Recientemente el académico Medófilo Medina, ha dirigido una carta
abierta al comandante Alfonso Cano, líder máximo de las FARC-EP[1], con
la esperanza de abrir un debate sobre las cuestiones relativas al
conflicto social y armado que afecta a Colombia. Esta misiva es, a la
vez, una invitación a reflexionar al conjunto de la sociedad, o a
quienes quieran hacerlo.
Saludamos como un acierto la idea de este intercambio epistolar, más
aún cuando el intercambio iniciado por Colombianos y Colombianas por la
Paz, rápidamente, como el profesor Medina lo reconoce, terminó centrado
exclusivamente en la cuestión del acuerdo humanitario, que aún siendo
muy importante, no es central en el conflicto. Agregaríamos, también,
que la agenda de este intercambio epistolar estuvo plenamente acorde a
las particulares prioridades del gobierno de turno, ignorándose
cuestiones políticas centrales que no hacían parte de esa agenda, tales
como la reforma agraria, por citar tan sólo un ejemplo.
Saludamos, por tanto, esta iniciativa. Sin embargo, tenemos serias
reservas con muchos de los contenidos planteados que, en nuestra
opinión, reproducen una serie de juicios delicados, erróneos y algunos
aún peligrosos. Por ello, hemos considerado pertinente intervenir en el
debate con nuestras propias reflexiones, no con el ánimo de agotar el
tema, sino de presentar elementos desde otra perspectiva que alimenten
el casi inexistente debate político sobre estos asuntos.
Las diferencias en la evaluación del contexto político
Creemos que es imposible abordar las diferencias puntuales que
tenemos con la carta del profesor Medina, sino entablamos, primero, una
discusión sobre algunos de los presupuestos políticos que la permean,
principalmente en lo que respecta a su apreciación del actual escenario
político nacional e internacional.
El panorama nacional: La primera de las diferencias
es el implícito, aunque evidente, entusiasmo del profesor Medina con el
gobierno de Juan Manuel Santos. La carta está salpicada de guiños a la
política del actual gobierno, como si significara una superación de la
política impulsada por su predecesor Álvaro Uribe.
Particularmente esperanzadora es, en opinión de Medina, la Ley de Víctimas,
la cual debe ser buena, a su parecer, ya que ha estimulado una violenta
ofensiva contra quienes pidan restitución de sus predios. Sin embargo,
creemos que un análisis más detallado sobre la misma, el cual es
obligatorio para hablar de la paz, pues el conflicto tiene como uno de
sus puntos angulares la cuestión de la tierra, nos haría más cautelosos
sobre el alcance y el carácter de la misma.
Primero que nada, porque la ley en cuestión desvía el problema de
fondo que sigue siendo la reforma agraria, particularmente en momentos
en que la concentración de la tierra ha alcanzado niveles escandalosos,
en que 3.000 propietarios controlan el 53% de la tierra cultivable. Acá
estamos ante la mera restitución de alrededor de 2 millones de hectáreas
de un total de 6,5 millones que el paramilitarismo robó en su campaña
contra el campesinado pobre durante las últimas dos décadas; y de ellas,
es importante entender que, por razones prácticas, ni una décima parte
sería devuelta a sus verdaderos propietarios. En parte, porque la
violencia paramilitar lo evitará (la cual le recordamos, no son actores
externos al Estado colombiano, sino que son parte estructural de sus
aparatos represivos); esto es lo que estamos viendo con el asesinato de
líderes desplazados. En parte, porque la misma ley da prioridad a la
agroindustria, estipulando que si los terrenos han sido ocupados de
“buena fe”, categoría asaz elástica, en proyectos productivos, el dueño
por derecho se verá forzado a negociar un acuerdo con quien ocupe el
predio de hecho. Y por último, porque esta ley de restitución de tierras
se promulga cuando el país aún está en guerra y vastos territorios son
controlados por caciques paramilitares, y con toda seguridad, la mayoría
de las víctimas no ofrecerán su cuello al verdugo, por más penurias que
soporten hacinados como están en los cascos urbanos. Los más
afortunados, tendrán la posibilidad de cobrar una indemnización, pagada
por los contribuyentes y no por quienes se beneficiaron de la guerra
sucia, a cambio de sus tierras… ¿y quién se quedará con sus tierras?
La tan mentada restitución, no sería más que una cuestión puramente
demagógica. Tenemos la certeza de que esta ley, anunciada con bombos y
platillos, como una de las primeras medidas legales para allanar el
camino a la paz, terminará siendo una ley para legalizar y normalizar el
despojo y para fortalecer al gran capital transnacional, al cual están
aliados los capitalistas y terratenientes locales, que ahora nuevamente
necesitan de la tierra para producir agrocombustibles o cultivos de
exportación, como palma aceitera, y para construir megaproyectos o
asegurarse la explotación de recursos minerales. Aún si, por ventura, se
devolviera el total de predios al total de víctimas, volveríamos a la
situación agraria de 1991, que como el profesor Medina ha de recordar,
estaba lejos de ser una situación paradisíaca.
Casi al terminar su carta, menciona las “señales aún débiles pero ciertas de paz que se originan en el gobierno”.
Nos gustaría que aclarara cuáles son esas señales… ¿la movilización de
miles de tropas al Tolima tras la caza de Cano? ¿El bombardeo con
toneladas de bombas sobre la cabeza del Mono Jojoy? ¿El llamado “Plan
Burbuja” del ejército, que busca la eliminación de los mandos medios con
fin de descentralizar y “bandolerizar” a la insurgencia? Las únicas
señales de paz lanzadas por Santos se han limitado a afirmar, por una
parte, que las llaves de la negociación no han sido arrojados al mar, a
la vez que pide condiciones imposibles como prerrequisito (cese de las
acciones de guerra, en momentos en que las fuerzas represivas del Estado
colombiano profundizan la guerra) y a la vez que afirma que cualquier
negociación debe ser solamente en términos de desmovilización de la
insurgencia, lo cual a la luz de los problemas estructurales que se
encuentran en la raíz del conflicto, no solamente hacen este panorama
poco probable, sino que además, es contrario al interés nacional; por
otra, también Santos ha reconocido la existencia del conflicto armado.
Aparte que esto es como descubrir que el agua moja, tampoco ha sido
hecho con miras a la solución política del conflicto. El propio
presidente, ante las quejas del ex mandatario Uribe, se apresuró a decir
que esto no equivalía a un reconocimiento político de “la guerrilla”. Y
más aún, sostuvo que la motivación real de esta afirmación era evitar
ser juzgado por crímenes contra la población civil, debido a las
acciones militares del Estado colombiano. Si no se reconoce la
existencia de la insurgencia como una fuerza rebelde que participa en un
conflicto interno, todos esos bombardeos y actos de guerra perpetrados
por el Estado, serían vistos, según el derecho internacional, como
acciones bélicas contra la población civil.
Por último, permítasenos mencionar que más fuerte que las palabras
cuidadosamente elegidas de Santos, hablan sus actos. El panorama de sus
primeros 300 días de gobierno, según un informe de OIDHACO, es
francamente desolador: 24 sindicalistas, 34 defensores de derechos
humanos y 15 líderes de campesinos desplazados reclamantes de tierra han
sido asesinados (la cifra de sindicalistas asesinados en 2011 ya es de
20); mientras tanto, el paramilitarismo se expande por todo el
territorio y según la ONU las masacres aumentaron en un 40%. En lo que
va del año, tan sólo en Medellín se han registrado 407 desapariciones.
Si a esto sumamos que el año 2010 terminó con 280.000 nuevos
desplazados, el panorama no puede ser más sombrío y nos cuesta trabajo
saber con precisión cuál puede ser la fuente de ese súbito discurso
esperanzador ante el nuevo gobierno de parte de un cierto sector de la
izquierda.
