Hace ya tres décadas que el capitalismo
muestra su verdadera cara. Nunca ha sido un sistema integrador. Tampoco
un orden social compatible con la democracia, ni siquiera la
representativa. Cuando ha podido, querido y necesitado, la burguesía se
ha saltado y violado sus propias normas. Los ejemplos son muchos. Su
mano ha estado siempre en los golpes de Estado contra gobiernos
progresistas, de izquierda, nacionalistas y antimperialista. No hace
falta insistir en ello. Los ejemplos históricos se pueden extraer de los
cinco continentes. Pero tampoco, si hace falta, renuncia a patrocinar
fraudes electorales cuando es menester. Igualmente se adhiere a las
prácticas corruptas si en ello les va la bolsa. Asimismo prefieren el
tráfico de influencias al juego limpio cuando se trata de aumentar sus
ganancias. Y si alguien osa mostrar su desacuerdo, y señalar que juegan
con las cartas marcadas, es perseguido hasta su total destrucción.
Casas de latrocinio, venta de armas, trata de blancas, esclavitud
infantil, comercio de órganos humanos, nada escapa a su voracidad. Negar
dichas verdades como si se tratasen de problemas ajenos al capitalismo
les quita el sueño. Cada día es más difícil ocultar lo evidente. Una
realidad de hambre, miseria, desigualdad y muerte son los buques
insignias del capitalismo. Para evitar su total descrédito se ha montado
un aparato publicitario multimedia. Su función es divulgar y propagar
los beneficios de la economía de mercado a como dé lugar. Su fuerza y
triunfo parcial, radica en el control cuasi omnímodo de la radio, la
televisión, las editoriales, las revistas, los periódicos regionales y,
desde luego, la red. Su coraza consta de varias capas. Cuando se logra
traspasar una, aparece otra y otra y así sucesivamente. Su objetivo es
no dejar al descubierto su cuerpo mal oliente y moribundo. En cuanto los
ataques generan fisuras en la armadura, saltan las alarmas. La censura
se impone como un mecanismo de control de la información. Y si no logra
evitar su resquebrajamiento, siempre hay un plan B. Se presiona y mete
el miedo. La formula la conocemos. No olvidemos que en Colombia, México,
Honduras o Rusia, ser periodista es profesión de alto riesgo. Son
cientos de ellos quienes han perdido la vida cuando trataban de informar
y romper el cerco de la mentira dominante. Aunque no siempre es
necesario llegar a tal extremo. Amenazar con el despido, el ostracismo,
en ocasiones, es suficiente. Otra técnica empleada es la difamación. De
la noche a la mañana periodistas considerados un ejemplo para su
comunidad sufren campañas donde se les presenta como verdaderos
monstruos. Ludópatas, alcohólicos, drogadictos, maltratadores y
corruptos. Pero esto suma y sigue. Los documentos filtrados a Wikileaks
dejan al descubierto cómo se las gastan el imperialismo y sus aliados.
En este juego no hay reglas. Siempre es posible caer más bajo con tal de
salvar al capitalismo. ¿Qué otro sentido tiene acusar a su fundador,
Julian Assange, de violación? No sólo inhabilitarlo y sembrar la duda
sobre su honorabilidad, además de que las autoridades suecas terminen,
si se produce la extradición desde Gran Bretaña, hacer una carambola y
que Assange acabe con sus huesos en una cárcel de alta seguridad en
Estados Unidos. Aunque tampoco podemos descartar su asesinato pedido por
los sectores más conservadores del establishment estadunidense.
En tiempos de crisis, el capitalismo redobla sus esfuerzos
para vendernos la moto. Por cierto, una moto desgastada y lista para ser
vendida como chatarra. Aún así no quieren dar su brazo a torcer. Sus
seguidores deben fidelidad al guión. Ha llegado la hora de certificar la
muerte del Estado del bienestar y por ende del sector público. Hay que
crear más mercado, más desregulación, más apertura financiera y
comercial y mucha, mucha liberalización. El Estado, argumentan, ha sido
un pésimo gestor, no entiende de competitividad ni de beneficios. No
funciona acorde a las leyes de la oferta y la demanda. Suele dilapidar
capital social y humano. Hay que adelgazar su estructura y
transformarlo. Es imprescindible tomar, de una vez y para siempre, el
toro por los cuernos. La decisión no se puede retrasar más. Llegados a
este punto el argumento es simple. Externalizar. No hacen falta
hospitales públicos, el gasto de inversión es elevadísimo, mejor es
crear clínicas privadas con médicos y personal sanitario que cobran
sueldos de miseria. Igualmente, la educación pública ha sido un fracaso,
entonces mejor apoyar la iniciativa privada donde se enseñan valores
humanos acordes con la tolerancia. Basta observar la disciplina en los
colegios y centros administrados por religiosos. Rezan todos los días,
les enseñan a no pecar, a ser obedientes y temerosos de Dios. Sea Ala,
Buda o Jehová.
Este argumento, de la externalización, se acompaña de una la palabra
mágica que se ha convertido en una droga para economistas, sociólogos,
periodistas y políticos de medio pelo, sean conservadores, liberales o
socialdemócratas. Su enunciación les produce alegría y les hace sentirse
pletóricos de fuerza. Nada más pronunciarla tres veces son abducidos
hasta perder el sentido común y la decencia: privatizar, privatizar y
privatizar.
Fuente, vìa :
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/26/index.php?section=opinion&article=024a1mun
http://www.jornada.unam.mx/2010/12/26/index.php?section=opinion&article=024a1mun
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