viernes, 28 de enero de 2011

Sociedad : Mandela; libertad y humanismo Leandro Arellano


Foto: Richard Corman
Mandela:
libertad y humanismo
Leandro Arellano
En el largo pasillo que bordea la sala del plenario eran muchos los que hacíamos cola para estrechar la mano de aquel hombre que, confinado en la cárcel, se había convertido en una leyenda. Ya en libertad la prensa mundial lo seguía de cerca, como a las lumbreras del jet set internacional. Mi área de trabajo en la Misión de México ante Naciones Unidas comprendía otros temas, pero me arrastró mi interés por aquel hombre que, virtuoso como Catón y sabio como Marco Aurelio, continuaba su biografía épica, haciendo tambalear al férreo sistema sudafricano mientras recorría el mundo reclamando el fin del régimen racista.
Se dirigió a una sala a reventar en el plenario de la Asamblea General, aquella tarde de otoño del ’93. Alto, magro, bien vestido y con la sonrisa agraciada que ha sido su mayor salvoconducto, saludaba después de su intervención a embajadores y delegados que se alineaban para manifestarle admiración, reconocimiento, apoyo. Desde mi niñez había seguido su trayectoria, escuchando los choques en los distintos frentes de la Guerra fría, o leyendo en la adolescencia sobre la Guerra de Vietnam, de las luchas de liberación en Asia y África, de la batalla del pueblo sudafricano contra el apartheid y del hombre que la encabezaba.
Mandela nació en 1918 en las llanuras del Transkei y creció en el seno de una familia extendida, que comprendía a toda la descendencia de su padre y sus cuatro esposas. Su padre fue un jefe tribal que murió de tuberculosis cuando Mandela tenía nueve años. Mandela fue también el primero de la familia en asistir a la escuela y allí se convirtió a la Iglesia metodista. En las escuelas que atendió, dirigidas por misioneros rigurosos, añadió a sus dotes naturales hondos valores cristianos, autodisciplina y cierto desapego. En el transcurso de su vida ha recordado con añoranza el paisaje bucólico de su niñez.
De un tutor heredó la propensión a vestir con esmero y en su juventud, además de vestir con elegancia, gustaba de la música, del baile y de los buenos restaurantes. Cuidaba su físico y poseía modales refinados. Pasaba por apuesto y elegante y –hasta su vejez– las mujeres lo han admirado y él ha sido obsecuente. En los estudios no destacaba especialmente y sus paradigmas eran deportistas y atletas; practicaba el boxeo y el jogging y no se interesaba por la política. A lo más que aspiraba al contar veintidós años era a hacer carrera en el servicio civil.
Fue al mudarse a Johannesburgo para ingresar a la universidad cuando conoció la sevicia y el oprobio del racismo. Durante su prolongada lucha por la liberación de Sudáfrica, Mandela hizo numerosos amigos, pero fue en esa etapa en Johannesburgo donde conoció a quienes serían los más afines a su travesía redentora: Oliver Tambo, Walter Sisulu, Ahmed Kathrada y Anton Lembede. En su vasto recorrido, tampoco ha olvidado que fue un judío el primer blanco que lo trató como un ser humano, confió en él y le dio un empleo.
Se graduó en la Universidad de Sudáfrica y con Oliver Tambo estableció un próspero bufete jurídico, con abundante clientela; fue el primer despacho de abogados negros en su país. Más tarde, con Sisulu, Tambo y Lembede fundó, en 1944, la liga juvenil de Congreso Nacional Africano (cna).