El gobierno de Santos no solamente ha decidido, en lo fundamental,
proseguir con las políticas de su predecesor Álvaro Uribe, política en
todo caso convergente con los intereses presentes en el Plan Colombia,
sino que la ha profundizado. El conflicto arrecia en el campo, mientras
el gobierno presiona el desarrollo de sus iniciativas
minero-extractivistas, plasmadas en las mal llamadas locomotoras del
Plan Nacional de Desarrollo, que otorgan concesiones a empresas
transnacionales que redundarán con toda seguridad en más desplazamiento y
violencia contra las comunidades, mientras profundiza la impunidad con
la Ley 1424 que beneficiará al paramilitarismo “desmovilizado”
librándole de cárcel, y criminaliza la legítima protesta de la sociedad
con su Ley de seguridad pública, según la cual una persona puede ser
condenada a entre 4 y 8 años de prisión si obstaculiza las vías de
transporte de tal forma que “afecte al orden público”.
El panorama internacional: Por otra parte, en la
carta se describe un panorama regional en términos excesivamente
optimistas, rayanos en lo fantasioso. Si bien es cierto que
Latinoamérica ha transcurrido poco más de una década de movilizaciones
sociales que han destruido en gran medida el consenso neoliberal de
buena parte de los ’90, esto no quiere decir que se haya avanzado
demasiado en cambios estructurales o que las transformaciones sean
profundas. Se ha avanzado, es cierto, en cuotas de mayor soberanía,
particularmente en lo que respecta a temas como los recursos naturales,
lo cual no es poco, pero tampoco debe ser visto bajo la luz de un cambio
de mayores alcances de los que en realidad tiene. También es cierto que
se ha avanzado en ciertas medidas muy humildes de mejor redistribución
del ingreso, lo que ha redundado en mejores servicios sociales, pero
tampoco hay mucho más que eso. Eso es cierto para los regímenes
nacional-desarrollistas (Venezuela, Bolivia, Ecuador). Para los
regímenes de la llamada centro-izquierda (Uruguay, Argentina, Brasil),
esto casi es imperceptible, porque en general se mantienen políticas
económicas objetivamente derechistas y favorables al capitalismo y al
imperialismo.
Pero en general, el modelo económico de la región, en lo fundamental,
sigue inalterado, así como la estructura de clases marcada por las
profundas desigualdades sociales, lo cual es tan cierto en el caso de
los nacional-desarrollistas como en el de los centro-izquierdistas.
Tampoco es exacto decir que en todos estos países se ensayan “caminos de participación nueva de la gente”.
En el caso de Venezuela, Bolivia, y Ecuador, se han intentado algunas
fórmulas de participación limitadas, fundamentalmente a través de las
Asambleas Constituyentes. En Brasil tenemos las experiencias
participativas acotadas a Porto Alegre y no hay mucho más. En Argentina y
Uruguay no hay casi nada en realidad. Pero lo que sí se mantiene
intacta, es una cultura caudillista y clientelista, que no se ha
alterado y que tiene más en común con la vieja política que con las
fórmulas ensayadas por las masas efervecientes que gritaban “que se
vayan todos” en Argentina a fines de 2001.
Tampoco considera el análisis del profesor Medina que la realidad
latinoamericana no se reduce a los cambios políticos experimentados en
América del Sur: ahí están los golpes de Haití y de Honduras que
demuestra que el gorilismo está vivo y puede ponerse en práctica sin
mayores consecuencias a largo plazo. Ahí está el recrudecimiento de la
presencia militar de Estados Unidos mediante la reactivación de la
Cuarta Flota, las nuevas bases militares en el Caribe, Panamá, presencia
militar en Haití y Costa Rica, creciente penetración de sus aparatos de
inteligencia en México, el intervencionismo vía la “guerra contra las
drogas” y la Iniciativa Mérida, sin contar la presencia en Colombia que
el profesor Medina menciona en su epístola. Todos estos factores deben
ser tomados en cuenta a la hora de hacer un balance de la región, el
cual en nuestra opinión demuestra que lo que define el nuevo ciclo
político latinoamericano es el intento, exitoso hasta ahora, de los
Estados Unidos por recomponer su hegemonía erosionada en la última
década.
Pero volviendo al tema de las izquierdas del continente, si hay un
factor común a la “izquierda” latinoamericana en el poder, es el proceso
de derechización que experimentó desde fines de los ’80 y que no se
detuvo con el ascenso de las luchas de masas en el último decenio, los
cuales, cuando mucho sirvieron para sentar bases de apoyo electoral sin
alterar significativamente políticas que son más bien moderadas y poco
radicales. El horizonte emancipatorio está ausente de una “izquierda”
cuya imaginación parece agotada. Es en esta luz que deba entenderse como
un exguerrillero como Pepe Mujica en Uruguay, o Dilma Rouseff en
Brasil, puedan llegar a la presidencia y ser aceptables para el
establecimiento, pese a las controversias, y para los Estados Unidos. En
estos casos no interesa tanto lo que esos personajes fueron en el
pasado, sino lo que son en el presente y a quién representan (al
capitalismo local en cada país) y a quien le sirven en el escenario
internacional (de manera directa o indirecta a la dominación
imperialista).
Diferencias a la hora de definir una ruta hacia la paz
La Sudamérica del postconflicto y extrapolaciones inexactas a Colombia:
Es efectivo lo que plantea el profesor Medina de que todos los países
mencionados pasaron por experiencias insurgentes que encontraron
término. De ahí, se desprende el argumento de que si la insurgencia
colombiana depusiera las armas, tal vez cabría la posibilidad de que, a
mediano o aún corto plazo, la izquierda pudiese convertirse en una
alternativa de gobierno en Colombia. Tal apreciación, en nuestra
opinión, ignora las condiciones reales de la lucha en Colombia. Primero,
porque aún cuando todos estos países han tenido experiencias
guerrilleras, éstas han sido cualitativamente diferentes al caso
colombiano: han sido experiencias foquistas, y no han surgido como la
insurgencia colombiana de autodefensas campesinas. Los conflictos
armados en esos países fueron relativamente marginales, no afectaron de
la misma manera la estructura social del país ni los conflictos tuvieron
raíces tan profundas como en Colombia. Las consecuencias de esto son
casi obvias, porque un verdadero proceso de paz en Colombia requiere de
cambios sociales de tipo estructural, mucho más profundos que en los
otros países.
Colombia no es, y no será jamás, Porto Alegre. La comparación del
futuro de Colombia tras un proceso de negociaciones que no fuera mucho
más que la desmovilización de la insurgencia, no es válida con otros
países sudamericanos, sino más bien con la situación de Guatemala o del
Salvador, ejemplos poco alentadores en los que, paradójicamente, la
violencia es hoy peor, en época de paz, que en tiempos de guerra civil.
¿Es la paz equivalente a la mera desmovilización?:
Cierto es que el profesor Medina no plantea en su carta que un eventual
proceso de negociaciones sea poco menos que una desmovilización como
ocurrió en Centroamérica en el período 1992-1996. Dice claramente que,
debido al innegable apoyo que la insurgencia tiene en ciertos sectores
del país, no es realista que el movimiento guerrillero “acepte poner fin al conflicto interno mediante el trámite de una simple reinserción”
(subrayado nuestro). Sin embargo, pareciera que estas afirmaciones son
sólo retóricas, puesto que la evaluación que hace de las “señales de
paz” del gobierno como suficientes para que sea la insurgencia la que
acepte poner fin al conflicto (ie., desmovilizarse), nos deja con la
sensación de que la paz a la que él se refiere, no requiere de
transformaciones en realidad estructurales –las cuales son postergadas
ad infinitum: “la salida negociada del conflicto no significará el
cumplimiento automático de los cambios, pero sin duda contribuirá a
crear las condiciones para que la gente luche por ellos de manera
políticamente más efectiva y humanamente más constructiva”. Por
ninguna parte se menciona el desmonte de la estructura paramilitar del
Estado, ni la reforma agraria, ni el modelo de desarrollo económico
intrínsecamente antisocial y violento patrocinado por el bloque en el
poder, temas que, entre otros, deberían ser puestos en el centro de un
debate que no involucre solamente a los sectores en armas, sino que,
entendiendo que estamos ante un conflictosocial y armado, deberían
incluir al conjunto de la población, en un verdadero diálogo nacional
sobre qué tipo de país se quiere construir. El hecho de que la presión
del profesor Medina se aplique solamente a la insurgencia, como si de
ella fuera la única que dependiera poner fin al conflicto, demuestra
hasta qué punto la jerga de solución política en este caso equivale a
mera desmovilización.
