I
Uruguay
no es tierra de poetas, por más que la obra de Julio Herrera y Reissig
haya consolidado las virtudes sensuales del modernismo poético,
durante la primera década del siglo pasado, y la de Enrique Fierro y
aun la de ese poeta que se reparte entre la crítica y la obra propia
(ambas ambiguas, ambiciosas), Eduardo Milán, sugieran lo contrario. Es,
en todo caso, asiento de las bien (o mal) llamadas poetisas,
esa voz que, de tan propia, resulta abominable: en los tiempos que
corren no conozco a una sola escritora que guste del epíteto. Pero el
nombre es lo de menos frente a la peculiaridad y la soltura, la
luminosidad y la cadencia de los poemas de Juana de Ibarbourou, Delmira
Agustini, Marosa di Giorgio, la Vitale y la Vilariño. Cada una de por
sí y en conjunto constituyen una escala imprescindible en la historia
poética de nuestra lengua, obra que está por hacerse en una edición
asequible y que rebase el cómodo comedimiento de la antología para de
veras encarnar en un repaso crítico de la poesía en Hispanoamérica. Pero una curiosidad quizá más singular (y olvidada) es que ese país, crecido como una desintoxicación del virreinato del Río de la Plata; ese país que en su propio nombre asume la referencia geográfica directa a la incesante nación vecina, pues dio en llamarse República Oriental del Uruguay; ese país, digo, vio nacer, en el siglo XIX, a tres poetas de lengua francesa que, de manera puntual e indudable, constituyeron un modelo y una referencia para la poesía posterior. Las líneas que siguen pretenden destacar, de manera sucinta, tal curiosidad literaria, esta inescrutable estrategia del azar.
II
Apenas anterior a Rimbaud,
pero su estricto contemporáneo en espíritu, admirado y convertido en
autor de culto por el surrealismo, nacido –gracias a una mera
contingencia diplomática– en Montevideo, Isidore Lucien Ducasse, mejor
conocido por su seudónimo de Conde de Lautréamont (1846-1870), es autor
de obra parca, dada su vida breve. De hecho, se reduce a un puñado de
poemas al que los editores nunca prestaron atención y a un libro, Los cantos de Maldoror
(o de la mala aurora, nefasto amanecer, alba atroz), obra muy estimada
entre los poetas surrealistas, quienes medio siglo más tarde
reverenciarían la suprema originalidad, la naturaleza demoníaca y el
faustiano escupitajo que a Lautréamont le merecen Dios y su impecable
impericia. Crueldad, espanto, blasfemia, sadismo, violenta putrefacción
del espíritu son el clima laboral en el que trabajan los versos del
libro, que no sólo fue rescatado del olvido por Jarry, Breton y algunos
artistas plásticos vinculados al movimiento vanguardista de mayor
impacto en el siglo XX, sino que, en nuestra lengua, ocupó ya la atención de Rubén Darío desde Los raros y aun la de Gómez de la Serna, quien emprendió un esbozo biográfico en forma de prólogo para los Cantos…, en una de sus primeras traducciones al español.No fue la locura sino la tuberculosis la que ocasionó la temprana muerte de Jules Laforgue (1860-1887). “Como necio parásito de un planeta oscuro”, escribe en algún poema, trató de vivir a-pesar-de-todo: de la perniciosa timidez (“ese mal que hay que aprender a sobrellevar”, apunta Borges), la pobreza, la muerte final precedida de la enfermedad orgánica del siglo XX (la espiritual fue el spleen). Igual que Lautréamont, apenas vivió en el país sudamericano, visto que el negocio de la familia materna en Uruguay, el calzado, apenas era mejor que las clases de literatura que su padre podría dar en Francia. A diferencia del conde, Laforgue escribió alguna novela y tres libros de poemas cuyo simbolismo decadentista favoreció el elogio de la crítica y de poetas posteriores que asumieron plenamente la lección de Los lamentos (libro definitivo, si los hay), como Eliot y Apollinaire. No era un provocador escribiendo versos, al estilo de Lautréamont, sino el autor de una poesía provocadora menos por sus temas que por su experimentación sintáctica, su puesta a prueba del verso libre. No creía tanto, como su predecesor, en la reacción que generaría su obra sino en la salvación que se podía alcanzar a través de la poesía, razón por la que la enfermedad hereditaria que lo llevó a la tumba, según testimonio de quienes lo vieron morir, fue para Laforgue motivo de resignación.
El caso del otro Jules, Supervielle, es distinto, por más que su lugar de nacimiento (Montevideo) y muerte (París) y la lengua de su obra (el francés), coincidan con los de los otros dos poetas. En primer lugar, fue más longevo (1884-1960) y escribió en el siglo XX. En segundo, no es autor de los que siembran, para recurrir a esa fácil analogía, sino de los que cosechan: menos desafiante que la de Laforgue o la de Lautréamont, la poesía de Supervielle se alejó de los experimentos vanguardistas para adscribirse a una práctica más madura y precisa de la imagen poética. Es un autor más en su sitio, tal vez porque presumía de estar en todos lados: tanto el mundo como el no mundo eran sus lugares predilectos. Pero escribía siempre con los pies en la tierra. La Fábula del mundo y Los amigos desconocidos, sus libros esenciales, tienen el aire del discurso sabio que es al mismo tiempo pausado e irónico, lleno de ocurrencias felices y sencillas, de un reconocimiento paradójico, si bien elemental, de los misterios vitales: “Cuando nadie lo mira/ el mar no es el mar,/ se torna lo que somos/ cuando nadie nos ve.” El poema se asoma a un asunto, como observa Claude Roy, “que reaparece sin cesar en el poeta, el de las cosas en nuestra ausencia”. Ajeno a cualquier acceso de exotismo o artera heterodoxia, Supervielle prefirió siempre las formas poéticas tradicionales y asumió con sigilo la consideración de ser “el más francés de los poetas de lengua española”.
III
Se trata de tres autores
que coinciden de manera menos real (en las indagaciones a que sometieron
su lenguaje, en la visión del mundo que proyectan los poemas) que
aparente (el indescifrable designio que los llevó a nacer en otra lengua,
por así decirlo). Sin embargo, con su obra determinaron la de los
poetas que los siguieron, lo que constituye el verdadero legado de
cualquier propuesta poética: integrarse a la tradición. De alguna
forma, asimismo, constituyen un triángulo de poetas cuyo centro
geométrico es la ciudad de Montevideo y del cual los vértices se han
disparado sin dejar de reconocerse en cierta convergencia, pues si la
obra de Lautréamont es siempre un desafío moral y la de Laforgue una
provocación de la forma, Supervielle es el gran supervisor de los
excesos de los otros dos. Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/07/24/sem-hector.html
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