(APe).- Los ojos de Celeste Lepratti derraman ternura desde la mirada.
Es que se parecen a los de ese ángel que un día sobrevoló los
territorios de los desarrapados con su bicicleta. Puesto a teñir de sol
las madrugadas áridas del desabrigo. Hormiga terca que soñaba un mundo
en el que quepan todos los mundos. Ellos no pudieron exterminar su
memoria con el plomo de las balas en su cabeza.
Son casi diez los años baldíos de su vida de muchachón rubio y sonrisa de desenfado. Pochormiga del rosarino barrio Ludueña, entre las casitas bajas y las viejas vías que hoy sólo saben de trenes de carga y abandonos. Pochormiga de brazo que cobija en el huracán de los desamparos más feroces, en donde la vida es margen y orfandad.
Ellos, los emisarios de la muerte más perversa trajeron -diría Neruda- los fusiles repletos de pólvora, ellos mandaron el acerbo exterminio. Entonces -seguiría el poeta- el joven sonriente rodó a su lado herido, y el estupor del pueblo vio caer a los muertos con furia y con dolor.
La posta está ahí. Pocho la dejó y no hay forma de mirar hacia otro lado, piensa Celeste, que era apenas una nena de cabellos tan rubios como los de su hermano y cabellos enmarañados y largos cuando él dejó la colonia rumbo a la ciudad de obreros y edificios altos.
Se sienta en el sillón del barcito, ahí nomás de donde otros mártires de esta tierra tantas veces teñida de rojo cayeron bajo las balas asesinas. Los nombres de Darío y Maxi pueblan la vieja estación y le abren los brazos a los de Pocho, Luciano y tantos otros engullidos por el poder.
Son casi diez los años baldíos de su vida de muchachón rubio y sonrisa de desenfado. Pochormiga del rosarino barrio Ludueña, entre las casitas bajas y las viejas vías que hoy sólo saben de trenes de carga y abandonos. Pochormiga de brazo que cobija en el huracán de los desamparos más feroces, en donde la vida es margen y orfandad.
Ellos, los emisarios de la muerte más perversa trajeron -diría Neruda- los fusiles repletos de pólvora, ellos mandaron el acerbo exterminio. Entonces -seguiría el poeta- el joven sonriente rodó a su lado herido, y el estupor del pueblo vio caer a los muertos con furia y con dolor.
La posta está ahí. Pocho la dejó y no hay forma de mirar hacia otro lado, piensa Celeste, que era apenas una nena de cabellos tan rubios como los de su hermano y cabellos enmarañados y largos cuando él dejó la colonia rumbo a la ciudad de obreros y edificios altos.
Se sienta en el sillón del barcito, ahí nomás de donde otros mártires de esta tierra tantas veces teñida de rojo cayeron bajo las balas asesinas. Los nombres de Darío y Maxi pueblan la vieja estación y le abren los brazos a los de Pocho, Luciano y tantos otros engullidos por el poder.
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Ya no hay presos por el crimen. Esteban Velázquez, el único policía detenido, se regocija desde hace un tiempo entre el aire libre y la carcajada al viento. “Hace muy poco fueron absueltos por la Cámara los cinco policías que habían sido condenados por el juez García. Es algo que no tiene ningún tipo de explicación pero que responde a la lógica que ha venido teniendo la justicia santafesina durante estos casi diez años respecto de las causas del 2001: garantizar la impunidad, primero para los responsables materiales y luego, para los responsables políticos. Y acá no podemos dejar de mencionar a Carlos Reutemann. Vemos el gran vacío que queda con Esteban Velázquez fuera de la cárcel porque no hay nadie más rindiendo cuentas por lo que fue el asesinato de Pocho, su encubrimiento y sobre todo por el asesinato de todos los compañeros. Santa Fe tuvo nueve muertos, siete a manos de la policía provincial y sólo hay dos policías que terminaron con condena firme. El que asesinó a Pocho que terminó con libertad condicional y el de Graciela Acosta que fue condenado a 11 años de prisión, con lo cual en poco tiempo gozará de beneficios semejantes. No hay nadie más, a pesar de que sabemos que son muchos los involucrados. Y las responsabilidades políticas brillan por su ausencia”.
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Los ojos de Celeste Lepratti se nublan por momentos. No hace falta bucear en sus transparencias para desnudar la tristeza que va relatando a APe entre el tumulto y las voces que claman justicia para las vidas derramadas en el cemento. Entre antorchas a punto de encenderse, redoblantes que marcan el paso de las rebeldías y utopías que salen desde muy abajo de la tierra para transformarse en grito que no calla y resiste.