Incluso, la carta está planteada en clave de “nosotros los que
apostamos a la solución política”, como si eso supusiera que la FARC-EP
no está por la negociación política. De hecho, ha sido una constante de
la insurgencia estar dispuesta al diálogo, y aún cuando cometió más de
un error en la época de las negociaciones de San Vicente del Caguán, no
cabe duda que negoció de mucha más buena fe que el Estado, que mientras
negociaba, alimentaba a la peor maquinaria de muerte de toda la historia
colombiana (las AUC) y preparaba la profundización del conflicto al
reforzar la presencia de los Estados Unidos, mediante el Plan Colombia.
No creemos que la oligarquía y sus representantes en el Estado, vayan
a cambiar de corazón de la noche a la mañana. De esto se desprende que
la presión fundamental por una solución política a un conflicto que no
tiene solución real en términos militares, deba ser primordialmente
ejercida hacia el Estado, y que la ruta hacia la paz sea una ruta en
realidad de lucha popular, en la cual se requerirá la clarificación de
esas transformaciones estructurales necesarias para lograr una paz
distinta a la de los cementerios. Eso exigirá niveles importantes de
movilización por parte de la sociedad y las organizaciones populares, y
más aún, requerirá de un nivel de articulación de propuestas y proyectos
que desde ya permitan delinear una visión alternativa de país. Tarea
nada fácil, porque tendrá necesariamente que realizarse mientras se
resisten los embates de la guerra sucia.
El conflicto social y armado… ¿es la excusa?
Según el profesor Medina, la persistencia del conflicto social y
armado es la “excusa” que utiliza el bloque en el poder para saquear,
abusar y mantenerse en el poder: “Es evidente que los señores de la
guerra, los paramilitares amparados por sectores de las Fuerzas Armadas y
otros actores legales o ilegales opuestos al interés de los
trabajadores y de las fuerzas democráticas se benefician de maneras muy
distintas de la existencia y la prolongación del conflicto interno en
contravía de los cambios que las FARC se propusieron desde su creación.
Hay en especial razones para pensar que el fenómeno Uribe se gestó en el
contexto del con razón llamado ‘síndrome del Caguán’, un fenómeno
político – emocional que arrastró a la mayoría de la opinión y la puso
en manos de la extrema derecha.”
Es cierto que el bloque en el poder, esa alianza de
narco-paramilitares, gamonales y empresariado urbano, se ha enriquecido
enormemente con la guerra, la cual ha utilizado como un mecanismo de
acumulación de Capital. No es difícil comprobar que en los momentos de
profundización de la guerra, como el actual, aumenta la concentración de
la riqueza y de la tierra, se incrementan las desigualdades, y crecen
los indicadores macroeconómicos, como expresión de un modelo capitalista
mafioso sui generis.
Pero plantear la cuestión en los términos en que Medina lo hace, es
poner la historia colombiana de cabeza. Porque la guerra no la inició la
insurgencia, ni las FARC-EP, ni el ELN, ni otros movimientos que han
existido. La guerra la inició la oligarquía colombiana con el temprano
uso de bandas de pájaros y sicarios, para amedrentar al incipiente
movimiento sindical y campesino desde los años ’20 del siglo pasado,
cuando el movimiento insurgente ni siquiera era un proyecto en mente de
nadie. Eso se hizo en diversos lugares del país, donde campesinos,
colonos, aparceros y los nacientes trabajadores asalariados empezaron a
luchar por mejorar sus condiciones de vida y de trabajo, y las clases
dominantes enarbolando un anticomunismo visceral, que nunca han
abandonado, masacraron a los sectores populares en diversas ocasiones,
siendo el caso más tristemente célebre el que sucedió en las bananeras
en 1928. Y esta guerra contra el pueblo se profundizó después de 1946,
ante la presión por tierras en el Eje Cafetero y otras zonas del país.
En respuesta a ello, nace el movimiento guerrillero campesino, como una
forma de defensa ante las atrocidades cometidas por los lacayos del
conservadurismo. De ahí en adelante la historia es conocida y no es
necesario ahondar mayormente en ella.
Por tanto, suponer que si desapareciera la insurgencia, desaparecería
la “excusa” de la oligarquía para desplazar y asesinar, no es solamente
una ingenuidad, sino que es una falta de sentido histórico. El bloque
en el poder no necesitó la “excusa” insurgente para regar de sangre el
campo colombiano en 1946. Los tiempos son otros, es verdad, pero la
impunidad y la frialdad para masacrar por parte de los sectores en el
poder, se mantienen como una constante.
Lo que es importante señalar es que la existencia del movimiento
insurgente no deja de representar un cierto freno a los designios de ese
bloque en el poder. La presencia de la insurgencia es la amenaza más
importante a la “confianza inversionista”. Una de las razones por las
cuales el gobierno de Santos está buscando por todos los medios terminar
con el conflicto armado, es para dar vía libre, sin contrapesos ni
frenos de ninguna clase, a la locomotora del Plan Nacional de
Desarrollo, que entrega buena parte del territorio nacional al sector
agroindustrial y minero-extractivista. No es exagerado decir que si el
día de mañana desaparece la insurgencia, sea por derrota militar o por
desmovilización, quedarán servidas todas las condiciones para el
completo arrasamiento del campesinado de la faz de Colombia. Este es el
principal objetivo que busca la oligarquía colombiana, como se observa
desde hace tiempo y se reafirma con la expropiación de tierras y la
expulsión de millones de campesinos de sus territorios ancestrales, en
donde se fortalecen los viejos y nuevos terratenientes, con la activa
participación del Estado y de los militares: esta es la contra-reforma
agraria que se impuso a sangre, fuego y motosierra en los últimos quince
años. Olvidar este aspecto tan fundamental de la guerra en Colombia es
creer, de manera ingenua u optimista, que la guerra que se libra no
tiene ninguna base objetiva y no estaría relacionada con una política de
tierra arrasada, no sólo con respecto a la insurgencia, sino con
relación a los campesinos, vistos como incómodos obstáculos en el
proyecto de “modernizar” el agro por la vía de la transnacionalización.
No por casualidad el paramilitarismo ha operado en la forma como lo ha
hecho, recurriendo al crimen y a la persecución de todos los que han
sido considerados como enemigos de la oligarquía, pero con especial
sevicia contra los campesinos e indígenas.
Insistimos: aún cuando la oligarquía ha sabido enriquecerse también
mediante el conflicto, no nos cabe ninguna duda que ella preferiría
deshacerse de cualquier forma de resistencia, sea civil o armada… lo
cual no significa que estaría dispuesta a renunciar a la violencia
[2]. Esto lo planteó de manera meridianamente clara el comandante del
ELN Pablo Beltrán cuando dijo en una entrevista: “El debate no es si la
guerrilla sigue o no sigue, sino, si la élite va a dejar de hacer la
guerra sucia y de poner todo su aparato de Estado para eliminar a la
oposición”. Como ejemplo de lo que espera a Colombia en el caso de una
derrota militar o desmovilización, tenemos las Zonas de Consolidación
Territorial, de las que proviene, según el último informe del CODHES, el
32,7% de desplazados (91.499 personas) en el año 2010, una cantidad
desproporcionadamente alta, pese a que son zonas donde la insurgencia
tiene una presencia nula o muy baja. Junto a los batallones de
contraguerrilla y las bandas paramilitares, llegó en masa la
agroindustria (palma aceitera, caucho) y la gran minería, un claro
anticipo de lo que viene en camino, junto a la tan manida “seguridad
inversionista” y apertura al capital transnacional.
Para entender el proyecto de clase que está detrás de la guerra por
parte del bloque en el poder, es bueno constatar lo que ha sucedido en
otras experiencias similares a la colombiana. Ahí está el ejemplo de
Guatemala, que es extraordinariamente aleccionador. Tras la
desmovilización de 1996 la oligarquía guatemalteca no ha tenido ninguna
clase de contrapeso para construir el tipo de país que ha querido. ¿El
resultado? En 2010 fueron asesinadas 6.500 personas, mientras que el
promedio durante el período de conflicto fue de 5.500. También continúa
el desplazamiento de campesinos mayas, esta vez de la mano de proyectos
minero-extractivistas. Guatemala ocupa el segundo lugar del mundo,
después de Colombia, en violencia contra sindicalistas. Y la oligarquía
guatemalteca no ha necesitado de la excusa de la URNG para mantener este
triste récord. Pero no solamente la violencia ha recrudecido, sino que
también las desigualdades sociales; el país se ha convertido en lo que
llaman un “Narco-Estado”, donde reina esa clase política mafiosa,
sicarial, que es copia y calco de los parapolíticos locales. ¿Ese es el
futuro que queremos para Colombia?
