Su voz era un como un “río negro” con ese timbre cavernoso de orador
sagrado. El acento pesimista de Ernesto Sabato coronaba a esa otra voz,
la del monstruoso mundo de sus tinieblas, como decía en sus páginas, que
surgía en sus novelas, especialmente en Sobre héroes y tumbas.
Autor entrañable para miles de lectores, sin más patria o nacionalidad
que el hachazo y la conmoción que significa transitar por los universos y
laberintos de El túnel o Abaddón el exterminador, su
muerte, hoy a la madrugada en su casa de Santos Lugares, a los 99 años,
cuando parecía que festejaría su centenario de vida, no lo exime del
“juicio de la historia”. El dolor por la pérdida de un escritor
fundamental del siglo XX de la literatura argentina no puede deslizar
bajo la alfombra de la sociedad argentina heridas muy hondas que aún no
han cicatrizado. El respeto y la admiración no debería traducirse
automáticamente en indulgencia a las convicciones políticas de un
intelectual ambivalente y paradójico, una especie de predicador
atormentado que encarnaba la voz y los sentimientos de “todos”, una
mascarada tan convincente que escapó a su control.
El
“maestro”, el “genio”, el “quijote lúgubre” de nuestras pampas y cuantos
calificativos se desprendan y multipliquen por las bocas apesadumbradas
o las páginas que se están escribiendo en este mismo instante, fue una
figura compleja, polémica, contradictoria. Almorzó con el dictador Jorge
Rafael Videla, encabezó la Conadep, la comisión encargada de recoger
los testimonios de los familiares de desaparecidos durante la dictadura
militar y prologó el Nunca más, donde formula la “teoría de los
dos demonios” y equipara el terrorismo de la guerrilla con el
terrorismo de Estado. En esta trama enrevesada reside el desafío que
genera el escritor; hay que “penetrar en las grietas para que pueda
volver a filtrarse el torrente de la vida”, una frase de Jünger que
Sabato recuerda en España en los diarios de mi vejez (Seix
Barral), su último libro publicado en 2004. El escritor que nació en
Rojas en 1911, que siempre fue un hombre de pueblo, que se instaló en
Santo Lugares cuando casi literalmente no había nada, cuando todo era
horizonte en construcción, escribió en ese último libro que “cuando nos
hagamos responsables del dolor del otro, nuestro compromiso nos dará un
sentido que nos colocará por encima de la fatalidad de la historia”. Se
refería al lugar decisivo de la solidaridad en un “mundo acéfalo” que
excluye a los diferentes. Lo avergonzaba -afirmaba- que existan
doscientos cincuenta millones de niños explotados. Pero se puede atisbar
en las entrañas de esta frase algo más que la mera coyuntura a la que
aludía. Quizá su deseo –inconfesable- era sortear esas “fatalidades” y
peripecias interminables que padeció; buscar afanosamente un hilo de
Ariadna que pudiera hacer comprensible su propio desconcierto íntimo.
Sabato es un ícono de la cultura argentina con todo lo positivo y
negativo que trasunta ocupar esa posición en el imaginario de una
sociedad. Supo articular, declaración tras declaración, páginas tras
página, la estela del escritor torturado y sufriente que luchaba contra
las tinieblas y fantasmas. Su conciencia parecía que nunca lo dejaba en
paz. A menudo repetía que “quemaba lo que había escrito a la mañana”.
Comenzó a garabatear su novela más emblemática, Sobre héroes y tumbas
(SHT) en 1936. La primera publicación fue en 1961, pero en el ínterin,
como se recuerda en la edición crítica publicada en la colección
Archivos por la editorial Alción(2008), coordinada por María Rosa Lojo,
hubo avances y retrocesos y quemas periódicas de manuscritos
descartados. Nunca dejó de corregir y depurar ese texto capital hasta la
edición definitiva de 1991. Novela total, SHT “entreteje múltiples
voces e historias con la Historia, expande en direcciones contrapuestas
los ámbitos geográficos, abre, desde la ciudad cotidiana, una grieta en
la percepción, una ventana oscura hacia el otro lado de lo que creemos
real”, subraya Lojo en el estudio liminar.“A veces la literatura se inviste con los poderes del sueño, ilumina territorios imaginados y perdidos –plantea Lojo-. Sobre héroes y tumbas, gótico surrealista y argentino, galería de fantasmas familiares, geología fantástica, perverso libro de viajes fabulosos en el corazón de lo cotidiano, nos ofrece la ilusión de recobrar un tesoro siniestro. De asomarnos a la forma oculta del mundo, y de atisbar en ella, como en un diseño abismal de cajas chinas, todos los otros mundos que están en éste”. Sabato es un tesoro problemático y muy incómodo: genera amores y rechazos tan intensos como imposibles de conciliar. Su literatura y parte de sus ensayos –El escritor y sus fantasmas, Hombres y engranajes o Uno y el Universo- preservan un encanto difícil de negar, aun en aquellos que refieren a esas primeras lecturas como un “hechizo” o “pecado” de juventud. Pero escindir su impronta entre una “verdad nocturna” (sus ficciones) y una “verdad diurna” (sus intervenciones públicas), como él mismo proclamaba, simplifica el problema de su laberinto existencial y político. ¿Se puede parcelar a Sabato en esferas puras, incontaminadas entre sí? Difícil, aunque a menudo se haga, acaso para dejar al margen, como una “equivocación menor”, el almuerzo con Videla y su “teoría de los demonios”.
Murió Sabato en su patria adoptiva de Santo Lugares. Hace un puñado de años que estaba recluido, como desterrado en su propio terruño. En silencio, escuchando música. Una de sus últimas apariciones fue en noviembre de 2004, en Rosario, cuando en el marco del III Congreso Internacional de la lengua Española asistió a un homenaje en el que participó José Saramago, Víctor García de la Concha, ex director de la Real Academia Española de la lengua, y la entonces senadora Cristina Fernández. Más de 1600 personas lo ovacionaron de pie al Premio Cervantes 1984. Sabato lloraba, se sacaba los anteojos, se limpiaba las lágrimas y saludaba. Se despedía. Lo sabía él y todos los que fueron testigos de ese momento de extrema emoción. Debilitado por tanto cariño, moviendo su mano para saludar a todos, se esforzaba por comprender por qué él, que escribió en Abaddón… que el “universo es horrible, o trágicamente transitorio e imperfecto”, logró, en el tumulto de sus ficciones, construir una obra que tendría como destino la revelación de un territorio fantástico: la conciencia del hombre.
Entre las citas que le gustaba evocar, solía recordar una de Nietzsche: “Yo amo a quienes no saben vivir de otro modo que hundiéndose en el ocaso. Pues ellos son los que pasan al otro lado”. En el club de su barrio, Defensores de Santos Lugares, los vecinos y lectores comienzan a despedirse del autor de El Túnel. Su hijo Mario reveló en una carta el gesto póstumo de su padre: “Cuando me muera, quiero que me velen acá, para que la gente del barrio pueda acompañarme en este viaje final. Y quiero que me recuerden como un vecino, a veces cascarrabias, pero en el fondo un buen tipo. Es a todo lo que aspiro”.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/ultimas/20-167346-2011-04-30.html
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