Los discursos del poder nos han querido convencer por años –al menos desde la caída del socialismo soviético- que se acabaron las ideologías, que terminaron las utopías, que la historia llegó a su fin y que, también y por lo mismo, las conspiraciones son cosa del pasado y, cuando más, asunto de buenos guiones cinematográficos, pero no de la política real, menos si se trata de gobiernos democráticos y occidentales.
Y el poder de esos discursos del poder
se demuestra en que logran convencer a muchos de que así es. Por
ejemplo, cualquier argumentación que plantee la existencia de una
conspiración para explicar algún acontecimiento es ridiculizada, “mucha
tele”; “ya salió con las teorías conspirativas”, etc.
La mayoría de los medios rehúyen las
explicaciones conspirativas y los periodistas rara vez las insinúan en
sus entrevistas con los poderosos, esos que – originalmente- el
periodismo se proponía fiscalizar e indagar, justamente respecto de
asuntos no públicos, desconocidos y mantenidos ocultos. Incluso ante
situaciones evidentes se prefieren términos que no nos remitan a las
conspiraciones. Por ejemplo, cuando ocurre el golpe de estado en
Honduras y el Presidente Zelaya es sacado en pijama, a
punta de fusil de su residencia y luego deportado a otro país, la prensa
habló mayoritariamente de “un vacío de poder” y no de golpe de estado
(que evoca a conspiradores).
Sin embargo, luego de la reciente y masiva filtración de documentos por la página digital Wikileaks lo
ridículo será seguir creyendo que los líderes de las democracias no
conspiran. 250.000 mensajes del Departamento de Estado de Estados Unidos
dados a conocer íntegramente por dicha página y parcialmente por cuatro
medios de comunicación (El País, Der Spiegel, The New York Times y The Guardian)
muestran con crudeza las políticas conspirativas estadounidenses, su
relación con el golpe de estado en Honduras, su interés por espiar al
secretario general de las UN, la solicitud de Hillary Clinton de averiguar acerca de la salud mental de Cristina Fernández de Kirchner,
las constantes presiones que se ejercen sobre los diferentes Gobiernos,
desde Brasil a Turquía, para favorecer los intereses comerciales o
militares de Estados Unidos, etc., etc. etc.
Según el diario español El País, “el
alcance de estas revelaciones es de tal calibre que, seguramente, se
podrá hablar de un antes y un después en lo que respecta a los hábitos
diplomáticos. Esta filtración puede acabar con una era de la política
exterior: los métodos tradicionales de comunicación y las prácticas
empleadas para la consecución de información quedan en entredicho a
partir de ahora”.
El reto no sólo es para la política
exterior. Se trata también de una bofetada que desnuda al periodismo
mundial y, especialmente, a los grandes medios que pese a sus inmensos
departamentos de prensa, su sofisticada tecnología y a sus recursos
económicos no han sido capaces ni han querido indagar, investigar y
desnudar la trama que tejen permanentemente los poderosos (ya sea
gobiernos o corporaciones) para mantener su hegemonía a cualquier
precio. Por el contrario, con el tiempo se ha ido construyendo una
suerte de afinidad burocrática entre medios y poderosos, que, entre
otros, ha disminuido la investigación periodística, ha dificultado el
acceso directo a las fuentes y aminorado el lenguaje crítico.
Como reconoce El País, “la aparición de
Wikileaks ha venido a cambiar radicalmente ese panorama. Creada en 2006 y
presidida por el australiano Julian Assange, tiene por
objetivo proporcionar a los ciudadanos noticias e informaciones
importantes que consigue gracias a filtraciones a las que, mediante un
imponente esfuerzo tecnológico, ofrece total anonimato. Personas que
tienen acceso a informaciones que consideran de relevante interés
público pueden ahora depositarlas en una “caja electrónica” que
garantiza una total protección de la fuente. Pero Wikileaks no se limita
a recoger esa información y lanzarla después a la web, sino que la
somete a un serio escrutinio para verificar su autenticidad y,
posteriormente, a la investigación de periodistas que trabajan de
acuerdo con principios profesionales y éticos y que se encargan de su
comprobación y análisis, facilitando la comprensión y el contexto de
todo ese material inicial”.
Se acaba pues el sueño dorado de todo
conspirador: hacernos creer que las conspiraciones no existen, idea que
la lógica posmoderna había logrado imponer, entre otros, con la ayuda de
periodistas cómodos y obsecuentes. Y quien dude de eso y aún crea, por
ejemplo, que la democracia estadounidense es lo que ella dice ser, que
visite wikileaks.org.
Periodista
PUCV
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