Algunos de los momentos del conflicto
No es este el lugar adecuado para emprender un debate historiográfico
de tipo político sobre las interpretaciones que en su carta hace el
profesor Medina. Simplemente, señalamos algunos aspectos que es
necesario matizar. Miremos algunos detalles al respecto. Dice Medina en
la mencionada misiva, refiriéndose, a la autodefensa campesina original,
de fines de los años ‘40 y comienzos de los ‘50:
“Sin duda en 1949 y en algunas regiones donde venían
consolidándose los movimientos de colonos y campesinos, resultó
inevitable organizar la autodefensa armada, no ya en defensa de la
tierra sino de la vida misma. Pero ya en la primera pausa de “La
Violencia” en 1953, había motivos para plantearse la reorganización de
un movimiento agrario que, por ejemplo en el Sur del Tolima, venía
trabajado con vigor desde mediados de los años treinta. No sobra
recordar que en Chaparral, el Partido Socialista Democrático
(denominación temporal del Partido Comunista) había tenido ya dos
concejales campesinos, uno de ellos el legendario Isauro Yossa.
Pero la reorganización del movimiento campesino no ocurrió. Al
contrario cundió el desconcierto y se prolongó la confrontación con
antiguos combatientes liberales que respondieron de manera aún más
enconada y en efecto agravaron la violencia”.
En este caso, se achaca la responsabilidad a la dirigencia agraria,
sin mencionar de ninguna manera que la amnistía de Gustavo Rojas Pinilla
en 1953, que condujo a la desmovilización de importantes reductos de
tropas campesinas, se complementó con dos mecanismos trágicos que
gravitan hasta el día de hoy, y que no pueden ser olvidados: uno, el vil
asesinato de gran parte de los principales líderes guerrilleros que se
desmovilizaron en los años siguientes, dejando un reguero de muertos del
que se perdió la cuenta, y entre los que se destaca, para sólo
mencionar dos casos emblemáticos, los de Guadalupe Salcedo y Dumar
Aljure; dos, que a los sectores que no se plegaron al proyecto militar,
luego les llovió plomo desde el aire y una persecución inclemente, de la
cual el principal ejemplo es el de Villarica. E incluso, el personaje
que nombra el profesor Medina, Isauro Yossa, fue sometido a torturas por
parte del Estado durante el régimen militar, luego de proclamada la
amnistia, como muestra del rabioso anticomunismo que enarboló la
dictadura y que fue respaldada por el conjunto de las clases dominantes.
Estos aspectos no son mencionados en la carta.
Un segundo aspecto a considerar tiene que ver con la interpretación
que el profesor Medina hace del paro cívico de 1977 que, como él lo
dice, fue “una protesta formidable, un capítulo de la historia de la muchedumbre política en Colombia”.
Para él este hecho fue leído en clave de insurrección, militarmente
hablando, y esta lectura llevó a que el movimiento guerrillero
privilegiara la vía armada, no teniendo en cuenta que “era necesario
ajustar la política a la primacía de los escenarios urbanos y adecuarla a
la cultura política que había reflejado aquella protesta multitudinaria
contra el alto costo de la vida. El camino escogido fue insistir en las
mismas estrategias de antes y darles la espalda a las nuevas realidades”.
Esta interesante sugerencia, sin embargo, no tiene en cuenta a fondo,
aunque la menciona, la manera como después de septiembre de 1977 se
acentuó la represión contra los movimientos populares en el campo y la
ciudad, la persecución a los opositores políticos y la radicalización de
la fase más brutal de la actual guerra sucia, con la desaparición
forzosa de militantes políticos y sociales, todo lo cual será rubricado
en 1978 con la aprobación del nefasto Estatuto de Seguridad, y con la
entronización de la tortura como práctica del Estado colombiano, que se
convertirá en pan de cada día en el nefasto 1979. Este hecho no puede
subvalorarse a la hora de apreciar el panorama en el cual se
radicalizaron las posturas del movimiento insurgente.
Dice el profesor Medina que este recuento histórico lo hace con el
fin de poner énfasis en las alternativas escogidas por la insurgencia,
agregando que “las cosas que comienzan por voluntad de las personas también pueden acabarse por voluntad de las personas”.
Sin embargo, es necesario precisar que no hubo un abanico de
alternativas impuestas al pueblo pobre en Colombia, de cuyo seno nació
la insurgencia, y que estas alternativas debieron ser tomadas en un
contexto de innumerables presiones, a la sombra de los cañones en una
guerra que no comenzó por voluntad de los campesinos, como engañosamente
insinúa Medina.
La negociación con el M-19… ¿modelo a seguir?
Una última referencia a la historia reciente es necesaria. El
profesor Medina se refiere a la paz firmada con el M-19, con la cual se “adoptaron compromisos que luego fueron parte del proyecto de reforma constitucional que debatía el Congreso en 1989”, en una coyuntura en la cual “confluyeron
una organización guerrillera en proceso de paz y el vigoroso movimiento
ciudadano por una nueva Constitución -la que sería adoptada en el 91”.
Es importante matizar estas apreciaciones, aún cuando Medina esté en
lo correcto al señalar también el despilfarro del capital político que
innegablemente tenía el M-19, porque el problema con este proceso fue
más de fondo. Para comenzar, lo del “vigoroso movimiento ciudadano” ya
se ha convertido en un lugar común, que poca base empírica tiene,
complementada con aquella otra afirmación sin sustento alguno de que
fueron los estudiantes universitarios los que estuvieron detrás de la
llamada “séptima papeleta” que propició, en las elecciones de 1990, que
luego se diera paso a la Constituyente. Tal “vigoroso movimiento” estuvo
formado por estudiantes de universidades tan poco populares como el
externado de Colombia, muchos de los cuales formaron después, en los
últimos 20 años, los cuadros de recambio de las clases dominantes,
furibundos neoliberales e incluso uribistas. No hubo un proceso de
movilización realmente de los sectores urbanos más empobrecidos, y mucho
menos, de los sectores rurales. En segundo lugar, tampoco se señala que
esa paz con el M-19 (así como con otras guerrillas que decidieron
desmovilizarse al mismo tiempo, entre ellas el MAQL y un sector
mayoritario del EPL), se hizo con un enorme costo político que
eventualmente llevaría a la radicalización de la guerra en las dos
últimas décadas: se hizo a expensas del quiebre de la coordinación
incipiente alcanzada por el movimiento insurgente en la Coordinadora
Simón Bolívar. Como resultado, de ese proceso constituyente fueron
excluidas las FARC-EP y el ELN, así como las bases de apoyo campesinas
de éstas, sector que no se vio en absoluto representado en este proceso,
siendo que está en la génesis misma del conflicto que fue y sigue
siendo fundamentalmente agrario. Mientras se hablaba de paz con el M-19 y
los demás, se atacaba con bombas y helicópteros, como un anuncio de lo
que vendría después, el campamento central de las FARC-EP en Casa Verde,
con la esperanza, por parte del Estado –encabezado por Cesar Gaviria
Trujillo en ese momento- y de las clases dominantes de asesinar a Manuel
Marulanda Vélez y los principales comandantes de ese movimiento
insurgente.
Esto, para no hablar de la manera en que la cúpula del M-19 negoció
la paz (cuando ya habían sido militarmente derrotados) para su propio
beneficio, por unas cuantas migajas, mientras dejaban en la cárcel o en
la calle abandonados a militantes de base, que habían puesto el cuerpo
durante años en enfrentamientos con el Estado.
Preguntas aún más inquietantes
Medina hace las siguientes preguntas de manera completamente retórica: “¿Cuáles
son los beneficios que esta lucha abnegada de tres generaciones de
hombres y mujeres guerrilleros le han traído a Colombia? ¿Cuáles grupos
de trabajadores rurales o urbanos han logrado conquistas sociales
duraderas por obra de las FARC durante este medio siglo?”