Durante la “Campaña de desafío”, antes de la clandestinidad
Con el triunfo del Partido Nacional –que sustentaba la política de segregación racial– Mandela comenzó su verdadera militancia política en 1948. Destacó su liderazgo en la “Campaña de desafío” de 1952 y en el “Congreso popular” de 1955, que adoptó la popular “Carta de la libertad”, la plataforma política para una Sudáfrica sin racismo. En esa etapa el cna se hallaba comprometido con la política de no violencia, a protestar pacíficamente en seguimiento de las enseñanzas de Gandhi, quien a principios del siglo había establecido esa práctica como arma de lucha entre los descendientes de los hindúes que habían arribado a Sudáfrica en 1860.
Persecución y clandestinidad
Mandela fue arrestado por primera vez en 1956, acusado de traición. En 1961 se convirtió en el líder de la mk, el brazo armado del cna, donde se organizaban campañas de sabotaje contra objetivos militares y gubernamentales, se allegaban fondos del exterior en apoyo de la lucha de liberación y se fraguaba una guerrilla en caso de que otras presiones contra el régimen racista no fructificaran.
El activista se iba transformando frente a la injusticia; en la resistencia y en la lucha se forjaba el auténtico líder. Este hombre que consideraba que los más terribles muros son los que se desarrollan en la mente, abrevaba en lecturas sobre las luchas de liberación de otros pueblos, hallando en la Revolución cubana una fuente de inspiración.
En 1962 visitó a Julyus Nyerere, el libertador de la actual Tanzania, quedando prendado de la modestia y sencillez de aquel maestro rural que, al retirarse del gobierno, veintitrés años más tarde de su asunción, continuaba tan pobre como al comenzarlo. El y Nyerere discreparon en su visión de los problemas africanos. No era para menos: Nyerere mantuvo siempre un pie en el cielo y otro en la tierra, mientras que Mandela era un todo terreno.
A un diario de Johannesburgo declaró años más tarde que su etapa en la clandestinidad había sido la época más inspiradora. Su liderazgo en esa organización, sin embargo, dependía más de su ejemplo personal que de su capacidad de organización, al decir de sus críticos.
Los diplomáticos ingleses y estadunidenses, usualmente tan eficientes, desconocían a Mandela antes de su encarcelamiento. Fue arrestado en agosto de 1962, luego de casi año y medio en la clandestinidad, y gracias a un aviso de la cia. Acusado de sabotaje, fue condenado a cadena perpetua cuando contaba con cuarenta y seis años, una edad en la que los políticos tienden a olvidar su idealismo. Pero Mandela se concentró en meditar sobre sus principios e ideales.

11 de febrero de 1990, Nelson Mandela sale de prisión, lo acompaña su esposa Winnie Foto: Alexander Joe
Su celda de Robben Island es, quizás, la habitación en que ha permanecido mayor tiempo a lo largo de su extensa vida. Durante los primeros años las condiciones fueron inhumanas, la alimentación pobre y nulo el contacto con el mundo exterior. Mandela podía recibir nada más una carta y una visita cada seis meses.
Prisión, presión y liberación
Los años de cautiverio fueron, también, años de transformación. Robben Island fue escuela de formación moral, cultural, académica y física para los presos políticos alrededor del cna, con Mandela como líder. Él y sus amigos crearon en la prisión un ambiente intelectual que alcanzó a los custodios. El mismo Mandela obtuvo una licenciatura a través del programa a distancia de la Universidad de Londres. Oliver Tambo desde el exilio y Walter Sisulu y Ahmed Kathrada en la cárcel, se mantuvieron como su compañía inseparable. 
La fortaleza de su carácter lo preservó de toda desviación y a mantener su dignidad. Vivían en una atmósfera puritana, exenta de sexo y alcohol. Mandela despertaba cada madrugada a ejercitar el cuerpo y, aun siendo presidente de su país, conservaba el hábito de hacer su propia cama al levantarse. Civilidad, dignidad y disciplina voluntaria constituyeron el código de conducta y cooperación de los presos. Con determinación, imponiendo y otorgando respeto y haciendo valer sus conocimientos jurídicos, Mandela obtuvo no sólo consideración por parte de los custodios, sino su amistad.
Más allá de los muros de su prisión, la población sudafricana se agitaba y el mundo cobraba conciencia sobre la crueldad del sistema. La reputación de Mandela como el mayor líder negro de Sudáfrica crecía día con día, mientras que él sobrellevaba con paciencia su cautiverio. Las contrariedades consumen a algunos hombres, pero fortalecen a otros. En carta a su esposa Winnie, detenida en prisión en cierto momento, le recomienda conocerse a sí misma. El sufrimiento no aprovecha a todos ni es vía automática de crecimiento, pero a Mandela lo agigantó.
Un impulso decisivo a su lucha provino del exterior, durante la presidencia de James Carter –otro estadista notable– y de la labor de Andrew Young, el Representante de Estados Unidos en las Naciones Unidas, cuando se impuso el embargo de armas al régimen de Pretoria, un suceso que fracturó al sistema racista y alentó a Mandela y a la dirigencia del cna, que ya giraba en torno suyo. Otro hecho que mitigó la carga de la prisión aconteció en 1979, con el otorgamiento del Premio Nehru, honor concedido antes que a él a Tito, a Martin Luther King y a la Madre Teresa.

