Este es (debería ser) el Año de Bola de Nieve. Y si nadie lo
celebra, lo haremos nosotros, los admiradores del impagable, aunque sea
con pretextos de almanaque. Es que el negro Ignacio Jacinto Villa
Fernández nació, apenas al Este de La Habana, en Guanabacoa –de donde
también eran otros dos coetáneos pesos pesados de la música cubana que
mucho tuvieron que ver con él: el blanco Ernesto Lecuona y la mulata
Rita Montaner, “La Unica”– el 11 de septiembre de 1911. Así, este año
van a hacer cien que se despidió provisoriamente del vientre de Inés
Fernández (la Mamá Inés de la canción) y cuarenta que murió, con sesenta
apenas cumplidos, en México, en tránsito hacia Lima y al encuentro de
su amiga Chabuca Granda, el 2 de octubre de 1971.
Si no fuera por eso –por los recurrentes aniversarios, digo–
bastaría volver a frecuentar tres o cuatro temas suyos en piano exacto y
voz quebrada para celebrarlo. “Vito Manué”, por ejemplo, o “No puedo
ser feliz” o “Be carefull”, “It’s my heart”. Alcanzarían para mostrar la
amplitud de registro, la invariable excelencia. El genio, en suma.
Tal vez me equivoque, pero creo que quien me hizo escuchar por
primera vez al gordo negrazo e irrepetible fue el peruano (también
irrepetible) Hugo Guerrero Marthineitz, en El Show del Minuto por Radio
Belgrano, que empezó en el ’67 y duró un rato, hasta principios de los
setenta. Es que por esa época salió un disco de Bola de Nieve en Buenos
Aires –en Cornamusa o Trova, creo recordar, y que debe haber sido el
primero– con hermosa tapa de Sábat. Y esos temas, supongo, debería pasar
el peruano entre comentarios admirativos con voz grave y habitual risa
cómplice con ronquidos incorporados.
Contar la biografía de Bola de Nieve, la historia muchas veces
contada de su apodo irónico y políticamente incorrecto –era “negro como
un teléfono” (sic)–, reseñar sus más de cuarenta años de actuación
profesional –desde ponerles piano a las películas mudas apenas salido de
la adolescencia a fines de los años veinte hasta la fama última, de
cubano universal–; puntualizar su cultura amplia y rigurosa; hacer un
paneo exhaustivo del intrincado, subrayado itinerario de sus viajes por
literalmente todo el mundo (de EE. UU. y Europa, a Chile; de México a
Moscú y Pyonyang parando en todas); o recorrer su repertorio tan cubano
como versátil en media docena de lenguas, es pisarse con lo que
cualquiera encuentra/encontramos en Google & Co. Mejor, detenerse en
algunos detalles, puntas motivadoras.
Por ejemplo: Ignacio Villa, a la hora de la discriminación, tenía
todos los números: negro, gordo, homosexual y artísticamente extraño,
original sin abuela. Para vivir y sobrevivir, puede decirse que, en
todos los sentidos y aspectos, se inventó de una pieza, clase de uno.
Construyó sabia y dolorosamente un personaje único, coherente y sin
fisuras en el que la singularidad era rutina. Seducción lúcida, sonrisa
perpetua y rigor profesional. Elegancia impecable y pudor de su
privacidad. Todo lo que se puede ver y sentir o equívocamente intuir de
Bola de Nieve está en sus canciones. Que son, por apropiación genuina de
intérprete (en sentido literal), siempre suyas, incluso las que firma
Irving Berlin, canta Edith Piaf, componen Nicolás Guillén-Eliseo Grenet o
sueñan nuestros hermanos Expósito.
En otro orden, interesante para nosotros, es curioso corroborar –una
desmañada pero completa biografía artística de Ramón Fajardo Estrada lo
puntualiza– cuánto tiempo (cuántos años) estuvo Bola de Nieve en la
Argentina actuando en radio, teatro y cine. Hay por lo menos dos
estadías prolongadas, a mediados de los treinta y a principios de los
cuarenta, durante la guerra, con Ernesto Lecuona y sus diferentes
compañías, pero también solo. Existe una foto de 1940, posando a caballo
y disfrazado de gaucho en Bahía Blanca, por ejemplo.
Después están las cuestiones siempre polémicas vinculadas con su
actitud durante los últimos años de su vida, que fueron los de la
primera década de la Revolución: Bola de Nieve, artista famoso, cómodo y
bien pagado en el mundo, pudiendo haberse ido se quedó en Cuba y
adhirió, sin énfasis (acaso con reservas) pero sin ambages, al nuevo y a
menudo incómodo orden. Y fue uno de sus embajadores culturales por el
mundo hasta el final.
Para algunos, no todo es transparente. En momentos en que recrudecía
el rigor persecutorio contra artistas y escritores homosexuales –con el
pretexto, además, de ser más o menos disidentes–, él resultó indemne y
nunca se manifestó. Ese largo y oscuro período de humillaciones y
vergüenzas está en saludable pero aún incompleta revisión. El amplio
arco de casos, que va de los notorios Lezama Lima y Virgilio Piñera
hasta el trágico Reynaldo Arenas, no incluye a Bola de Nieve, blanco
móvil, sabio negro esquivo, ubicuo sobreviviente. Vale la pena leer las
diatribas del desmadrado autor de Antes de que anochezca –“Bola de Nieve
era el calesero del Partido Comunista”– o aquella exclamación cuasi
despectiva de Piñera tras oírle una declaración de adhesión entusiasta
al régimen: “¿Pero quién se cree este negro, la viuda de Robespierre?”.
La polémica, en la que todos –quien más quien menos– resultaron
salpicados, sigue ahí.
Lo que también, y sobre todo, sigue ahí como el primer día, son las
canciones de Bola de Nieve. Y hay, entre tantas, una que elegiríamos a
ciegas y para siempre del repertorio universal contemporáneo: “Vete de
mí”, un bolero que compusieron –entre tango y tango– los talentosísimos
Homero y Virgilio Expósito en 1946. Bola de Nieve lo incorporó tarde a
su repertorio, en 1960, cuando ya había sido larga y correctamente
grabado por Yanés y la Guillot y tantos otros, incluso Manzanero,
después. Y lo hizo de nuevo, lo inventó con su voz quebrada de vendedor
callejero de mango.
“Vete de mí” (“Seré en tu vida lo mejor/de la neblina del
ayer/cuando me llegues a olvidar/Porque es mejor el verso aquél/que no
podemos recordar”) dura dos minutos trece segundos. Gracias a cosas como
ésta, escuchar a Bola de Nieve sigue siendo una experiencia definitiva.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-162767-2011-02-21.html
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