Preguntas retóricas, porque él mismo responde, en un párrafo posterior, que la insurgencia: “En regiones enteras han sido el único Estado para la población excluida del acceso a bienes y servicios”.
Pero agrega el término “duradera” para dificultar la respuesta, porque
obviamente los beneficios o conquistas sociales que han logrado
sectores fundamentalmente rurales han estado sometidos a los avatares de
la guerra. Y sin embargo, la insurgencia ha podido contener en ciertas
regiones, como hemos dicho, el avance de la concentración obscena de
tierra que hemos visto en las áreas donde el conflicto se inclinó de
manera favorable al binomio paramilitarismo-Estado. Más aún, es un
obstáculo para la expansión de la agroindustria y los megaproyectos.
Ahora bien, hay otras preguntas aún más inquietantes que el profesor
Medina no osaría hacerse pero que no son menos relevantes para el debate
que nos hemos planteado al abordar la cuestión de la guerra y la paz en
Colombia. ¿Cuáles son los beneficios conquistados por la izquierda que
se ufana de “democrática” en las últimas tres décadas? Pues no se diga
que la situación calamitosa de la clase trabajadora es mera
responsabilidad de los que combaten en el monte ¿Cuáles son los logros
duraderos de la desmovilización del M19, EPL, MAQL, PRT, CRS, CER,
Milicias de Medellín, MIR-COAR y del Frente Franciso Garnica, solamente
para hablar de los desmovilizados en las últimas dos décadas? Se dirá
que su sacrificio, porque recordemos que por lo menos un tercio de los
desmovilizados han sido asesinados en medio de la noche y niebla, es lo
que nos entregó la Constitución de 1991, que se ha convertido en la
verdadera Tabla de Moisés y en la camisa de fuerza a la creatividad
política de la izquierda “democrática”.
A la luz de lo sucedido en las dos últimas décadas, desde la
aprobación de la Constitución de 1991, existen suficientes elementos
para dudar de las grandes transformaciones que con ésta se anunciaron, y
de las que hoy tanto se ufanan políticos, abogados e importantes
sectores de los que a sí mismos se denominan como “izquierda
democrática”. Esa constitución, hay que decirlo claramente, ha sido la
legalización del neoliberalismo puro y duro que se ha fortalecido en
Colombia en los últimos años y que ha servido para expropiar los bienes
públicos y colectivos de la nación, concentrar aún más la riqueza en
pocas manos (hasta el punto que en la actualidad con un coeficiente Gini
de 0.59 Colombia sea uno de los países más desiguales del mundo). Esta
Constitución tan alabada ha dado pie a la flexibilización laboral, a la
privatización de la salud, a la conversión de la educación en un bien
mercantil, al fortalecimiento del capital financiero, a la dependencia
estricta de las autoridades monetarias con respecto a las instituciones
imperialistas (como el Fondo Monetario Internacional o el Banco
Mundial). No es casualidad tampoco que el capitalismo mafioso se haya
consolidado en la misma época de vigencia de la Constitución y que un
importante sector de la izquierda legal haya abandonado cualquier
sentimiento anticapitalista y antiimperialista, asumiendo posturas
claramente neoliberales, y con los mismos niveles de clientelismo y de
corrupción, propios de los partidos tradicionales en Colombia, como lo
demuestra, por si hubiesen dudas, la experiencia nefasta de los
gobiernos del Polo Democrático en Bogotá, y el vergonzoso travestismo
político de personajes como los Garzón, que hoy son uribistas o
santistas de primera línea.
Asesinato de opositores: el problema de la Unión Patriótica
La parte que nos pareció francamente inaceptable de la carta del
profesor Medina, son sus juicios relativos al genocidio de la UP, los
cuales nos parecen no solamente una perversión de la historia sino que
se constituyen en una afrenta a las víctimas de este crimen de Estado.
Con la manifiesta intención de “abrir fórmulas cerradas”, se hacen juicios que representan un ejercicio de revisionismo histórico sobre una tragedia aún abierta.
Primero que nada, porque Medina tiende un velo sobre el responsable
último del genocidio de la UP (y también el del Frente Popular y A
Luchar): “La Unión Patriótica fue víctima de una alianza conformada
por sectores de las Fuerzas Armadas, mafias del narcotráfico, gamonales
políticos y paramilitares.” La omisión de que acá estamos ante un
crímen de Estado (reconocido como tal incluso por la CIDH) es
inadmisible. Esto reproduce la tésis de un Estado más allá del bien y el
mal, neutral ante la tragedia colombiana, “asediado por violentos” (la
mención a las Fuerzas Armadas se hace casi como si fuera el “hijo
pródigo” del Estado). Tampoco se encuentra una mención, más allá del
difuso concepto de “gamonales políticos” de la responsabilidad
que cabe a la a los gamonales de la tierra, a sectores empresariales, en
una palabra a la clase dominante (frecuentemente llamada oligarquía) en
este crímen. En este sentido, la masacre de la UP fue un crímen de
clase, pero al parecer las menciones a esos elementos, relacionados con
la lucha de clases, son mal vistas en comunicaciones epistolares sobre
el conflicto social y armado que se vive en Colombia, como si éste no
guardara relación directa con los problemas centrales de la sociedad
colombiana, entre ellos la profunda desigualdad y el monopolio
terrateniente del suelo.
Pero la parte más delicada, es cuando explica (y casi justifica) el
genocidio, diciendo que la “alianza” ya mencionada, pudo aplicar una
política sistemática de exterminio porque “la UP, surgida por
convocatoria de las FARC, es decir por un movimiento guerrillero que
hacía parte de un proceso de paz, tuvo que cargar con el fardo de
sostener la política de combinación de todas las formas de lucha.
Me parece que en la encrucijada de 1984 se planteaba la
disyuntiva: o bien se profundizaba el proceso de paz y la guerrilla se
transformaba en una fuerza política sin apoyaturas militares, o bien se
continuaba con la acción insurgente renunciando a la creación de una
organización política legal.”
Es sorprendente que su interpretación de ese momento clave en la
historia reciente, sea perfectamente coincidente con la del ex
presidente Álvaro Uribe Vélez, que decía frecuentemente que el genocidio
había ocurrido por “andar combinando las formas de lucha” –que, dicho
sea de paso, es precisamente lo que viene haciendo la oligarquía
colombiana hace por lo menos seis décadas.
Pero esta evaluación, que es propia del establecimiento y sus
intelectuales orgánicos, no resiste el menor análisis. La Unión
Patriótica nació según reglas trazadas por un proceso de negociación con
el Estado colombiano y los términos en que ésta se dio estaban claros
para ambas partes; que el mismo Estado se haya dedicado a desconocerlos y
proceder al exterminio, es injustificable. Pero no sólo eso: la UP
comenzó un proceso de paulatino distanciamiento de la insurgencia hacia
1987, el cual se concretó ya hacia 1989 –esto no evitó que el exterminio
prosiguiera como si nada, sin que se materializaran esos “amplios sectores políticos y corporativos del país se hubieran constituido en dique de contención frente a esa alianza siniestra”.
Por otra parte, en todo proceso de negociación, hay un momento de
transición en que las fuerzas confrontadas, efectivamente, se sientan “a dos sillas”.
Por ejemplo, en el caso del proceso de paz de Irlanda del Norte hubiera
sido impensable para el Estado Británico, haber procedido a la
eliminación sistemática de los militantes y dirigentes de Sinn Féin,
partido con un muchísimo más claro vínculo con la insurgencia de esa
región, el Ejército Republicano Irlandés, IRA. Esto era impensable
porque el Estado Británico estaba, efectivamente, interesado en avanzar
en un proceso de paz, con todas las limitaciones que pudo tener; en el
caso del Estado colombiano, ese interés jamás ha existido. No existió en
1984, tampoco existió en 1997. Ni siquiera la represiva Turquía, que
persigue y encarcela a los parlamentarios de los sucesivos partidos
independentistas kurdos (los cuales son rutinariamente proscritos cada
cierto tanto, solamente para reaparecer bajo un nombre nuevo al poco
tiempo), ha sido capaz de cometer un exterminio selectivo de sus
militantes, aún cuando la guerra con el PKK se ha reactivado en el
último lustro.
