Juan Francisco Sicilia
Ortega no es ni más ni menos importante que cualquier otro muerto de
esta guerra estúpida. Puede representar a todos ellos. Dependerá de
nosotros, deudos de una nación ensangrentada y desarticulada, que así
sea. Dependerá de nosotros que la náusea y la ira tomen un rumbo preciso
de acción para detener el baño de sangre que padecemos por obra de los
intereses imperiales y de sus socios y ejecutores locales: las mafias
políticas, empresariales y mediáticas que en 2006 se vieron ante la
disyuntiva de perder el poder o destruir al país, y que optaron por lo
segundo.
Treinta o 40 mil muertos después, el saqueo regular a la población y
al erario, el terror de Estado, la entrega de regiones a grupos
paramilitares, la plena disolución de la seguridad pública y los
ejercicios de simulación de normalidad democrática han tenido efectos
catastróficos en la sociedad: la desarticulación y el desaliento son
evidentes y empieza a proliferar una suerte de resignación ciudadana
ante el achicamiento, el enrarecimiento y el deterioro generalizados en
todos los espacios de la vida, especialmente en el ingreso, la
educación, la calle, la salud y la seguridad. Los saldos de 30 o 40
muertos diarios son un trago cotidiano amargo, pero cada vez más
familiar. Si hace unos años era exasperante la proliferación de asaltos,
hoy esos episodios delictivos ya ni escandalizan, porque se han
instalado en nuestras posibilidades adversas el levantón, el tránsito
súbito a la condición de baja colateral, la decapitación y el desmembramiento.
Ni el miedo, ni la desesperanza ni el cinismo han disipado la exasperación y la rabia de vastos sectores de la población ante la destrucción programada del país. Pero, hasta ahora, ninguna de las masacres, ninguno de los robos, ninguno de los atropellos ha logrado congregar el hartazgo nacional ante la administración corrupta, irresponsable, entreguista y cruenta. No lo consiguieron, por diversas razones, los llamados de empresarios prominentes que sufrieron secuestro y asesinato de un pariente cercano, ni los homicidios múltiples en Ciudad Juárez, ni el desprecio oficial por la vida de los niños que murieron quemados en la Guardería ABC, ni el uso faccioso de los aparatos de justicia, ni la cesión a mineras transnacionales de buena parte del territorio nacional, ni el brutal despido de 40 mil electricistas, ni las muestras de connivencia entre el poder público y las organizaciones delictivas a las que dice combatir.
El asesinato de siete personas en Temixco, perpetrado la
semana pasada por un grupo de la delincuencia organizada, incrustado o
no, con vínculos o no, en alguna corporación de seguridad pública,
podría ser el detonante para que la sociedad exprese, de manera masiva,
inequívoca e indiscutible, el enojo contenido por tantos agravios. El
llamado a tomar las calles formulado por Javier Sicilia, padre de una de
las víctimas, ha prendido. Mañana, en una decena de ciudades del país,
un número incierto de ciudadanos se reunirá para exigir que el gobierno
federal ponga un alto al baño de sangre. Ya no es tiempo de
experimentos, y nunca debió serlo, porque la materia de experimentación
ha sido la vida humana. Ya no debe haber margen de condescendencia o
tolerancia ante un régimen que declara una guerra, por ocurrencia propia
o por imposición gringa, y que después no sabe cómo perderla, mucho
menos cómo ganarla, y que termina diciendo:
Que no se equivoquen: la responsabilidad política por las entre 30 y 40 mil vidas destruidas –sin contar las de las viudas, los viudos, las y los huérfanos, las madres y los padres– recae en el jefe nominal del régimen; el mismo que, en la hora de la carnicería, se sube a jugar a un avión de la Fuerza Aérea Mexicana y lanza una broma pueril y disociada:
La ciudadanía no tiene por qué dirigirse a la delincuencia no gubernamental ni exigirle nada, ni hacerse justicia por propia mano, ni ir a comprar armas de fuego; para eso mantiene –y a qué precio– un aparato gubernamental legal y constitucionalmente encargado de prevenir el delito, procurar justicia y velar por las seguridades pública y nacional. Para eso tiene carretadas de dinero nuestro, para eso detenta el monopolio de la violencia legítima, para eso paga –se supone– un enjambre de sesudos asesores.
El llamado es para mañana, miércoles, a las cinco de la tarde. En varias ciudades. En la capital el encuentro será en la explanada de Bellas Artes para partir rumbo al Zócalo. De la ciudadanía depende que el llamado fructifique y que pueda enviarse al calderonato un mensaje civil inocultable y masivo: arreglen como puedan esta idiotez sangrienta o quítense de ahí. Estamos hasta la madre.
yo no fui.
Que no se equivoquen: la responsabilidad política por las entre 30 y 40 mil vidas destruidas –sin contar las de las viudas, los viudos, las y los huérfanos, las madres y los padres– recae en el jefe nominal del régimen; el mismo que, en la hora de la carnicería, se sube a jugar a un avión de la Fuerza Aérea Mexicana y lanza una broma pueril y disociada:
¡Disparen misiles!
La ciudadanía no tiene por qué dirigirse a la delincuencia no gubernamental ni exigirle nada, ni hacerse justicia por propia mano, ni ir a comprar armas de fuego; para eso mantiene –y a qué precio– un aparato gubernamental legal y constitucionalmente encargado de prevenir el delito, procurar justicia y velar por las seguridades pública y nacional. Para eso tiene carretadas de dinero nuestro, para eso detenta el monopolio de la violencia legítima, para eso paga –se supone– un enjambre de sesudos asesores.
El llamado es para mañana, miércoles, a las cinco de la tarde. En varias ciudades. En la capital el encuentro será en la explanada de Bellas Artes para partir rumbo al Zócalo. De la ciudadanía depende que el llamado fructifique y que pueda enviarse al calderonato un mensaje civil inocultable y masivo: arreglen como puedan esta idiotez sangrienta o quítense de ahí. Estamos hasta la madre.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/05/index.php?section=opinion&article=026a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2011/04/05/index.php?section=opinion&article=026a1mun
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