La fortuna, o dígase la Providencia, es árbitro de la mitad de
nuestras acciones, pero también que nos deja gobernar la otra mitad, o,
al menos, una buena parte de ellas. El príncipe que no se apoya más que
en la fortuna cae según que ella varía. Es dichoso aquel cuyo modo de
proceder se halla en armonía con la índole de las circunstancias y que
no puede menos de ser desgraciado aquel cuya conducta está en
discordancia con los tiempos. Cuando ha llegado para el hombre de
temperamento fríamente tardo la ocasión de obrar con calurosa celeridad,
no sabe hacerlo y provoca su propia ruina. Si supiese cambiar de
naturaleza con las circunstancias y con los tiempos, no se le mostraría
tornadiza la fortuna. Si la fortuna varía y los príncipes continúan
obstinados en su natural modo de obrar (…) serán desgraciados no bien su
habitual proceder se ponga en discordancia con ella
Maquiavelo, El Príncipe, capítulo XXV
La carencia de las virtudes que deben caracterizar a un buen
gobernante –la sabiduría necesaria para entender razonablemente el
momento histórico y su perspectiva, la prudencia para ajustarse a las
tornadizas circunstancias; la sensibilidad para escuchar y atender las
demandas de los mandantes y cultivar su credibilidad; la capacidad de
convencimiento y para armar consensos; el respeto y el sometimiento al
imperio de las leyes que salvaguarden la majestad del Estado, entre
otras– se ha convertido en el peor enemigo de Felipe Calderón. El
panista es la primera víctima de sus tentaciones despóticas.
Si es válido el parangón, la estrategia de seguridad nacional de Calderón sigue una trayectoria similar a la que impuso el Baby Bush
a raíz de los acontecimientos de 2001. Durante algún tiempo, ambas
políticas tuvieron sus escenográficos momentos de gloria. La venta del
espectáculo de la seguridad pública a una atemorizada población –ese
paralizante estado de ánimo que ellos contribuyeron a fabricar y
magnificar con el terrorismo impuesto desde las esferas del poder–
arrojó como beneficio una mejoría en la fisonomía de sus
administraciones, aun cuando no fue el suficiente para blanquear completamente sus legalmente turbios ascensos a sus respectivos gobiernos.
Pero la seguridad, vendida como cualquier otra mercancía, tiene su
periodo de caducidad. Como emblema o marca, su rendimiento decrece en el
tiempo; su eficacia se agota por más esfuerzo que se haga para reciclar
y promocionar el producto con novedosas envolturas. Pierde su vigencia.
Resulta cada vez más difícil colocarlo en el mercado, y su uso y abuso
resulta contraproducente. Se torna letal para los fines buscados por el
vendedor de bisutería, y social y políticamente insoportable para la
población reducida a la estatura de consumidor de esa mortífera
fruslería, cuyos “daños colaterales” se vuelven inmensurables. Sobre
todo cuando la inseguridad de la estrategia de seguridad la obliga a
poner los cadáveres, los heridos, los desaparecidos, los ultrajados en
el campo de batalla, las víctimas de los grupos en pugna sin reglas, sin
derecho a renegar, con la única opción de asumir el papel de coro
silente, de aceptar bovinamente la falsa divisa –por única– absolutista:
“Estás conmigo o contra mí”.
Sin embargo, a diferencia de Bush y sus halcones neoconservadores,
que antes de que asumieran el gobierno, desde 1997, ya tenían armado su
plan terrorista a escala nacional y mundial –el Proyecto para el Nuevo
Siglo Estadunidense–, Calderón no estaba preparado ni anímica ni
materialmente para una paródica cruzada interna. Su juego de guerra fue
una ocurrencia legitimadora que se trastocó en una mayor
deslegitimación. El Baby no pudo evadir el parcial juicio de la
historia, aunque sí el de sus crímenes de lesa humanidad. Políticamente
se hundió en su sangriento piélago belicoso, arrastró consigo al abismo
de la derrota electoral a su partido republicano y abrió las puertas de
la Casa Blanca a Barack Obama, quien –a contracorriente de su
grandilocuencia de cambio y las contritas buenas conciencias que votaron
por él al considerar que terminaría con las agresiones militares, con
la misma agresividad imperial– amplía las zonas de operaciones y
quebranta la legalidad internacional, si es que existe algo digno de ese
nombre. Obama acaba de tener sus cinco minutos de esplendor legitimador
al encabezar el asesinato de Bin Laden. Calderón recoge su cosecha de
odio social en un sistema estructurado para encubrir la arbitrariedad
del gobierno y garantizar su impunidad. Ninguno tendrá su Núremberg.