Una cosa es que la izquierda que se ufana de “democrática” siga
haciendo cargar a la insurgencia el bulto de su propia incapacidad de
construirse en alternativa de cambio, o siquiera de plantear una manera
diferente de hacer política con relación a los partidos tradicionales.
Pero otra muy distinta es que el profesor Medina termine reproduciendo
el discurso propio de los círculos más retrógrados de las clases
dominantes y de sus ideólogos, como José Obdulio Gaviria, según el cual
la insurgencia es la única y verdadera responsable, a fin de cuentas,
del exterminio de la UP. Esto es inadmisible. Creemos que este acto de
revisionismo histórico debe ser rechazado en los términos más enérgicos,
porque constituye una apología “suave” de uno de los episodios más
bárbaros de una guerra sucia y degradada, impulsada fundamentalmente
desde el Estado hacia el movimiento popular.
Esta lectura unilateral y poco matizada que hace el profesor Medina
desconoce la compleja historia colombiana de los últimos 30 años en la
cual debe recordarse la importante movilización social y política que se
desencadenó en el país desde principios de los años ‘80 y que, en
términos políticos, se manifestó en la elección popular de alcaldes de
la UP y de otros partidos de izquierda, hecho que conmovió el panorama
de la dominación gamonal y bipartidista en las regiones y que fue
respondido con el exterminio físico de todos los opositores, incluyendo
alcaldes, diputados y consejales que habían llegado a las
administraciones locales por la vía electoral. La respuesta que se dio a
este proceso de movilización popular fue el terror de Estado y la
generalización de grupos paramilitares, que no mataron solamente a
miembros de la Unión Patriótica, sino a sindicalistas, dirigentes
campesinos, lideres indígenas y afrodescendientes, profesores y
estudiantes, intelectuales progresistas, defensores de derechos humanos,
y activistas y militantes políticos de diversas fracciones de la
izquierda. ¿Podemos, entonces, decir que todas estas muertes son
responsabilidad del movimiento insurgente y que la oligarquía colombiana
es una mansa paloma de paz? Este revisionismo histórico, verdaderamente
insostenible, también tendría que aceptar en consecuencia la tesis de
las clases dominantes que nos dice que, como respuesta a la guerrilla,
fueron creados los grupos paramilitares, cuando eso se convirtió en un
proyecto de Estado, auspiciado y propuesto por los Estados Unidos, desde
1962, cuando todavía no existían ni las FARC-EP ni el ELN.
Verdaderamente, en Colombia la violencia no puede entenderse ni
explicarse a partir de la existencia del movimiento insurgente, sino que
debe partir de la premisa que aquí se ha practicado una violencia de
clase, consustancial al capitalismo mafioso, como se muestra hoy en las
regiones en donde se ha fortalecido el paramilitarismo, que ha buscado
eliminar, como lo siguen proclamando hoy los sectores más beligerantes
de la extrema derecha, todo lo que huela a izquierda, sin importar si
tiene vínculos o no con el movimiento insurgente. Porque las clases
dominantes en Colombia, como lo diría Noam Chomsky, le tienen “miedo a
la democracia”, cuando ésta es real y va más allá de los rituales
electorales y formales, y cuando se basa en proyectos que tocan, así de
manera indirecta, las verdaderas fibras del poder y la dominación de la
cerrada oligarquía criolla. Por ese miedo a la democracia real, las
clases dominantes pueden darse el lujo de aprobar textos
constitucionales y leyes que en apariencia son de avanzada, pero que son
admisibles siempre y cuando sean de papel. Pero cuando se tratan de
aplicar de alguna forma y vienen acompañados de la movilización social y
popular, inmediatamente viene la reacción violenta para impedir que se
materialicen, como sucede, por ejemplo, con las incontables leyes sobre
tierras y reforma agraria propuestas en Colombia desde 1936. La realidad
colombiana nos demuestra de manera trágica la validez del proverbio
haitiano que dice “Una Constitución es de papel; las armas son de fierro”.
El imperialismo y el conflicto
Resulta, por decir lo menos, sorprendente que la carta del profesor
Medina endilgue indirectamente a los insurgentes la responsabilidad de
la creciente presencia de los Estados Unidos en Colombia. Desde luego,
Medina admite que la ausencia de una política internacional
independiente por parte del Estado colombiano es un tema que “trasciende a los alzados en armas”. Pero inmediatamente agrega “a
mi juicio el que Colombia cuente con ‘la guerrilla más antigua del
mundo’, como suele decirse, tampoco ha servido para disminuir la
dependencia frente al imperialismo”.
La manera en que se plantea esta cuestión es engañosa. Bien sabe
Medina que la nefasta hegemonía de los Estados Unidos en los asuntos
colombianos es muy anterior al mentado Pacto Militar Bilateral de 1952, y
ciertamente, muy anterior a la existencia de las FARC-EP o del ELN.
Incluso, como él mismo lo menciona, las FARC-EP se crean precisamente
luego del desarrollo del Plan LASO en contra de comunidades campesinas
en Marquetalia y otras localidades, que no representaban una amenaza
estratégica para el Estado. Y bien conoce Medina el grado de dependencia
tanto material como ideológica, y hasta podríamos decir espiritual, del
bloque en el poder respecto de los Estados Unidos. Tomando en cuenta
este último factor, es natural que, en la medida en que el conflicto se
profundiza, se refuerce también la dependencia y la participación del
imperialismo estadounidense en una guerra que el Estado colombiano no
tiene ninguna posibilidad de ganar por sí solo, y que requiere de una
participación creciente del amo del norte en todos los niveles: dos
millones de dólares de ayuda diaria en los últimos años; asesoramiento
directo con militares y mercenarios; participación de tropas y oficiales
en labores de inteligencia e incluso en acciones sobre terreno, como
sucedió en Sucumbíos en marzo de 2008 o en la llamada Operación Jaque…
Los niveles de dependencia y penetración imperialista que hemos visto
desde la puesta en práctica del Plan Colombia, los más agudos en una
larga y humillante tradición de servil sumisión, son sintomáticos de la
acentuación del conflicto. Claramente la “guerrilla más antigua del
mundo” no ha servido para disminuir la dependencia del Estado colombiano
frente al imperialismo, porque esta dependencia no puede ser entendida
como un factor que pueda aislarse de la compleja maraña de condiciones
económicas, sociales y políticas que han condicionado esta sangría de
más de seis décadas que padece el pueblo colombiano. El imperialismo no
representa, en realidad, una tercera variable, independiente de los
otros dos actores (Estado e insurgencia), sino que es un agente activo
tras la contrainsurgencia que lleva a cabo el Estado colombiano desde
hace más de medio siglo.
De la misma manera, si se nos permite hacer política-ficción, la
desaparición de la insurgencia del escenario colombiano, sin una radical
transformación del país, tampoco garantizaría el término de esa
hegemonía de los Estados Unidos en todos y cada uno de los aspectos de
la política colombiana. Sostener tal cosa sería una ingenuidad. Al
contrario, creemos que este escenario generaría las condiciones para una
política neocolonial aún más humillante, como ya se vislumbra con la
probable aprobación del Tratado de Libre Comercio entre Colombia y
Estados Unidos. Tal vez disminuiría, a lo sumo, la necesidad de una tan
abultada cooperación militar como en el presente. Pero lo militar es
garantía para el desarrollo de los intereses económicos y
geoestratégicos de los Estados Unidos en la región, que es lo que
verdaderamente les importa. La desaparición de los movimientos
insurgentes en El Salvador y en Guatemala no se reflejó en una política
internacional o doméstica más independiente por parte de esos países,
sino que, en sentido opuesto, la hegemonía de los Estados Unidos se
volvió absoluta y envolvente, a la vez que la dependencia se ha
profundizado a niveles impensables. Incluso, con la desintegración
social que se vive en Centroamérica, la “guerra contra las drogas”
plantea un nuevo escenario para la penetración militar de los Estados
Unidos, como lo estamos viendo hoy en México, Costa Rica, Panamá,
Guatemala y Honduras.
Cabe preguntarse ¿quién dijo que la presencia de los Estados Unidos
en Colombia tiene solamente por interés combatir a las FARC-EP o al ELN?
