Entre la furia del
despertar árabe –para no mencionar nuestra propia crisis en torno a
Libia, que se profundiza–, la vieja Constantinopla es una tónica, un
recordatorio entre alminares y agua, palacios, museos, librerías, un
viejo parlamento y un millar de pescaderías, que ésta fue en verdad la
única capital unida que los árabes tuvieron jamás. Los sultanes llamaban
a Beirut la joya de la corona de los otomanos, pero dos días de caminar
las calles de la moderna Estambul –con decenas de miles de pasajeros
abarrotando los viejos tranvías en la calle Independencia– me hicieron
entender por primera vez lo minúsculo que era Líbano en el gran mapa
otomano.
Tampoco se puede escapar de los otomanos. Allá en Taksim están las
grandiosas embajadas antiguas británica y estadunidense; debajo de
ellas, los grandes bancos de las potencias que se beneficiaron de las capitulaciones, y el hotel Gran Bretaña con sus extravagantes candelabros, que fue efímero hogar de Ataturk y Hemingway. De pronto me saca del ensueño una fotografía de 1917, de dos soldados turcos otomanos. Están en el desierto –¿Palestina, Siria, Arabia?– literalmente en harapos, con gorros como costales sobre las caras atormentadas y los pantalones colgando hechos jirones sobre las piernas. Resulta extraño ver uno de los primeros aviones de hélice detrás de ellos. ¿Serían ésos los adolescentes contra los que luchó Lawrence en la revuelta árabe, precursora del tifón que ahora engloba todo Medio Oriente?
En una librería cerca de la parada del tranvía en Istiklal compré la Vida de Atarturk escrita por el británico Andrew Mango hace más de diez años, pero que conserva la frescura de la investigación original sobre el fundador de la Turquía moderna. Sí, contiene las acostumbradas ambigüedades sobre las masacres de armenios (
tema de acalorados debates, claro), pero también un recuento extraordinario de los principios de la carrera militar de Mustafá Kemal, que cruzó furtivamente Alejandría para combatir al lado de los rebeldes árabes contra Italia nada menos que en Libia. Y allí están los nombres familiares: Tobruk, Bengasi, Zawiya.
Enver Pachá, figura mucho más oscura en la historia turca –nada más pregunten a los armenios–, fue el comandante otomano en Cirenaica que puso sitio a las fuerzas italianas en Bengasi y se dedicó a unir a las tribus de los Senussi (sí, los mismos Senussi que esperan que ganemos su guerra contra Kadafi) contra los italianos. Los Senussi, por cierto, fueron fundados por un argelino llamado Muhammad Ibn Alí al-Senussi, quien se estableció en Cirenaica en 1843. La historia de la tribu, que llega hasta el rey Idris (derrocado por un tal coronel Kadafi en 1969), es descrita con agudeza cuando Mango señala que
la solidaridad musulmana (en la guerra) era efectiva cuando se complementaba con el interés propio y el instinto de autodefensa.
Hay otros párrafos que podrían ser leídos por los David Cameron de este mundo. En una línea espléndida Mango explica que
había que mostrar a los árabes que el Estado otomano regenerado era capaz de defenderlos, en tanto el propio Mustafá Kemal dice de la campaña en Libia:
en ese tiempo, me di cuenta de que era inútil. Ciento ochenta otomanos y 8 mil árabes pudieron rodear a 15 mil italianos, pero
los guerreros tribales árabes iban y venían según los movía el espíritu. La principal preocupación de los jeques, según descubrió Mustafá Kemal, era ganar tanto dinero como fuera posible, y mientras más durara la guerra, más dinero se podían meter a la bolsa.
En algún momento Enver Pachá envió a un amigo del futuro
Ataturk a un oasis de los Senussi (Calo). Más tarde el amigo escribió:
“En ese bendito lugar no se permite salir ni a las niñas de tres años.
Las mujeres viven y mueren donde nacieron. Tal es la costumbre local.
Aunque en los campamentos militares hay hombres y mujeres, no hemos
podido ver el rostro de una mujer en los tres meses pasados, pues todas
están ocultas por pesados velos. Vivimos como ascetas… Si salimos de
aquí, nuestra próxima parada será sin duda el paraíso”.
La historia da vuelcos extraños. El imperio otomano se alió con
Alemania tres años después –Ataturk se distinguió en Galípoli– y
acabaría derrumbándose cuando Alemania perdió la guerra. Y, sin embargo,
ahora los nietos y tataranietos de aquellos mismos turcos son
vilipendiados en Alemania por tener demasiados hijos, hablar poco alemán
y sobrevivir con el seguro del desempleo. Y el año pasado, la canciller
Merkel afirmó que los esfuerzos por construir una
sociedad multiculturalhan fallado en Alemania, aseveración apoyada por David Cameron, quien sabe tanto de migrantes turcos como de historia libia.
Porque, en realidad, ésa es una historia falsa. Alemania nunca emprendió un experimento altruista de
multiculturalismo. Los turcos fueron allá a hacer los trabajos que los alemanes no querían. Los Gastarbeiter fueron animados a ir a Alemania a ofrecer mano de obra barata, más que como invitados de algún extraordinario programa social de mejoramiento intercultural, del mismo modo en que los primeros negros británicos llegaron luego de la Segunda Guerra Mundial para ayudar a reconstruir Gran Bretaña… no porque quisiéramos darles mejores hogares.
Ataturk, desde luego, quería que los turcos fueran europeos tanto
como Merkel y Cameron preferirían que todos los turcos se regresaran al
imperio otomano. Pero tal vez nuestros amos en Europa (Sarkozy tanto
como Cameron) harían bien en hojear una biografía de Ataturk en aquellos
emocionantes días. La guerra de los Balcanes obligó a los otomanos a
abandonar Cirenaica y aceptar la anexión italiana de Libia.
Enver Pachá se negó a aceptar ese hecho de la historia. Sostuvo que era
peligrosodecir a los miembros de tribus árabes que la paz se había
concluido. Así pues, entregó a los Senussis a la sombría merced de los italianos, cuyo régimen fascista posterior a la Primera Guerra los asolaría durante dos décadas. Los paralelismos no son exactos, por supuesto. Pero sería interesante saber –si Kadafi se sostiene como lapa en Libia– cómo vamos a decirles a nuestros fieles
rebeldesde Bengasi que la OTAN se ha quedado sin fuelle y prefiere la paz que más guerra.
© The Independent
Traducción: Jorge Anaya
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2011/03/27/index.php?section=opinion&article=024a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2011/03/27/index.php?section=opinion&article=024a1mun
No hay comentarios:
Publicar un comentario