Dicen que hace unos días, en mitad de una misa y precisamente en uno
de sus momentos centrales como es la eucaristía, uno de los sacerdotes
que la celebraba, permaneció durante largos minutos absolutamente solo
sin que nadie acudiera hasta donde él se encontraba para recibir la
ostia consagrada en la Comunión. Los asistentes a la celebración habrían
evitado recibir el Sacramento de manos del obispo auxiliar de Santiago,
Andrés Arteaga y en cambio, habrían preferido hacerlo de otros
oficiantes o colaboradores del oficio. El ex vice gran Canciller de la
Universidad Católica recibía de parte de la grey en un momento íntimo y
silencioso un duro castigo para quien lleva la investidura de sacerdote
pero cuya carrera en la jerarquía eclesiástica estuvo ligada desde
siempre a una de las figuras que mejor reflejan los sensibles momentos
que vive hoy la Iglesia Católica chilena. Fernando Karadima que hasta
hace unos meses era considerado casi como un santito, como le gustaba lo
apodaran, es un nombre emblemático a la hora de retratar una parte de
la historia reciente de la Fe católica en nuestro país, que se vio
fuertemente comprometida con una dictadura que ejerció el terrorismo de
Estado en contra incluso, de sus mismos fieles.
La Unión Sacerdotal creada por Karadima y en la que el obispo Arteaga
oficiara por más de una década como director, representa el rostro de
una Iglesia que cobija en su interior a verdaderos “lobbystas” y
“gerentes”, más que a sacerdotes comprometidos con los valores de
Cristo, y cuya evangelización consiste en cómo hacer para que los
creyentes más poderosos se sientan apoyados y, ojalá, cubiertos de un
velo salvífico, en la medida que sus riquezas son entregadas a ese
selecto grupo de administradores celestiales que sin embargo, no se
dedican como en la Edad Media a vender indulgencias, sino que acumular
una pequeña fortuna cuyos movimientos están aún por ser aclarados. Aún
se está a la espera también, del futuro de Karadima, quien ya no cuenta
con el apoyo ni la complicidad de antaño, cuyo caso se ha vuelto
emblemático para una Iglesia que busca aprender de sus errores. El
Protocolo 2011 que elaboró la Conferencia Episcopal con la nueva manera
con que la Iglesia Católica enfrentará los casos de abuso sexual en
adelante son prueba de ello, sin embargo, aún no es suficiente, cuando
Karadima sigue gozando de un estatus privilegiado al estar recluido en
un convento, incluso en compañía de una monja por si necesitara consuelo
espiritual. Ventajas y miramientos que no merece quien ha violado la
ley que rige a todos quienes somos sujetos de derecho.
Y no deja de llamar la atención, cómo la Iglesia que se muestra
caritativa con un Karadima, desoye a quienes han clamado por su
intervención, como lo son los comuneros mapuche, ante quienes se habría
comprometido a ejercer “de puente” cuando se solicitó su mediación.
El juicio de Cañete fue demasiado representativo cuando en su largo
proceso, el más extenso en la historia de la Reforma en la Octava
Región, permitió que la Ley Antiterrorista se enseñoreara de los medios
de prueba como los testigos sin rostro, aunque no fuera aplicada en la
sentencia. Un eufemismo, en verdad, ya que si hubo un compromiso de que
no sería aplicada, debió invalidarse todo el peso que sus pruebas
aportaban y, sin embargo, cuatro comuneros mapuche terminaron siendo
condenados a altísimas penas.
La actuación de la Fiscalía necesitó la moderación de los
representantes de una Iglesia comprometida en el proceso. El trato
despectivo, incluso ofensivo por parte de algunos jóvenes y arrogantes
fiscales requirió de la presencia allí, en la Sala, de observadores
eclesiásticos, como sí los hubo de tantos organismos de derechos
humanos. De la misma manera cómo en el pasado fue la Iglesia la que
estuvo junto a los perseguidos políticos en dictadura, debió el
carismático entonces obispo y hoy arzobispo de Santiago Ricardo Ezzati,
haber designado a una comisión especial que diera cuenta de todos los
oscuros pliegues de un proceso corrompido por el lobby de las empresas y
los intereses de ciertos sectores que aún creen que estamos en tiempos
de la “pacificación de la Araucanía”.
La irrupción en medio de la misa de Pascua de Resurrección de un
grupo de adherentes a la causa mapuche a la Catedral de Santiago no es
otra cosa que un grito de ayuda, que bien interpretó el arzobispo. Sólo
le resta convertirse en el actor relevante que los momentos actuales
exigen, para que nunca más un sacerdote, como le sucedió al obispo
Arteaga, se quede con la comunión intacta en medio de una eucaristía.
Vìa :
http://radio.uchile.cl/columnas/111766/
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