Pese a las
grandes ventajas que tiene en todas las encuestas sobre los otros
candidatos a la presidencia argentina, Cristina Fernández esperó hasta
esta semana para aspirar a su relección y aún no ha develado quién será
su vice. Lo primero, porque ve acumularse los nubarrones negros en el
horizonte de la economía mundial y sabe que, aunque diga lo contrario,
el nivel de las reservas argentinas está lejos de blindar una economía
pequeña y que depende fundamentalmente de la exportación de materias
primas en un momento en que, para salvar a cualquier banco los grandes
estados arrojan al pozo sin fondo, a veces inútilmente, más de 100 mil
millones de dólares, o sea, el doble de las reservas del Banco Central
de esa nación. En una economía argentina, tan dependiente de la marcha
de la brasileña y del ritmo de crecimiento chino, las decisiones
fundamentales no las adoptan ni la Casa Rosada ni las autoridades
financieras nacionales sino otros, incontrolables por definición, en el
extranjero.
El temor a un próximo periodo de vacas flaquísimas –con la
consiguiente agudización de los conflictos sociales y el posible
desarrollo de una izquierda política obrera– influyó mucho, por
consiguiente, en su vacilación pues si no se hubiese presentado
nuevamente en la carrera presidencial habría sido indiscutiblemente la
figura mejor recordada en la serie de presidentes que empezó con la
relección de Perón en 1952, que fue el comienzo de la debacle argentina.
Pero CFK decidió sacrificarse por su movimiento, que no tiene ningún
candidato de repuesto ya que todos los
altospersonajes oficiales que la rodean tienen sus armarios políticos repletos de viejos esqueletos, están manchados por grandes escándalos o carecen de la menor credibilidad y ya que su
partidoconsiste en un conglomerado de gobernadores derechistas y clientelares, de alcaldes casi siempre corruptos y corruptores y de charros sindicales millonarios y con un pasado peronista semifascista o de colaboración con la última dictadura y con el menemismo, las dos grandes plagas de los últimos cuarenta años en Argentina. Ella es la única que puede lograr consenso entre los trabajadores suburbanos y los pobres de las provincias, como lo demuestran los sondeos de opinión que le dan casi el doble de aceptación que a sus candidatos a gobernadores o a alcaldes. Esta vez se incorporan al padrón electoral (y a las luchas) capas de jóvenes carentes de memoria y de experiencia política debido a los largos años de desocupación y a la derrota obrera que impidieron mantener la continuidad de las luchas del 45, de los 60, de los 70, pero con ansias de un cambio que ellos no consiguen todavía concretar en reivindicaciones precisas que vayan más allá del plano salarial y del campo de los derechos humanos. Por eso el kirchnerismo –que es poco más que un vago pero intenso sentimiento nacionalista-justicialista que como una salsa espesa baña una política procapitalista con aspectos asistenciales y distributivos– se identifica sólo con los Kirchner (Néstor, que murió en su combate y por eso es admirado, y su viuda y continuadora que quiere organizar a la juventud detrás de su hijo Máximo). Desde la izquierda, quienes hablan de socialismo creen que el kirchnerismo está muerto justo cuando obtendrá el máximo histórico de consenso o piensan que se basa sólo en la corrupción, sin comprender que la corrupción y la represión, que son reales, son la forma de existencia del gobierno
justicialista, pero que Cristina Fernández tiene y gana consenso con su actividad incesante y con su proyecto de país que, por otra parte, es el único en la batalla política actual ya que la derecha y el centroizquierda no tienen proyecto alguno sino, apenas, alguna propuesta, y quienes se proclaman socialistas han regalado los programas nacionalistas-socialistas de Huerta Grande y La Falda a las direcciones sindicales burocráticas y no van más allá del sindicalismo combativo y de las consignas generales de propaganda.
Cristina Fernández, si todo siguiese igual hasta octubre,
aparece como la segura ganadora ante los enanos políticos a los que se
enfrenta. Necesita, sin embargo, integrar su fórmula presidencial o con
uno de los tiburones del partido (lo que le garantizaría el apoyo de una
máquina electoral y de una parte de la derecha peronista), o con un
ultraconservador y proempresarial, para lograr el visto bueno de la
derecha no peronista y del Departamento de Estado. Contentar a uno, sin
embargo, equivale a disgustar a otro: de ahí el misterio prolongado de
la elección del candidato a vicepresidente porque en el kirchnerismo
todo depende solamente de la voluntad de un gran elector, Cristina
Fernández, y no de un partido, que no existe, ni de sus achichincles y
asesores, a los que ella cambia cuando quiere.
Sin programa ni unidad, a la derecha prooligárquica no le queda sino
tratar de utilizar los muchos escándalos oficialistas, como la entrega
de dinero sin licitación ni control a la banda de delincuentes que
explotaron la buena fe y la ingenuidad de las Madres de Plaza de Mayo
para robarles y enriquecerse a costa de ellas y del erario público,
aprovechando de paso la confianza que Hebe Bonafini depositaba en Sergio
Schocklender, al que siguió considerando su hijo adoptivo a pesar de
que desde el 2003, por lo menos, muchos que apoyaban a las Madres
denunciaron y denunciaban los métodos gangsteriles y la corrupción del
personaje. Podrá discutirse la claridad política de Hebe Bonafini y su
poca preocupación por la transformación de las Madres en empresarias
pero su honestidad está fuera de dudas y, contra los chacales, es
necesario darle un apoyo solidario. Las Madres, con su valentía moral y
física, abrieron el camino para un cambio social. Las críticas
–necesarias– a los errores puntuales que una u otra haya cometido o
pueda cometer no afectan en nada la grandeza de su papel, reconocido por
la inmensa mayoría de los trabajadores argentinos. Por eso, entre otras
cosas, serán derrotadas en octubre próximo las hienas de Clarín y La Nación y sus seguidores políticos.
Vìa, fuente :
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/26/opinion/022a1pol
http://www.jornada.unam.mx/2011/06/26/opinion/022a1pol
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