La relación amo-esclavo sigue su impecable lógica dialéctica. El
ascendente descontento de los vasallos puede superar el paralizante
narcótico del miedo impuesto e inducido por los señores de la guerra
(traducción literal de la palabra inglesa warlord) que, de
facto, con sus bandas de criminales controlan diversas regiones del país
arrebatadas a la autoridad central, y de los de horca y cuchillo, los
señores feudales del gobierno.
La Marcha Nacional por la Paz con Justicia y Dignidad fue otra
expresión más de ese dilatado malestar en cuyas entrañas puede gestarse
un movimiento de mayor calado, de organizada desobediencia civil
pacífica, de rebeldía y disrupción antisistémica, como consecuencia de
las contradicciones y los objetivos colectivos contrapuestos entre el
régimen y la sociedad que pueden provocar la confrontación de intereses.
En un sistema autoritario donde los poderes Ejecutivo, Legislativo y
Judicial tratan con insolente desprecio las posturas disidentes, han
perdido su legitimidad, no sólo no se preocupan por resolver
institucionalmente los conflictos, sino que los tensan con sus
respuestas de fuerza; son intransigentes a las reformas exigidas por la
sociedad. El riesgo de una colisión se vuelve inherente a la dinámica
social, en un imperativo estructural, en el motor de cambio.
Por su amorfa heterogeneidad y espontaneidad, por lo definido de sus
propósitos –su exigencia de justicia y la renuncia de uno de los
principales responsables de los atropellos contra la sociedad: Genaro
García Luna; la restructuración de las instituciones encargadas de
impartirla; el diálogo y un pacto con Calderón para que se cambie la
guerra insensata por otra estrategia que atienda los derechos humanos;
el rechazo a la iniciativa de seguridad nacional; su demanda porque se
combata la corrupción y la impunidad del Poder Judicial; la aplicación
de una política social que ofrezca nuevas expectativas de vida a los
jóvenes y la población, entre otros– que no desbordan los límites del
sistema, esa forma de protesta puede diluirse como ha sucedido con otros
tantos. No es un partido o una coalición de fuerzas con cierta
autonomía teórica y práctica del sistema, cohesionados alrededor de un
proyecto estratégico antineoliberal, democrático o poscapitalista, con
objetivos y metas realizables y un programa para conseguirlos (táctica y
estrategia de lucha) que provoque un desequilibrio sistémico, con la
representación de las mayorías que aspiran al cambio.
Los participantes de la Marcha han entendido, a golpes de hacha y con sus muertos por delante, asesinados por los narcos
y los aparatos represivos del Estado, que enfrentan “una guerra
declarada contra el pueblo” y que es “necesario responder con firmeza”,
como escribió el cineasta Sergio Olhovich. Todavía falta interiorizar
que hay que “tomar el poder público y luego el poder político; [que] es
necesario transformar el país, cambiar la sociedad. Pero pacíficamente;
la no violencia es fundamental”, como agregara Olhovich. Que se tenga la
conciencia de que la elite política-económica es su enemigo histórico
de clase a la que no debe exigirle, sino derrotarla.
Aun en sus limitaciones, la Marcha constituye un desafío al
calderonismo y el régimen de la alternancia. Un individuo aislado, como
átomo, puede ser fácilmente tiranizado. Pero eventualmente pueden
representar un peligro, incluso desestabilizador, cuando los
organizadores y participantes del movimiento han tenido la capacidad
para agrupar a su alrededor un amplio número de dispersas víctimas del
terrorismo estatal a lo largo y ancho del país, directa e
indirectamente, de diferentes estratos sociales, unas sin voz hasta ese
momento, otras con reconocimiento y legitimidad social, con cierta
experiencia política y con la posibilidad de darle un liderazgo y una
proyección impredecible a la protesta; todos, decididos a hacerse
escuchar y a forzar cambios en virtud de las infamias recibidas.
