Dylan en una escena del documental No Direction Home, Martin Scorsese, 2005
Un lento tren se acerca
Antonio Valle
A Byron, el golden retriever
A
principios de los sesenta Dylan comenzó a escribir la música que cinco
o seis generaciones han oído para visualizar auténticas imágenes
poéticas. Entonces yo, que no cumplía diez años, no sabía quién era el
muchacho de cabellos locos que escuchaban los chicos más grandes y
avispados. En mil novecientos ochenta y tantos, Jorge Belarmino
Fernández –quien conoce a Bob Dylan como nadie– solía invitarme a
escuchar algunos de sus discos hasta que aparecían “blanquísimos
acantilados del amanecer”. Ya desde entonces me parecía como si
hubieran caído diluvios de tiempo sobre “Blowin in the Wind”, el himno
que pertenecía a un reino casi virginal, reino de mi maestra de inglés,
una estadunidense de origen mexicano que exigía derechos civiles para
todos. Esa muchacha nos enseñaba la lengua de Shakespeare cantando “The
answer my friend, is…”En la segunda mitad de los setenta, cuando los últimos jóvenes de mi generación leían On the Road, yo viajaba en autos destartalados o hacía autoestop haciendo coros de vagabundo: “¿Cuántas carreteras debe un hombre caminar antes de que lo llamen hombre?” Entonces Henry, The Boy, el último filósofo de la vieja banda que tocaba la guitarra y la armónica al estilo de Tennessee, solía asombrarnos explicándonos cosas de la vida apoyado en el escéptico Dylan, en Nietzsche y en Heidegger. Naturalmente, al rato nos alcanzó la falta de fe, el hastío y comenzó la diáspora. Más tarde, Dylan, el judío agnóstico y errante, daba uno de sus giros más inesperados convirtiéndose al cristianismo.
Hasta antes de 1985 disfruté los discos más poderosos del compositor que nació en Duluth, Minnesota en 1941; pero en la primavera de ese año escuché unas cintas inéditas; por supuesto Belar me habló de ellas a tiempo, pero yo llegué con un retraso de seis años a Save y a Slow Train Coming. Aunque lo único que me importaba era oír esa música, no dejaba de hacerme ruido saber que el héroe de la nueva izquierda estadunidense había dado un giro de ciento ochenta grados; más de tres veces el ídolo de la new left había despreciado la crítica burda de los sectores “progresistas” de Estados Unidos. Lo que no sabía es que Dylan había sufrido una separación afectiva que le provocó una crisis espiritual profunda. Eso lo entendí una noche, cuando en el puerto de Veracruz, gracias al aullido hipnótico que hacía una locomotora ensamblada con un gospel de Dylan, al fin logré despegarme de la mirada de una andaluza cuyos ojos dorados y agitanados me habían arrebatado la conciencia. Como pude, logré llegar a la terminal de trenes. En la vieja estación me di cuenta de que ya no había ninguna vía férrea por donde deslizarse; enfrente estaba el mar y más lejos estaría amaneciendo en Europa. Desde ese momento, y aunque muchos fans de Dylan no apreciaron esa pieza, cuando compré mi boleto para regresar a la ciudad, supe que Slow train coming es un disco al que siempre puedes recurrir para que, como dice Séneca, “no dejes que nada ni nadie te conquiste… salvo tu alma.”
“El ego del hombre está hinchado, sus leyes son anticuadas. En el hogar de los bravos, Jefferson se revuelve en su tumba”. (Slow train coming)
Meses después, durante el terremoto que devastó a Ciudad de México, falleció un músico que, como el Dylan folk,
solía acompañarse con armónica y guitarra para cantar algunos blues
donde por primera vez el español sonaba natural. En sus composiciones
mezclaba algo de la nueva trova cubana, de Tin Tan y hasta de Chava
Flores, pero era evidente que el “profeta del nopal”había asimilado el
estilo estético del “profeta de Tennessee”. Rodrigo González le daba
aliento a un movimiento de rock mexicano que –junto con el surgimiento
de la sociedad civil– le abría paso a nuevas formas de expresión en
español que los jóvenes de mi generación, exceptuando las cancioncitas
de fresa y chocolate, las locuras del Triy el ingenio de Botellita de
jerez, sólo escuchamos poesía con gran dificultad en el rock que se
hacía en Inglaterra y en eu. Con ese movimiento de rock en tu idioma apareció la mítica Santa Sabina. Sus fundadores, la cantante y performance woman
Rita Guerrero y el extraordinario Alfonso Figueroa, con el resto de la
banda, asumían las letras alucinantes que escribía la poeta Adriana
Díaz Enciso. Otros grupos importantes que exploraban con posibilidades
metafóricas en español fueron Real de Catorce, Caifanes, Maldita
Vecindad y Café Tacuba. Gracias a la maestra hippie de la secundaria no fue tan difícil que lograra “ver” algunas insólitas imágenes Bob Dylan en inglés y después de Aurora en español.