Ese componente contrainsurgente está relacionado con los intereses
estratégicos de la dominación imperialista en su patio trasero, en el
cual este país tiene una posición privilegiada. Suponer algo de este
estilo es reproducir los argumentos más convencionales del propio Estado
colombiano y de las clases dominantes, que continuamente agradecen a
Estados Unidos por su “desinteresada colaboración” en defensa de la
pretendida “democracia colombiana”, al tiempo que regalan y obsequian
los recursos mineros, la biodiversidad, los páramos, los parques, los
ríos y todo cuanto se pueda mercantilizar, a las empresas
transnacionales, entre las que sobresalen las de los Estados Unidos.
En pocas palabras, el problema de la penetración imperialista en el
país no pasa por la presencia o no de la insurgencia, sino que depende
de la capacidad de impulsar cambios estructurales en el país, entre los
cuales el más importante es la derrota política de una elite
estructuralmente sometida y dependiente.
La guerra contra las drogas: un debate pendiente
No menos sorprendente deja de ser la interpretación que Medina hace de la afirmación del comandante Cano de que “ninguna unidad fariana, de acuerdo a los documentos y decisiones que nos rigen, (énfasis
añadido) pueden sembrar, procesar, comerciar, vender o consumir
alucinógenos o sustancias psicotrópicas. Todo lo demás que se diga es
propaganda”. Según Medina, la mención de Cano a documentos y
decisiones que les rigen, sería la prueba irrefutable de que en las
FARC-EP, así como en el resto de Colombia, la ley “se obedece pero no se cumple”.
O sea, como dice el conocido refrán, palo porque bogas, palo porque no
bogas. Sea cual sea la respuesta de Cano, la conclusión de Medina, cuya
lógica se nos escapa, es que los miembros de la insurgencia serían
narcotraficantes. Puede que el profesor no quiera figurar entre los
propagandistas, como él dice, pero esta afirmación, que no sustenta en
ninguna clase de evidencia, se hace eco de la propaganda machada hasta
la saciedad por los medios de comunicación de masas, que se han
convertido en verdaderos apéndices del Estado. Sabemos que una mentira
repetida muchas veces termina por convertirse en verdad incuestionable.
Esta propaganda lo que busca es hacer borroso el claro linde que
existe entre el narcotráfico -tradicional aliado de la contrainsurgencia
y de las elites políticas y económicas del país- y la insurgencia. La
razón práctica es que, aparte de los fondos destinados a la contra
insurgencia, los fondos de la mal llamada “guerra contra las drogas”
también terminan siendo empleados en la lucha contrainsurgente, mientras
se expanden los cultivos en las áreas controladas por el
paramilitarismo y el Estado colombiano, por cuyas rutas de tráfico el
“oro blanco” fluye en auténticos manantiales, como lo demuestra la
sostenida baja del costo de la cocaína tanto en Europa como en los
Estados Unidos. La razón política, obviamente, consiste en el asesinato
moral de la insurgencia y en reducirla a un fenómeno criminal y no
político. Tal esfuerzo ha ido acompañado de otras iniciativas tales como
reducir el número de condenas por rebelión y presionar condenas por
terrorismo, reportar las acciones bélicas de la insurgencia como “actos
delictivos”, repetir que la “guerrilla ya no tiene ideología” (mientras
esquizofrénicamente se denuncia con gran estridencia al “comunismo”) o
ahora, incluso, hablar de una supuesta “alianza diabólica” entre las
estructuras paramilitares (que el establecimiento denomina Bacrim) con
la insurgencia –lo cual, según el investigador Mauricio Romero, de la
CNAI, no es otra cosa que una manera de “criminalizar a las FARC y torpedear cualquier negociación con la guerrilla”
(“Las Bacrim asustan a Colombia”, BBC Mundo, 17 de Febrero, 2011), y
agregamos nosotros, que constituye un esfuerzo del Estado colombiano de
mostrarse ante la opinión pública como un actor neutral “presionado por
violentos”, imagen que ha sido reforzada desde la academia por todos
aquellos violentólogos que hablan de que “Colombia es una democracia
asediada”, en la cual el Estado sería una pobre victima.
El tema de la “guerra contra las drogas” es de importancia capital,
porque forma parte de una de las estrategias de penetración imperialista
en Colombia, pero también tiene relación con un problema que afecta a
amplios sectores empobrecidos de colombianos, que son criminalizados en
su lucha por subsistir. En primer lugar, está la política reconocida por
parte de las FARC-EP, de cobrar el gramaje a los narcotraficantes que
operan en las áreas de influencia insurgente. Esta política se inició en
1983, después de varios años de oposición inicial al cultivo de hoja de
coca, y debe ser hecha una doble lectura de ella. Por una parte, siendo
la principal actividad económica del país, ofrecía una invaluable
fuente de ingresos para una organización con limitadas posibilidades de
financiamiento debido a su carácter ilegal y con crecientes presiones
económicas debido a su crecimiento; al igual que se cobraban impuestos a
otras actividades económicas en virtud del decreto 002 de las FARC-EP,
consideraron necesario no eximir, debido a la ilegalidad de su actividad
comercial, de ese pago al narcotraficante. Por otra parte, tampoco las
FARC-EP podían atacar las subsistencias de la población rural
empobrecida en las zonas de su influencia, que dependen del cultivo de
coca para complementar sus reducidos ingresos. La insurgencia incluso
llegó a imponer precios justos a los narcotraficantes, ganándose las
simpatías de raspachines y cocaleros, que constituyen algo así como el
proletariado de las zonas cocaleras.
En segundo lugar, está la utilización que hacen los Estados Unidos,
con plena complacencia del Estado colombiano, de la “guerra contra las
drogas” como una manera de profundizar su penetración en el quehacer
nacional y para fortalecer al aparato militar contrainsurgente
colombiano (catalogando a la insurgencia como un “cartel”, pese a que
nunca han traficado, ni tienen laboratorios, ni pistas aéreas), a la vez
que dirigen una guerra económica contra la insurgencia y contra sus
bases sociales de apoyo, pues las áreas que se fumigan o donde se
practica la erradicación manual, son áreas de influencia guerrillera, no
zonas de influencia paramilitar o militar.
Sin embargo, rara vez se menciona que en las dos negociaciones
conducidas por las FARC-EP se han hecho propuestas de sustitución de
cultivos ilícitos que jamás fueron consideradas seriamente por ningún
gobierno, los cuales han reproducido dogmáticamente el discurso
anti-narcóticos impuesto desde Washington a expensas del interés de las
comunidades campesinas empobrecidas, demostrando así su carácter
subordinado. Discurso por lo demás hipócrita cuando vemos el nexo
profundo que existe entre los partidos de gobierno con los narcos y con
el paramilitarismo. Creemos que este tema debe ser abordado tomando en
cuenta las propuestas que las propias filas insurgentes han hecho, pero
creemos que es necesario ir más allá, y desarrollar un debate real,
serio, nacional, en torno a la cuestión de la “guerra contra las
drogas”. El debate –hasta ahora vedado- en torno a los narcóticos no
puede seguir siendo desarrollado desde una perspectiva puramente
moralista, ni mucho menos oportunista, sino que de manera realista,
privilegiando los intereses de las comunidades campesinas antes que los
caprichos imperiales de Washington. Es hora de abrir el debate más allá
de la demagogia del Estado, que por una parte criminaliza, y por otra,
recibe con los brazos abiertos a narcotraficantes en el Palacio de
gobierno y les permite sentarse en el Parlamento. Este debate, de más
está decirlo, sería una manera de evidenciar uno de los falaces
argumentos de los Estados Unidos para intervenir, y por eso es que no
les conviene que el debate tenga lugar.
Algunas reflexiones finales
La carta del profesor Medina nos ha dado la oportunidad de exponer
nuestros propios puntos de vista sobre cuestiones vitales de la realidad
colombiana. Lo hacemos con el ánimo de aportar a un debate que debe
necesariamente ser infinitas veces más amplio, y en el cual el conjunto
del pueblo debe participar decididamente. Permítasenos, por tanto,
concluir con algunas reflexiones que, de manera esquemática, engloban
los argumentos centrales de este escrito.
1 - La persistencia de problemas sociales profundos en el país, que
están en la raíz del conflicto, no se solucionan ni aligeran por la mera
existencia de la insurgencia. Tal visión parece ignorar que el
conflicto aún no se ha resuelto.