“Esos días fueron fundamentalmente tristes. Los viví así incluso antes de haberme enterado del asesinato de Pocho. El clima de diciembre de 2001 se vivía de ese modo. Días en los que hubo un momento de tensión, en que la gente explotó y salió a reclamar por lo suyo. Nos enteramos de su muerte casi tres horas más tarde de que lo asesinaran. A los compañeros de Rosario les costó mucho ubicarnos. Nosotros somos de un pueblito rural de Entre Ríos y nadie tenía mucho contacto con la familia. Fue tremendo. Es que nadie espera que le digan que le mataron un hermano o a mis viejos, que es lo más doloroso, que les mataron un hijo. Por eso desde ese momento y hasta ahora, tratamos de hacer todo para lograr justicia por Pocho y por cada uno de los caídos. No sólo se los debemos a ellos. También nos lo debemos nosotros mismos. Sentimos que podemos y debemos vivir de otra manera. Y si se llega a la justicia sería un pasito en ese sentido”.
La muerte suele traer historias a la vida. Y Pocho las sigue trayendo vaya a saber cómo desde cada palabra de quien alguna vez lo conoció. “Creo que ni yo ni mi familia teníamos dimensión real del trabajo que hacía. Y duele muchísimo no haber estado ahí. Pero, por otro lado, nos reconforta, nos enorgullece y nos da fuerzas para pelearla”.
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Hay biografías oficiales y de las otras. Las de la calle, las del barro y el dolor, las de las pintadas en muros que cargan como estandarte las hormigas que desgranan utopías. Esas son las de la vida que nace en una ochava cualquiera y descubre a un Pocho que juega con los pibes y le planta pelea a los crueles para decirles “éste es el territorio de la justicia y la dignidad. Ni un pibe menos”.
La biografía oficial dice que Claudio Lepratti nació el 27 de Febrero de 1966 en Concepción del Uruguay, Provincia de Entre Ríos. Hijo de Orlando Lepratti y Delis Bell, fue el mayor de los seis hermanos Lepratti: Osvaldo, Laura, Martín, Celeste y Camilo.
La otra, en cambio, caminó por los túneles subterráneos, por los vericuetos de la marginalidad y el desamparo, y cuenta de un Pocho de risa fácil, figura frágil y la intrepidez del que resiste contra viento y marea aunque la misma muerte decida descenderlo a los infiernos con sus cómplices de hiel y acero. Sólo ante el grito bajen las armas, aquí sólo hay pibes comiendo.
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“Nosotros somos seis hermanos. Pocho era el mayor y yo soy la quinta. Teníamos una diferencia de 12 años. Yo era todavía niña cuando él se va de casa para empezar su vida en Rosario y dedicarse a los jóvenes, a los más chicos en la villa. Tengo los recuerdos de alguien que siempre estaba contento. No lo recuerdo de malhumor o de enojo. Tenía mucha tranquilidad. No tengo tantos recuerdos de él pero sí lo recuerdo más en sus visitas cuando ya se había ido. Una o dos veces al año viajaba. Y nosotros no éramos de ir a verlo. Y ésas son cosas pendientes para siempre. Me queda por ahí el tipo que siempre tenía un momento para vos. A pesar de todo. Y lo rescato porque en el mundo que vivimos, que alguien se haga tiempo para cada uno de los que se cruza y lo necesita es más que digno de resaltar”.
Como semilla que germina a cada segundo, “mi hermano me transformó a mí, a mi gente, a mi familia, a tantos que lo quisimos sin estar tan cerca de su trabajo. Pero también nos transformó por el modo en que terminaron con su vida y en cómo nos lo arrebataron. El ha dejado un camino y una invitación a recorrer ese camino que está abierto para todos. Y no nos podemos hacer los tontos y mirar al costado. Hay mucho para hacer. El con muy poco hacía maravillas. Con ese ejemplo, con su legado, desde el lugar de cada uno hay tanto por hacer y en eso él nos transformó. En un compromiso que no podemos dar vuelta la cara ni desatender. Hay que asumirlo”.
Con la memoria ancestral del paraíso que nace de la transformación, Pocho paría arcoiris a cada golpe de caricia y canción. Los esclavos de la muerte se alzaron con su ternura de pájaro sin imaginar siquiera que multiplicarían la vida al hacerlo bandera y sueño compartido. Cómo podían concebir siquiera que el sol se abriría estruendosamente para engendrar abrigo y soltar mariposas a los cielos. Porque Pochormiga se hizo grito, estandarte, legado y los hacedores de la crueldad nunca tuvieron la fuerza de impedir que siguiera pedaleando con las alas puestas al viento para contagiar de vuelo a todo aquel que se atreva a ser quimera irrefrenable.
Fuente, vìa :
http://www.pelotadetrapo.org.ar/agencia/index.php?option=com_content&view=article&id=5759:pochormiga-&catid=35:noticia-del-dia&Itemid=106
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