“¿Cuántos años pueden algunas personas existir antes de que sean libres?”
Diez años más tarde
publicaba algunos brebajes filtrados a través de los vasos comunicantes
de la literatura. Decía que al finalizar el milenio la historia de las
letras parecía desembocar en un puerto –por supuesto, inconscientemente
estaba pensando en la heroica ciudad de Veracruz–; ahí, algunos
escritores se disponían a partir llevándose los textos de sus autores
más preciados. Junto a poemas antiguos, como si fueran cartas de
navegación, extendimos nuevos textos para que algunos escritores, como
Paul Auster un día lo hizo, se hicieran a la mar buscando alguna de las
ciudades invisibles en Europa; o en su defecto Ítaca; “puerto
imposible en la mente genial, no de Pound, sino de un pastor de cabras
por siempre contemporáneo”. Los menos académicos escribirían
letras de blues y rock para contar sus odiseas fantásticas. Los poetas
más serios y maduros, invocando a entrañables capitanes de navío, se
aprestarían a descubrir nuevas rutas de navegación para cantar una
renovada historia del amor y las ideas. En ese extraño fondeadero
finisecular, a la mañana siguiente de ese ya postmoderno 1995,
críticos, lectores y audiencias seguían esperando a que musas y quimeras
virtuales hicieran su aparición en un gran concierto convocado por
jóvenes poetas. Sin embargo, era engañoso el déjà vu, porque en
ermitas, sinagogas, tabernas, liceos, talleres, academias y portales
del fondeadero imaginario, uno que otro juglar se animaba a pensar:
“Sólo yo poseo las llaves de esa farsa salvaje”, mientras Rimbaud, el
ruin bardo predilecto de Bob Dylan –y de buena parte de aquella
“inmensa minoría” que se enamoraba y tomaba cervezas en la Rambla– se
olvidaba de ese juego para atravesar los “blanquísimos acantilados del
amanecer”. Los más audaces hicieron ondear innovadoras experiencias
verbales y tomaron por asalto a través de la fibra óptica el siglo XXI.
Otros siguieron dialogando con sus muertos sobre el papel. Así se
producía la transfusión poética que amenazaba con reventar las arterias
comunicantes de algunas experiencias literarias inevitablemente
postmodernas. A nadie le importaba ya saber que la verdad y el olvido
formaban antesalas virtuales en esa nueva eternidad que proclamaba el
fin de la Historia. No muy lejos de este clima espiritual, Bob Dylan
seguía haciendo música con los restos del botín sagrado que brillaba en
la dársena de enfrente. Experimentando con algunos géneros de la
música estadunidense, folk, country, blues, rock, jazz, producía
poderosas imágenes que, como él mismo lo ha confesado, además de que
esas “fanopeas” aparecían en su mente, provenían de la poesía
que había leído de los malditos: Baudelaire, Verlaine; de los beatniks:
Kerouac, Burroughs, Ginsberg; de los románticos: Byron, Shelley,
Keats; de viejos y modernos maestros clásicos: Shakespeare, Poe,
Faulkner. Todo esto provocó que algunos “intelectuales insensatos”, año
tras año opinaran que merecía ser candidato al Premio Nobel de
Literatura. Por supuesto, Dylan no necesita eso y tampoco sería
aceptable para la inmensa República de las Letras. Sin embargo no está
por demás preguntarse: “¿Cuántas veces puede un hombre girar su cabeza y
fingir que no te ha visto?” (“Blowin in the Wind.”)Foto: efeeme.com |
Creo que no es imposible que poetas antiguos como Dylan Thomas o Walt Witman tuvieran revelaciones en las que supieron que llegaría el día en que sería muy popular cierto tipo de juglar irreverente, divertido pero íntegro, tan audaz y buen artista que sería capaz de convocar a miles de personas a celebrar la vida. No recuerdo bien, no sé si de verdad ahí estaba Dylan, pero me gusta imaginar que hace algunos años escuché a ese artista heterodoxo tocando en un cobrizo palacio mexicano. Especulé que para atravesar esos umbrales, para acceder a ese tipo de experiencias místicas-poéticas de imágenes precisas, de ritmo superior y clara inteligencia, era preciso que mi banda volviera a reunirse; de lo contrario tendría que esperar a que en un palacio blanco nuestro héroe viniera a tocar con la sinfónica de Nueva York o la de Londres. Definitivamente esto sería más sencillo si sólo fuera capaz de ligar tres acordes bajo el influjo dorado de mi amiga, la ex gitana andaluza: “¿Cómo se siente ser tú misma, sin un rumbo determinado, como una completa desconocida, como una piedra que rueda?”(“Like a Rolling Stone), o soportar la última mirada que me lanzó el golden retriever, bajo la sombra púrpura de un árbol.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/05/22/sem-antonio.html
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