Europa vive
tiempos convulsos. La integración, resultado de una acción común en los
órdenes económicos, políticos y sociales, tanto como culturales, se
tambalea a pesar de haber aprobado, en diciembre de 2009, el Tratado de
Lisboa, sucedáneo de lo que fuera, en principio, una ambiciosa idea de
Constitución supranacional. El rechazo en referéndum, por parte de la
ciudadanía francesa y holandesa en 2005, mostró las primeras fisuras.
Tres años más tarde, en 2008, Irlanda también dijo No en otro
referéndum. De esta manera las fisuras se transformaron en grietas,
haciendo insostenible el edificio. Así se ideó un plan B. No más
referendos y de paso que Irlanda repitiera el suyo. Los ciudadanos
habían votado mal, y debían rectificar. En octubre de 2009, con una
participación inferior a 55 por ciento, se revertía el No. Europa
respiraba tranquila. Sin embargo, el proyecto naufragaba. Mejor abortar
el proyecto de Constitución y dar vida a una alternativa menos
ambiciosa. Así, nace el Tratado de Lisboa y se salvan los muebles. Fue
un acuerdo de mínimos.
Con este handicap, los ideólogos del tratado buscaron
soslayar las distancias que separaban a los países más desarrollados,
Alemania, Francia y Gran Bretaña –y en menor medida Italia, Holanda,
Dinamarca, Austria, Bélgica– de Grecia, Portugal, España o Irlanda. Lo
importante era legitimar las instituciones de la Unión y darle un nuevo
contexto. El tratado se mostraba como el instrumento perfecto para
cobijar las, antes, disgregadas organizaciones centrales de las cuales
emanaban las políticas comunitarias. Ahora, el Parlamento Europeo, el
Consejo de Europa, el Tribunal de Justicia y de Cuentas, tanto como la
Comisión Europea, podían contar con un dique. Sin embargo, pocos dudaban
de la orientación del proyecto. Su redacción y aprobación dejaba al
descubierto los valedores de la operación. En primer lugar, los partidos
políticos con una tradición integracionista forjada desde los años 50
del siglo pasado. Socialdemócratas, liberales, conservadores y
democristianos, a los cuales hubo que sumarle los restos de algunos
partidos comunistas y un sector de la llamada izquierda verde. Sus
dirigentes se han mostrado a favor del tratado y lo han impulsado sin
cortapisas. En segundo término, empresarios, banqueros y el capital
financiero. Por consiguiente, los cárteles de las
trasnacionales. Y en tercer lugar, un sector de la sociedad civil
integrado por los sempiternos intelectuales institucionales
comprometidos con la economía de mercado y la política de seguridad
diseñada por la OTAN. Por consiguiente, una propuesta lanzada al unísono
por los defensores a ultranza de la desregulación, las privatizaciones y
el desmantelamiento del sector público. Como tal, un proyecto montado
desde arriba para satisfacer los intereses económicos de los hoy
llamados mercados.
La ciudadanía no estuvo presente ni fue consultada en la elaboración;
de allí su rechazo. En el mejor de los casos, se mostró indiferente.
Aquí cabe una digresión. Entre los partidarios del No activo a la
Constitución y al Tratado de Lisboa, encontramos la llamada izquierda
europea. Su No se funda en la exclusión de las grandes mayorías y
apuesta por otra integración, la de los pueblos, con énfasis en una
cultura común y una identidad compartida en la experiencia histórica y
geopolítica. Por otro lado, tenemos un No articulado en una nueva
derecha xenófoba y racista, cuyo discurso tiene anclaje en argumentos
chovinistas y no es partidaria de ningún tipo de integración. Por otro
lado los partidarios del Sí al tratado no han sabido, por lo dicho
anteriormente, despertar motivación en la ciudadanía cuando se convocan
elecciones al Parlamento Europeo. Pocas veces se ha logrado, y es
significativo, pasar el umbral del 50 por ciento de electores que acuden
a las urnas. En algunos casos no llegan ni a 40 por ciento. La apatía y
el desinterés son las actitudes que pueden explicar la baja
participación en las elecciones.
Hoy la crisis capitalista destapa la demagogia europeísta de
la integración total. Las políticas de rescate y lo planes de ajuste en
Grecia, Portugal o Irlanda dejan a las claras que hay países de primera,
segunda, tercera y hasta de cuarta clase. En este contexto, para salvar
del colapso al euro y dar un respiro a su banco central, la fatigada
Unión, sus elites económicas y políticas, han decidido recortar los
derechos sociales, políticos, y por ende humanos, a los ciudadanos
comunitarios. Tras la reunión de Bruselas, los mercados están
exultantes. Sus propuestas han sido aceptadas, consumándose el golpe de
fuerza de los mercados. Nuevamente han ganado la batalla al poder
político. Hoy los centros económicos y financieros ensanchan su coto de
caza. En una puesta en escena casi dramática, el acuerdo alcanzado
configura un mapa de la Europa comunitaria secuestrada por los
especuladores y banqueros. Las cinco decisiones tomadas van esta
dirección. 1) Para rebajar las condiciones de los créditos a los países
rescatados al 3.5 por ciento y aumentar el plazo de pago de 7 a 15 años
no pueden retroceder en las reformas; al contrario, debe acelerarse su
proceso. 2) Si se constata tal voluntad, se articula un supuesto Plan
Marshall donde los países de la Unión podrán invertir y beneficiarse de
dichas políticas de ajuste en Grecia y los demás países rescatados en su
caso. 3) La llamada inversión privada, es decir, su compromiso de
aportar una parte al rescate, se deja en la opción de renovar, recuperar
o canjear los actuales bonos por deuda. 4) Curiosamente se conceden más
apoyos a la banca privada para que active la inversión y los créditos. Y
5) se permite comprar los actuales bonos en el mercado secundario a los
países donde sus valores se han visto sometido a los vaivenes de
especuladores. En conclusión, nada nuevo bajo el sol. Las medidas
adoptadas no tratan de mejorar la condición de vida de la ciudadanía
griega. El quid de la cuestión era otra, dar garantías al
capital financiero y especulativo, tanto como a sus socios menores el
capital industrial, para seguir explotando a diestra y siniestra a la
clase trabajadora y de paso acabar de una vez con el sector público,
privatizando sus últimos bienes. En pocas palabras, nada nuevo bajo el
sol.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/07/23/opinion/018a2pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/07/23/opinion/018a2pol
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