A diferencia de otras capitales latinoamericanas, en San Salvador la
presencia de los pueblos indígenas parece ser invisible, confinada al
anonimato por siglos de discriminación y un atroz genocidio en 1932. Es
la conclusión que se llega sólo al asomarse a la historia de la nación.
El presidente, Mauricio Funes, planteó con claridad esa dolorosa
historia el 12 de octubre pasado, al inaugurar el Primer Congreso
Nacional Indígena y cuando anunció un cambio de la política hacia esa
población.
Nuestro país arrastra una larga historia de discriminación contra
nuestros hermanos y hermanas indígenas, que se manifestó en sus peores
formas: esclavitud, primero, persecución y exterminio, después, explicó.
Ese mismo día el mandatario, a nombre del estado y el pueblo
salvadoreños, pidió perdón a las comunidades indígenas “por la
persecución, por el exterminio de que fueron víctimas durante tantos y
tantos años”.
Funes citó dos acontecimientos claves en la vida de esos pueblos, después de lograda la independencia de España.
“En 1832 el primer alzamiento indígena, motivado por el modelo de
opresión imperante, fue sofocado con la represión y la fuerza. Cien años
más tarde, en 1932, la historia se repitió”.
El gobierno de turno, de ese entonces, dio la misma respuesta brutal y
violenta a las demandas de los pueblos originarios, como había sido 100
años atrás, aniquilando brutalmente a más de 32 mil hombres y mujeres,
según cuentan los más serios historiadores del país.
“Tal fue la persecución, tal fue el genocidio que se llevó a cabo,
que aquellos que sobrevivieron a la matanza se vieron obligados, fíjense
bien, se vieron obligados a comprar nombres y apellidos, a ocultar su
identidad y esparcirse por el territorio salvadoreño para no ser
perseguidos”.
“Debieron cambiar, además, su forma de vestir, hablar y expresar sus
costumbres, ya que al ser identificados como indígenas eran castigados,
perseguidos y asesinados”.
“Así se desarrolló el proceso de exterminio de los pueblos
originarios y con él se demostró, una vez más, que los gobiernos no eran
más que el instrumento de protección de unos pocos y nunca el garante
de los derechos de las grandes mayorías”.
Miguel Mármol, un dirigente comunista sobreviviente, pese a graves
heridas, a un fusilamiento colectivo en 1932, escribió muchos años
después que los grupos dominantes de la época “desarrollaron un racismo
paranoico”.
Ese año, en zonas del occidente, donde floreció el pueblo pipil hasta
la llegada de los españoles, los indígenas y campesinos desataron una
insurrección para tratar de recuperar sus tierras, arrebatadas por
terratenientes.
Las desdichas de las naciones originarias comenzaron con la invasión española a comienzos del siglo XVI.
Para ese entonces, de acuerdo con textos de historia, había bien
establecidos en lo que ahora es El Salvador, con ramificaciones a países
vecinos, tres pueblos aborígenes: los pipiles, en el occidente; los
chortis -mayas-, en el norte; y los lencas, en el oriente.
La conquista la inició Pedro de Alvarado en junio de 1524, quien
incluso en una batalla con un “ejército” pipil, cuando avanzaba por el
Señorío de Cuscatlán, resultó gravemente herido por una flecha.
Alvarado debió dejar la tarea a otros capitanes, a quienes, pese a la
abismal superioridad en armamentos y el aprovechamiento hábil de las
rivalidades de esos pueblos, les tomó 16 años someter a las naciones
originarias.
Gran parte de la historia -para no decir toda- fue escrita por los
vencedores, y la situación de esclavitud y servidumbre feudal de los
indígenas quedó envuelta en la bruma interesada de esos siglos.
La independencia de la corona española no significó un cambio relevante en sus vidas.
El hecho fue apuntado por Funes, en otro discurso, el viernes 7 de enero de este año:
“Ya desde los primeros movimientos independentistas los pueblos
indígenas fueron marginados de la toma de decisiones y, durante todo el
siglo XIX y gran parte del XX, la historia la escribieron las minorías
dominantes”.
“Fuimos creciendo en el enfrentamiento entre hermanos, en la
injusticia, en la exclusión y en la idea de que el destino de la pequeña
patria salvadoreña era el destino de minorías que se servían del
conjunto y lo ignoraban”.
En 1833, en medio de los frecuentes conflictos entre liberales y
conservadores, ocurrió la primera insurrección indígena, liderada por el
cacique Anastasio Aquino, quien tras varias batallas fue capturado y
decapitado.
En 1881-1882, los terratenientes de la época se apoderaron de las
tierras que aún estaban en manos de las comunidades indígenas para
dedicarlas al café, la caña de azúcar y la ganadería.
Medio siglo después, en 1932, ocurrió el levantamiento campesino e
indígena, en el cual tuvo también participación el naciente Partido
Comunista Salvadoreño (PCS).
La expropiación de tierras por parte del gobierno, el maltrato
inhumano y la extrema explotación de los originarios, fue la semilla de
la discordia que desembocó en la insurrección indígena y en donde la
fuerza armada cometió el peor etnocidio del siglo XX, explicó Mármol.
Los líderes del levantamiento, el cacique de Izalco, José Feliciano
Ama y Agustín Farabundo Martí, fundador del PCS, entre otros, fueron
fusilados, en tanto otras decenas de miles de personas murieron durante
la brutal represión.
La matanza fue ordenada por el general Maximiliano Hernández
Martínez, quien, el 2 de diciembre de 1931, mediante un golpe de estado,
inició la oscura época de las dictaduras militares que sufrió la nación
la mayor parte del siglo XX.
Ahora, con la tenacidad del infortunio, han comenzado a ser visibles, poco a poco.
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Raimundo López es corresponsal de Prensa Latina en El Salvador.
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Fuente: Agencia Informativa Latinoamericana Prensa Latina: http://www.prensa-latina.cu/index.php?option=com_content&task=view&id=300143&Itemid=1
Vìa :
http://servindi.org/actualidad/47082?utm_source=feedburner&utm_medium=email&utm_campaign=Feed%3A+Servindi+%28Servicio+de+Informaci%C3%B3n+Indigena%29
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