se las atribuía a una autoridad divina. En cambio, el
economista austríaco Friedrich von Hayek siguió un camino inverso cuando
organizó desde 1947 reuniones anuales de economistas y empresarios a
los pies del Mont Pelerin, en Suiza.
Era un nuevo credo que no provenía de un dios sino de un hombre,
aunque muchos veían en él al dios del mercado y del individualismo. Uno
que proclama el triunfo del derecho de propiedad sobre el de comer y
tener una vida digna, o que señala que para mantener una sociedad libre
sólo basta con establecer reglas de “justa conducta” impuestas a todos
los ciudadanos por igual, aunque predominen las desigualdades.Para Von Hayek, el Estado no debe tener ninguna injerencia en la actividad económica y la libertad individual (de propiedad) no depende de la democracia política. Por el contrario, es necesario que prevalezca sobre ésta si resulta perjudicada por el voto de la gente (por eso las cálidas relaciones del iluminado economista con dictaduras como la de Pinochet).
Un economista liberal decía hace unos años que Hayek y la Sociedad del Mont Pelerin eran al siglo XX lo que Karl Marx y la Primera Internacional fueron al siglo XIX. Y en parte tuvo razón: el fantasma que recorrió el mundo en los últimos tiempos produciendo devastaciones económicas parecidas a las de los tsunami no fue el del comunismo sino el del neoliberalismo, la doctrina que abreva en las ideas de Von Hayek.
Todo esto venía a propósito de Vargas Llosa, y la coincidencia de su doble presencia en Buenos Aires, donde el Obelisco elevó su estatura y se transformó en un nuevo Mont Pelerin, permitiendo además al escritor hablar del liberalismo, el populismo y otras yerbas por el estilo en la Feria del Libro. Tendría atrapado un público mucho más amplio que los miembros de su decadente sociedad y mataría dos pájaros de un tiro. La mayoría de la gente seguiría viéndolo como Premio Nobel y unos pocos amigos como compinche.
A eso hubiera querido dedicarme aquí, a hablar sólo de Vargas Llosa y de Von Hayek y a tratar de explicar por qué el paraíso prometido por el neoliberalismo fracasó tanto como el del “socialismo real”. Ya tenía un argumento, Von Hayek era el Marx de nuestra época, sólo que al estilo Hood Robin.
Pero, cuando iba a seguir escribiendo, algunas lecturas y películas recién vistas me embrollaron las ideas. Un antiguo economista de izquierda, ahora reconvertido, nos dice desde un diario de la derecha tradicional que el populismo fracasa porque para distribuir ingresos primero hay que acumular. Populismo sería, para él, distribuir sin acumular. Claro que el problema surge cuando nos preguntamos a qué tipo de distribución nos referimos.
Y entonces veo una película rusa-francesa que se llama Concierto y me alegra muchísimo saber que en el mundo donde reinaba el totalitarismo ahora todos son libres. Eso sí, muchos se mueren de hambre y ni siquiera pueden ejercer su profesión y deben limpiar letrinas, mientras otros organizan bodas gigantes para cientos de personas. Estos son los antiguos tecnócratas que se quedaron con la torta de la boda gracias a gente como Von Hayek: la propiedad es sagrada si uno consigue robarla a tiempo.
Cada vez nos resulta más claro; la cuestión no está en la dicotomía acumulación-distribución, sino en tener una idea más precisa de acumular para qué y distribuir para quién. Una cosa es acumular en beneficio de los que se quedan con los dividendos o los altos sueldos de las grandes empresas. O para que esos frutos del progreso técnico se derramen en las cañerías del lavado de dinero y la criminalidad; deterioren en forma salvaje la nave espacial en la que vivimos, o permitan armar unas cuantas guerras para lucrar con las vidas de otros. Eso no es populismo. Será porque se trata de una palabra que asocia a muchos y los que disfrutan de esta suerte de populismo son pocos.
Pero nuestros sabios economistas se olvidan de que los ilustres fundadores de su ciencia, que es la economía política, eran en su época unos malditos populistas. En su lucha contra el monopolio colonial y las monarquías absolutas, el laissez-faire de Adam Smith representaba el populismo de los sectores medios: industriales, comerciantes, profesionales, etc. Qué mejor que liberar las fuerzas del mercado para abatir a tiranuelos y favoritos que se llevaban la mayor parte de la torta.
Peor aún sucedió con las peligrosas ideas de su colega David Ricardo, que se dio cuenta de que los aristócratas del campo tenían una renta diferencial sobre la que construían sus lujosos castillos y decidió aclarar la cuestión en sus Principios de Economía; una 125 intelectual para su época. Aun así, se tardó casi treinta años en lograr que se abolieran las leyes de granos que los protegían. Introdujo de ese modo la teoría de la distribución, demostrando que los terratenientes acumulaban a costa de los demás.
Entonces llegó Marx denunciando que el populismo de Smith y de Ricardo no era suficiente para distribuir mejor las riquezas y que la acumulación volvía a quedar en manos de unos pocos. Ya no eran monopolios comerciales o grandes propietarios rurales, ahora se llamaban en su conjunto capitalistas y superpoblaban el mundo de pobres.
Pero todavía, para colmo de males, vino luego Keynes, que demostró que los vientres gordos de los ricos no llegaban a comerse todo lo producido. No podían seguir vendiendo y estalló la crisis: era el Estado el que debía intervenir creando la demanda necesaria para volver a acumular. Otro populista más y muy peligroso.
Todas esas ideas había que mandarlas al tacho de la basura si se quería mantener una distribución justa para los que acumulaban. Y por ese sendero cabalgó Von Hayek desde Suiza hasta Chicago, regado por el dinero de generosas fundaciones. Más aún, el mal mayor estaba ahora en Adam Smith. Demasiada libertad de mercado, lo que no servía a las multinacionales, no fuera a ser que esa libertad se metiera dentro de sus empresas. No señor, allí ejércitos de economistas y contadores planifican bien las ganancias; el que no debe planificar es el Estado, un monstruoso andamiaje que sólo sirve para apropiarse de los beneficios ajenos y repartirlos a los que no pueden planificar su futuro.
Los pobres músicos de la película Concierto, ex integrantes echados del Bolshoi por defender la libertad de expresión antes de la caída del “socialismo real” y no reincorporados luego, logran engañar a los burócratas que dirigen el nuevo Bolshoi, creando una orquesta propia para tocar y triunfar en París. Pero al final se advierte que si se llega a hacer una continuación de la película volverán a ser pobres y el director de orquesta regresará a limpiar las letrinas del teatro. La libertad del Mont Pelerin es verdadera para los magnates mafiosos que festejan bodas fastuosas. El “capitalismo real” y el “socialismo real” terminaron siendo dos caras de una misma moneda. Por eso, para que las cosas continúen así, no hay que dejar entrar más por la puerta de la academia a economistas populistas que la envilecen, si es que los enmarcamos en su época no como dogmas, se llamen Smith, Ricardo, Marx o Keynes.
* Economista e historiador.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/economia/2-166902-2011-04-24.html
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