2 - Este conflicto no es solamente armado, sino que es ante todo
social. Su orígen se encuentra en la violencia de clase secular que la
oligarquía ha practicado ante la movilización popular. Los análisis del
conflicto no pueden ignorar la estructura de clases de la sociedad
colombiana (y la lucha que entre éstas se libra), ni su estructura
económica dependiente, deforme y desagregada. Siendo un conflicto ante
todo social, su solución no puede ser militar.
3 - De esto se desprende que la llave para solucionar el conflicto
pasa por la capacidad que tenga el pueblo colombiano de construir un
espacio de convergencia amplio y participativo, teniendo por punto de
partida su propia tradición e historia de luchas. Este espacio es el que
debe articular la solución política al conflicto, como expresión
amplia, nacional, del movimiento popular (no de ese sofisma llamado
“sociedad civil”), mediante la construcción de un proyecto alternativo,
colectivo, y a la luz de los enormes desafíos y obstáculos,
revolucionario, que permita la superación del conflicto.
4 - El terrorismo de Estado y de la oligarquía, tiene por principal
objetivo impedir que este espacio de unidad y lucha del pueblo se
materialice.
5 - El ambiente de terror, de amenazas y la omnipresencia del
sicariato pueden explicar la cautela, la excesiva circunspección, la
autocensura, pero no deberían convertirse en justificativo para la
pérdida del sentido histórico ni para la falta de lucidez política.
6 - Nosotros no damos el beneficio del buen corazón ni a la
oligarquía ni a los sectores corporativos a los que hace mención el
profesor Medina. Creemos que esta cautela se basa en la propia
experiencia de Colombia en el siglo XX y lo que va del XXI. La
oligarquía jamás negociará de buen corazón. De ello, se deriva que la
búsqueda de la solución política al conflicto deba hacerse con la
presión de las masas; si las masas no entran al proceso político de
solución al conflicto, todo se resolverá a favor de los intereses de las
elites políticas y económicas del país, y de sus patrones en el frío
país del norte.
7 - Esas masas no entrarán a la arena de la solución política si no
pueden convertirse en actores directos y en derecho propio, lo que
significa la apertura a otras voces que surgen desde el pueblo y el
abandono de resabios estalinistas que están reñidos con la multiplicidad
de actores y tradiciones de lucha que componen al bloque de los de
abajo en Colombia.
8 - La insurgencia, dependiendo de quien la juzgue, puede ser una
mala o una buena respuesta a esta violencia de clase que ha dominado el
último siglo de historia colombiana; lo que es indudable, es que es una
de las tantas formas con que el pueblo ha resistido y en cuanto tal, no
puede ser considerada como un mero “actor armado” ajeno al sector
oprimido y explotado de la sociedad colombiana. Quizás no sean los
voceros del conjunto del pueblo, pero sí representan la voz de un sector
importante de éste, que no puede ser ignorado.
9 - La derrota militar de la insurgencia, como en el caso de Sri
Lanka (a un costo humano pavoroso), o en la mesa de negociaciones, como
en los casos de Guatemala y El Salvador, no es solamente un escenario
remoto, sino que además indeseable. Como hemos visto, este no es un
resultado que pueda generar una sociedad cualitativamente diferente a la
que ya existe, y ni siquiera una sociedad en paz, en el sentido
orgánico del término. Si miramos la situación social y económica de esos
países centroamericanos, el capitalismo maquilero se ha entronizado
como la terrible realidad cotidiana de la mayor parte de la población,
al lado de bandas criminales herederas de los grupos paramilitares, que
hacen y deshacen a sus anchas, como lo demuestra el reciente asesinato
de Facundo Cabral. Si miramos a Sri Lanka, tras la victoria militar
quedó una sociedad militarizada, donde las desapariciones y asesinatos
selectivos siguen siendo pan de cada día, y donde aún hay 300.000
personas en campos de concentración.
10 - Por deseable que sea la paz, es necesario reconocer que hay paz
en los cementerios y también la hay en los campos de concentración. No
podemos engañarnos: para alcanzar la paz sostenible orgánica, real,
duradera en Colombia, habrá que luchar para ejercer una serie de
transformaciones sociales bastante profundas, que quiebren el espinazo a
la dominación del capitalismo mafioso que ha ahogado al país en su
propia sangre. La justa demanda por la paz no puede ser antepuesta como
un velo que impida el debate real, de fondo, que esqué tipo de Colombia
queremos construir.
11 - La discusión de qué Colombia queremos construir no debe tener
como camisa de fuerza modelos que se intentan imponer, por sectores de
la izquierda “democrática”, desde experiencias diferentes a las que el
propio pueblo colombiano ha construido en más de medio siglo de
resistencias (en plural). Aún cuando consideremos que esa Colombia que
queremos construir deba ser parte fundamental de una Latinoamérica
hermanada desde sus pueblos, y no desde sus élites, no por ello, debemos
ignorar las particularidades propias de este país. Hemos insistido en
que Colombia ni es Porto Alegre, ni es Caracas, ni es Buenos Aires.
Tampoco vemos esas experiencias con la misma reverencia con que lo hace
el profesor Medina: un análisis juicioso de los gobiernos progresistas o
del “socialismo del siglo XXI” demuestran que no ha habido intentos
serios de superar un modelo desarrollista-extractivista, y nos parece
desacertado e indeseable intentar aplicar recetas que ya evidencian sus
limitaciones para impulsar un proyecto verdaderamente alternativo y
anti-capitalista.
12 - Colombia es un país con su propia tradición, rico en su propia experiencia de luchas. Rescatar los horizontes emancipatorios
propios del pueblo colombiano, ese acumulado político que la oligarquía
está empeñada en erradicar de la memoria de los hombres y las mujeres,
mediante el revisionismo histórico y la eliminación física de los
depositarios de esos acumulados, es una tarea urgente para recomponer
una izquierda con real vocación de transformación social.
13 - Ahí es donde creemos que hay varias interrogantes abiertas para
el pueblo colombiano. ¿Cómo superar lógicas militaristas y vanguardistas
de comprender el conflicto social? ¿Cómo construir diques de contención
efectivos en contra de la costumbre de la oligarquía de exterminar a
las alternativas políticas que desafíen su hegemonía? ¿Cómo superar las
fricciones producidas en el bloque popular por las diferentes elecciones
tácticas hechas por distintos sectores? ¿Cómo mejorar la comunicación
de los proyectos emancipatorios y generar una cultura de diálogo real en
el bloque popular? ¿Cómo apelamos a las masas a la lucha, mediante
llamados a movilizarse por la paz o por las transformaciones sociales, o
ambas?
Todas estas interrogantes, así como muchas otras, forman parte de una
discusión política, urgente y necesaria, pero que no se puede cerrar
con el llamado a una virtual capitulación, en la cual no se afronten los
problemas estructurales de desigualdad e injusticia que caracterizan a
la sociedad colombiana, y que son la base real del conflicto social y
armado interno.
José Antonio Gutiérrez D.
Uriel Gutiérrez
Julio, 2011
[1] http://www.razonpublica.com/index.p...
[2] Este argumento es muy importante, porque con la misma falta de
sentido histórico y desconocimiento de la realidad del conflicto social y
armado, hay un sector de la socialdemocracia colombiana que insiste en
que la insurgencia es “la mejor aliada de la ultraderecha”, pues
supuestamente, por culpa de la insurgencia, la izquierda no ha sido
capaz de llegar al poder. Independientemente del desatino que representa
que la socialdemocracia culpe de su propia incapacidad a la
insurgencia, este disparate ignora que es en realidad el terrorismo de
Estado el cual ha impedido, mediante el asesinato selectivo, el terror y
la destrucción de los tejidos sociales que sustentan proyectos
progresistas, la concreción de una alternativa de izquierda (a la
izquierda de la socialdemocracia, claro). Pero peor aún: ignora que el
odio de la oligarquía por la insurgencia es visceral y profundo, que su
determinación de aplastarla es muy real (como lo demuestran los
bombardeos y las recompensas por cabeza al más puro estilo del Far West)
y que la confrontación armada es un constante dolor de cabeza, que
representa el problema estratégico clave del bloque en el poder durante
60 años.
Vìa, fuente:
http://tercerainformacion.es/spip.php?article27154
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