Hablar de naturaleza humana sin hablar de la diferencia sexual
es ocultar que la “mitad” de la humanidad integrada por las mujeres vale
menos que la de los hombres. Bajo formas cambiantes según tiempo y
lugar, las mujeres han sido consideradas seres cuya humanidad es
problemática (más peligrosa o menos capaz) en comparación con la de los
hombres. A la dominación sexual que este prejuicio genera la llamamos
patriarcado y al sentido común que lo alimenta y reproduce, cultura
patriarcal. La persistencia histórica de esta cultura es tan fuerte que,
incluso en las regiones del mundo en las que ha sido oficialmente
superada por la consagración constitucional de la igualdad sexual, las
prácticas cotidianas de las instituciones y las relaciones sociales
continúan reproduciendo el prejuicio y la desigualdad. Ser feminista hoy
significa reconocer que esta discriminación existe y que es injusta, y
desear activamente que sea erradicada. En las actuales condiciones
históricas, hablar de naturaleza humana como si fuese sexualmente
indiferente, sea en el plano filosófico o en el político, es pactar con
el patriarcado.
La cultura patriarcal viene de lejos y atraviesa tanto a la cultura
occidental como a las culturas africanas, indígenas e islámicas. Para
Aristóteles, la mujer es un hombre mutilado y, para Santo Tomás de
Aquino, siendo el hombre el elemento activo de la procreación, el
nacimiento de una mujer es una señal de debilidad del procreador. A
veces anclada en textos sagrados (la Biblia y el Corán), esta cultura ha
estado siempre al servicio de la economía política dominante que, en
los tiempos modernos, han sido el capitalismo y el colonialismo. En Tres
Guineas (1938), en respuesta a un pedido de apoyo financiero para la
guerra, Virginia Woolf se niega y, recordando la marginación de las
mujeres en la nación, afirma provocativamente: “Como mujer, no tengo
país. Como mujer, no quiero tener país. Como mujer, mi país es el mundo
entero”. Durante la dictadura en Portugal, las Nuevas cartas
portuguesas, publicadas en 1972 por Maria Isabel Barreno, Maria Teresa
Horta y Maria Velho da Costa, denunciaban al patriarcado como parte de
la estructura fascista que sostenía la guerra colonial en Africa.
“Angola es nuestra” era el correlato de “las mujeres son nuestras” (de
nosotros, los hombres), y con el sexo de ellas se defendía la honra de
ellos. El libro fue incautado de inmediato porque justamente fue
percibido como un libelo contra la guerra colonial, y sus autoras no
fueron juzgadas sólo porque entretanto estalló la Revolución de los
Claveles, el 25 de abril de 1974.La violencia que la opresión sexual implica se produce bajo dos formas, hardcore y softcore. La versión hardcore es el catálogo de la vergüenza y el horror del mundo. En Portugal, en 2010 murieron 43 mujeres víctimas de la violencia doméstica. En Ciudad Juárez (México), en los últimos años fueron asesinadas 427 mujeres, todas jóvenes y pobres, trabajadoras de las fábricas del capitalismo salvaje, las maquiladoras, un crimen organizado conocido como femicidio. En varios países de Africa se sigue practicando la mutilación genital. En Arabia Saudita, hasta hace poco las mujeres ni siquiera tenían partida de nacimiento. En Irán, la vida de una mujer vale la mitad que la de un hombre en un accidente de tránsito; en un tribunal judicial, el testimonio de un hombre vale tanto como el de dos mujeres; en caso de adulterio la mujer puede ser lapidada hasta morir, una práctica que, por otro lado, está prohibida en la mayoría de los países de cultura islámica.
La versión softcore es insidiosa y silenciosa, se produce en el seno de las familias, las instituciones y las comunidades, no porque las mujeres sean inferiores sino, por el contrario, porque son consideradas superiores en su espíritu de abnegación y en su disponibilidad para ayudar en tiempos difíciles. Como es una disposición natural, no hace falta siquiera preguntarles si aceptan los encargos ni bajo qué condiciones. En Portugal, por ejemplo, los actuales recortes del gasto social del Estado victimizan en particular a las mujeres. Las mujeres son las principales proveedoras de cuidado a las personas dependientes (niños, ancianos, enfermos, personas con discapacidad). Si con la clausura de hospitales psiquiátricos y la ausencia de soluciones alternativas los enfermos mentales son devueltos a sus familias, el cuidado queda a cargo de las mujeres. La imposibilidad de conciliar el trabajo remunerado con el trabajo doméstico hace que Portugal tenga una de las tasas de fertilidad más bajas del mundo. Cuidar de los vivos se torna incompatible con desear más personas vivas. Y esto es apenas una expresión extrema de algo que está pasando un poco por todas partes.
Pero la cultura patriarcal tiene, en ciertos contextos, otra dimensión particularmente perversa: la de crear en la opinión pública la idea de que las mujeres son oprimidas y, como tales, víctimas indefensas y silenciosas. Este estereotipo hace posible ignorar o desvalorizar las luchas de resistencia y la capacidad de innovación política de las mujeres.
Es así como se ignora el papel fundamental de las mujeres en la revolución de Egipto o en la lucha contra el saqueo de tierras en la India; la acción política de las mujeres que lideran municipios en tantas pequeñas ciudades africanas y su lucha contra el machismo de los líderes partidarios que bloquean el acceso femenino al poder político nacional; la lucha incesante y plena de riesgos por la punición de los criminales llevada a cabo por las madres de las jóvenes asesinadas en Ciudad Juárez; las conquistas de las mujeres indígenas e islámicas en su lucha por la igualdad y el respeto de la diferencia, transformando desde adentro las culturas a las que pertenecen; las prácticas innovadoras en defensa de la agricultura familiar y las semillas tradicionales de las mujeres de Kenia y de tantos otros países de Africa; la presencia de mujeres en los movimientos antimineros (recordemos la muerte de Betty Cariño Trujillo en Oaxaca) y en todos los que pelean por el reconocimiento de la naturaleza como “bienes comunes”, tal como ocurre en estos días en la Argentina; la palabra de las mujeres palestinas que, cuando son interrogadas por autoconvencidas feministas europeas sobre el uso de anticonceptivos, responden: “En Palestina, tener hijos es luchar contra la limpieza étnica que Israel impone a nuestro pueblo”.
* Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.). Traducción: Javier Lorca.
Vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-166480-2011-04-18.html
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