observados todos los días, estudiados por ellos, comentados entre compañeros y alentando la posibilidad de réplica, generando las enormes e inadmisibles redes de corrupción que han llevado al país a su situación actual, constituyendo parte central de la tragedia y la violencia en la que estamos sumergidos.
No se requiere ser especialista en el tema para observar que la impunidad es el factor principal que alimenta la corrupción, y que ésta siempre se inicia en los niveles más altos de las estructuras administrativas, porque es en ellas donde existen los mayores recursos para eludir las responsabilidades, sobre todo en el caso de nuestro país, donde no existe caso alguno de funcionarios removidos de sus cargos y sometidos a la justicia por conductas indebidas. Algunos lectores podrían diferir de esta afirmación, señalando, por ejemplo, los casos de Jorge Díaz Serrano o de Raúl Salinas de Gortari, pero resulta que esos individuos, no obstante que efectivamente eran delincuentes, no fue por ello que fueron castigados por la justicia, sino por vendettas en los círculos de poder.
Adonde realmente quiero llegar es al hecho de que en nuestro país la impunidad comienza en la cúspide del poder, en la misma Presidencia de la República, y en las gubernaturas de los estados, de allí se radia a los siguientes niveles de gobierno; pensemos por ejemplo en la imagen actual del señor Vicente Fox, que sin reservas ha comentado sus fechorías, que vive como príncipe en su castillo, que dio poderes absurdos a su mujer para que ésta y sus hijos cometieran todo tipo de actos delictivos, incluyendo desde luego el tráfico de influencias, y que se sabe intocable por la justicia. Del caso de Salinas, ni para qué hablar, y pronto será el caso del mismo Felipe Calderón, que lejos de sentirse responsable de sus actos debe estar planeando cómo va a disfrutar de su retiro, sin ningún remordimiento de conciencia por los delitos que ha permitido entre sus colaboradores cercanos y por sus propias acciones al margen de la ley, los que en otros países lo llevaría a un tribunal, a responder por sus actos de usurpación, de uso inconstitucional de las fuerzas armadas, de la entrega de la soberanía nacional, con tal de lograr el reconocimiento del gobierno estadunidense, y de alguna manera, por el baño del sangre en el que ha sumido al país. Mientras los mexicanos sigamos permitiendo que la impunidad sea el principal recurso que puede ejercer el Presidente de la República, difícilmente las cosas van a mejorar.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/08/27/opinion/026a1pol
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