De joven, practicando boxeo
El arribo de Reagan al gobierno de Estados Unidos y de la señora Thatcher al de Inglaterra produjo un recrudecimiento de la situación mundial. En Sudáfrica se disputaba la Guerra fría en toda su fuerza. La señora Thatcher nunca mudó su convencimiento –o determinación– de que el cna era una organización terrorista y Mandela un agitador. Pero a quienes lo visitaban en la cárcel la impresión que les despertaba era la de un consumado jefe de Estado. La Guerra fría distorsionaba su lucha: alejado del doctrinario radical o del líder guerrillero, su lucha era más elemental y anterior a las ideologías: la dignidad del ser humano.
La agitación interna y la presión internacional produjeron un relativo aflojamiento. En un acto insólito de la banca internacional, el Chase Manhattan detuvo sus préstamos a Pretoria, ante la indignación de los inversionistas con el apartheid. Bajo esas circunstancias, en 1985 el gobierno racista promovió la primera reunión con Mandela. 
Sudáfrica bordeaba los límites de la guerra civil y la presión internacional se extremaba cuando, en 1989, p. w. Botha, el presidente sudafricano, sufrió un infarto, siendo sustituido por Frederik w. de Klerk. Otra sacudida mayor cimbraba al mundo en esos meses convulsos con la caída del Muro de Berlín. Aún no se ha reivindicado a Gorvachev, el ex presidente ruso, como héroe de la Guerra fría. Fue él quien, con absoluta responsabilidad, desmanteló pacíficamente a un régimen agotado, pero que en su rivalidad con Estados Unidos mantenía en riesgo la sobrevivencia de la humanidad entera.
El primer día de febrero de 1990, De Klerk anunció la legalización del cna y la liberación de Mandela, que diez días más tarde la televisión mundial transmitía en vivo.
Madiba: libertad y humanismo
Nadie es más peligroso que quien se humilla, creía Mandela con convicción. Con todo, el Mandela que emergió de la cárcel sorprendía por su humanismo y su sencillez, y no tanto por sus manifestaciones políticas. Al abandonar la prisión dirigió un mensaje a la nación en el que se comprometía con la minoría blanca a la paz y la reconciliación, advirtiendo, eso sí, que la resistencia y la lucha armada continuarían hasta que fuese abolido el régimen segregacionista.
Como presidente del cna, se rodeó de mujeres de carácter, persuadido de que no es útil para un líder rodearse de yes men, e inició negociaciones con el gobierno de De Klerk –que a ratos fueron tortuosas y exacerbaban la violencia alimentada por provocadores. Los momentos más desalentadores son precisamente el tiempo de lanzar una iniciativa, creía Mandela.
En la Convención por una Sudáfrica democrática, en diciembre de 1991 –en la que participaron diecinueve partidos políticos–, Mandela inició una revolución no armada frente a afrikaners y negros radicales. Él y De Klerk negociaron en tiempos de violencia, tanto al interior del país como en otras partes del mundo: Bosnia, Irlanda del Norte, Somalia... Su disposición les fue reconocida y ambos compartieron el Premio Nobel de la Paz en 1993.   