Tanto la Marcha como otras protestas han desnudado las miserias del príncipe
y del régimen. Evidenciaron de nueva cuenta que el sistema es injusto,
antidemocrático, esclerotizado; que los poderes Ejecutivo, Legislativo y
Judicial son los responsables de la dilatada decadencia nacional; que
no los representan porque los votantes no eligen a nadie, sólo votan
para ratificar las listas elaboradas por los grupos de poder; que la
elite política sólo representa a su partido, sus intereses y los de la
oligarquía nacional y trasnacional y que no tienen la posibilidad de
revocarlos; que los partidos estatales son enemigos de la sociedad, de
la libertad, le han arrebatado la soberanía al pueblo, y si bien la
corrupción es gravísima, ella es peccata minuta comparada con la falta de representatividad de los gobernantes. Ésa es la oligarquía que enfrentamos.
Los indígenas zapatistas señalaron certeramente que los gobiernos no
sólo matan con armas, también lo hacen con la pobreza y el hambre de las
mayorías. Con ello sintetizaron la tiranía política del régimen y la
dictadura del “mercado” que impusieron. El genocidio no es sólo militar,
también es económico; abarca desde los salarios miserables, la
“flexibilidad” laboral, la exclusión social, los infantes muertos de las
guarderías privatizadas del Instituto Mexicano del Seguro Social y los
mineros víctimas de la acumulación privada de capital, los niños
sometidos a la explotación del trabajo en las zonas rurales y urbanas,
los trabajadores electricistas, la depredación y la destrucción a la que
es sometido el erario y la riqueza nacional.
Ello explica que los representante del sistema, incluyendo los
medios, como Televisa o TV Azteca, por medio de sus fámulos Carlos Loret
de Mola o Joaquín López Dóriga, entre otros, los ataquen como una
jauría rabiosa, ya que no tienen nada que ofrecerles más que una dosis
adicional de sus tropelías de guerra económica, social, política y
armada.
Calderón, girando en la noria de su intolerancia belicista –la sangre en la que chapotea
no le quita el sueño–, dio rápida respuesta. Primero descalificó a
quienes “de buena o de mala fe”, los organizadores y participantes de la
protesta, buscan detener su guerra sucia. Les dijo que
redoblará su lucha y que mantendrá a los uniformados en las calles, pese
a que ellos son corresponsables de la violencia y la criminalidad.
Quiso acotar la violencia al problema de la delincuencia, cuando ella es
sistémica, además de que es su responsabilidad y de sus subalternos.
Luego los, nos, amenazó al decir que tiene “la razón, la ley y la
fuerza”. Después señaló su disposición a reunirse con los organizadores
de la Marcha para escuchar sus razones y propuestas, como si éstas no
fueran claras, y que ellos escucharan las suyas. Pero, al mismo tiempo,
envió a su fámulo Alejandro Poiré a respaldar mentirosamente a quien
debería estar ante los tribunales, García Luna, cuyas pendencieras e
ilegales prácticas son exaltadas por Televisa como si fuera un Rambo
tropical, en pago a los servicios al calderonismo-panismo-priismo que
le han resultado jugosamente rentables, mientras promueve la
reprivatización y la depredación de Petróleos Mexicanos en Estados
Unidos. La vuelta fue completa para quedar parado en el mismo lugar.
En la estrategia de desubicación del enemigo, la señora Margarita
Zavala –quien protegió a la familia de los crímenes de la Guardería
ABC– agrega dolosamente que las drogas son la esclavitud de este siglo,
cuando la peor plaga es el capitalismo neoliberal que administra su
consorte. Los priistas y panistas del Congreso y la Corte, por razones
electorales, políticas y personales, se desentienden de los problemas.
Enrique Peña, apoyado por Televisa, trata de obtener dividendos entre
las aguas sucias y sanguinolentas. Javier Lozano –como ovíparo, por eso del “gallo” azul; como canis, feroz perro laboral,
o como troglodita que tuerce las leyes del trabajo a favor de la
acumulación oligárquica de capital– monta su circo mediático con Loret
de Mola y López Dóriga sobre los cadáveres de los mineros.
A estas alturas, los participantes de la marcha tienen claro que nada
obtendrán del sistema. La libertad de la nación tendrá que pasar una
tormenta –para usar la palabra del jacobino Saint-Just– para colocar en
el panteón al viejo régimen de la alternancia. Sus defensores
no nos dejan otra solución. Tendremos que elaborar la estrategia para la
salud de la nación.
*Economista
Fuente: Contralínea 233 / 15 de mayo de 2011
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