En su época de abogado en Johannesburgo
A la par de las actividades que desarrollaba en su país, se daba tiempo para hacer campaña alrededor del mundo. En Nueva York fue recibido por tal multitud que dejó sorprendido al gobernador Mario Cuomo. Se retrataba con personalidades del jet set mundial, como Lady Diana, o populares como las Spice Girls y los boxeadores Joe Frazer, Mike Tysson y Sugar Ray Leonard, ignorando que él era tanto o más famoso. En algunas partes planteaba los motivos de su lucha, en otras iba a agradecer el apoyo recibido. Había quien lamentaba su apoyo a Cuba y Libia, pero otros entendían que se trataba de amistades de tiempos difíciles para él.
Las primeras elecciones multirraciales en Sudáfrica tuvieron lugar en abril de 1994. De Klerk reconoció que pudo haber continuado en el gobierno sólo a costa de muchas vidas... Con el sesenta y dos por ciento de los votos se impuso el candidato del cna. Prevaleció así el convencimiento de Mandela de que no se es líder por el puesto, sino por la fortaleza de la ideas. Culminaba también una epopeya, un episodio honroso de la humanidad, y Mandela se convertía, de algún modo, en precursor Obama.
El 10 de mayo de 1994 acabó la colonización de África, que había empezado en Ciudad del Cabo en 1652. Ese día tomaba posesión de su cargo Mandela, en una ceremonia a la que asistieron cuatro mil invitados, entre ellos Hillary Clinton, Fidel Castro, Yasser Arafat, Chaim Herzog, Julyus Nyerere y muchas otras personalidades, además de tres custodios de Robben Island.
Ya libre –y sobre todo como presidente– visitó y perdonó a todos sus ex carceleros, empezando por Botha. Los valientes no temen perdonar en aras de la paz, creía Mandela. Formó un gobierno de unidad nacional con un gabinete multicolor que incluía a De Klerk como primer vicepresidente, y a Thabo Mbeki como segundo, y gobernó con sabiduría, siendo el signo mayor de su gestión la reconciliación. Así unió a la Sudáfrica parcelada.
Anthony Sampson, el espléndido escritor y periodista inglés de cuya obra (Mandela: la biografía autorizada, Londres, 2000) hemos extraído buena parte de la información que usamos en este texto, señala que el Madiba ha sido un maestro de la foto oportuna. Para ilustrarlo relata el episodio del rugby, deporte íntimamente vinculado al apartheid: en el mundial de 1995, cuando disputaron la final Sudáfrica y Nueva Zelanda, Mandela bajó a la cancha vistiendo la camiseta de los Sprinboks –el equipo por antonomasia– a entregar el trofeo al asombrado capitán del equipo. El estadio, casi lleno de afrikaners, lo vitoreó. La película Invictos, de Clint Eastwood, revive románticamente ese episodio.
En cierta ocasión, uno de sus amigos cercanos expresó que no sabía si Mandela era un santo o Maquiavelo. El caso es que durante las entrevistas para documentar su biografía, le repetía a Sampson que no se equivocara, que no era un santo, y entendía que un santo es un pecador que se pasa la vida intentando serlo.  
Con todos los honores visitó en 1996 Westminster Hall, pronunciando un discurso que no agradó a la señora Thatcher. Se había referido al apartheid y al nazismo. A la reina Isabel, en cambio, se le ha visto feliz conversando con él cuantas veces se encuentran. Ha sido uno de los contadísimos líderes que han criticado a Estados Unidos sin que se le demonice. En su despedida ante el Parlamento sudafricano los líderes de los partidos opositores al cna compitieron en el reconocimiento de sus cualidades. Su más acerbo crítico lo comparó con Ghandi y con el Dalai Lama. En meses previos, el presidente Clinton había expresado que todos desearíamos ser como Mandela en un día de fiesta.
Durante nuestra estancia en aquel continente llegaban a Nairobi, de boca en boca, noticias de toda el África subsahariana. Mandela encarnaba el símbolo de la liberación, era el hombre más respetado, el hombre de quien más se hablaba. También corrían rumores del romance que vivían el presidente sudafricano y Graca Machel, la viuda del ex premier mozambiqueño. Y más adelante un semanario keniano reportaba detalles del arreglo y galanteo de la boda –su tercer matrimonio–, que tuvo lugar en su cumpleaños número ochenta. Por ese tiempo ya había mudado el impecable traje y la corbata por esas camisolas largas y brillantes –los Batiks– a que lo aficionó Suharto, el ex presidente indonesio, y era, además, un presidente a quien no sonrojaba hablar del amor.

Visitando su antigua celda en la prisión de Robben Island, donde permaneció dieciocho de sus veintisiete años de presidio
Sampson –quien en la década de 1950 había editado en Johannesburgo la revista Drum y trabado amistad con Mandela–, publicó la Biografía sólo cinco años después de que el propio Madiba diera a conocer su autobiografía, a la que tituló: El largo camino a la libertad. Sampson anota que Mandela es un maestro en saberse proyectar, pero al mismo tiempo reconoce que es un hombre a quien no tocaron las deformidades del poder: la egolatría, la solemnidad o la paranoia.
Como presidente buscó borrar las fronteras de la segregación, entendiendo la política en su sentido más profundo: persuadir a los demás a modificar sus actitudes. Entregó el poder a su sucesor con un país libre y unido. Madiba, título honorario para los ancianos de su clan, fue el nombre con el que lo coreó el estadio durante la inauguración del más reciente mundial de futbol donde, rodeado de sus hijos y nietos, compartió aplausos con Shakira.
Casi al concluir el presente texto se ha informado de la publicación, en varias lenguas y en diferentes países, del libro que contiene las meditaciones del Madiba –en otro gesto que recuerda al emperador Marco Aurelio–, prologado por el presidente Obama.
Cada época crea su tipo, su ideal humano. Al Madiba le tocó vivir en una época inquietante. El siglo xx fue prolijo en aberraciones, dictadores y sátrapas, uno de los siglos más terribles de la historia. Mandela fue una excepción. No es común, es cierto, que el barro se junte para fraguar hombres de su tamaño. Su sencillez y su incapacidad para el odio y el rencor son acaso sus mayores virtudes. No es improbable que en los días que corren nadie en el mundo posea tanta autoridad moral como él, un hombre para todas las horas, como quería Baltasar Gracián. 

Fuente, vìa:
http://www.jornada.unam.mx/2011/01/23/sem-leandro.html

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