Bob
Woodward, el periodista que desató el Watergate en compañía de Carl
Bernstein, formula una respuesta a esa pregunta en su libro más
reciente, Obama’s War (Simon & Schuster, Nueva York, 2010): ni el
Poder Ejecutivo, ni el Poder Legislativo y menos el Judicial. Quien
gobierna realmente, dice Woodward, es el complejo militar-industrial, es
decir el Pentágono y las grandes empresas productoras de armamento, a
cuyo directorio suelen ingresar no pocos jefes militares estadounidenses
cuando se retiran. Leído el libro, Michael Moore espetó: “El título de
‘Comandante en Jefe’ (que detenta el presidente) es tan ceremonial como
el de ‘Empleado del Mes’ del Burger King del barrio”. Léase lo que
Obama’s War revela.
El sábado 28 de noviembre de 2009 Obama se reúne con miembros del
Consejo Nacional de Seguridad a fin de diseñar su nueva estrategia para
Afganistán. Los militares le presentan una sola opción: mandar más
efectivos. El mandatario señala que no está cerrada la otra, la de
establecer un plan de retirada, y el coronel de ejército John Tien
expresa: “Sr. Presidente, no veo cómo puede usted desafiar a sus mandos
militares. Porque si le dice al general McChrystal (entonces al mando de
las tropas invasoras) ‘ya cuenta con recursos, pero decidí hacer otra
cosa’, probablemente tendrá que reemplazarlo. Usted no le puede decir
‘hágalo a mi manera, gracias por su gran trabajo’. ¿Dónde acabaría
esto?”.El coronel Tien –agrega Woodward– no tuvo necesidad de explicar más. “Sus palabras implicaban que no sólo McChrystal sino también todo el alto mando militar podría rebelarse, Gates, el almirante Mike Mullen, el presidente del Estado Mayor y el general Petraeus, entonces jefe del comando central estadounidense. Tal vez ningún presidente podría resistir el embate, especialmente uno de 48 años de edad con cuatro años de senador y 10 meses de comandante en jefe.” Se conoce el final de la historia: tres días después, Obama anunció el envío de más tropas al país asiático.
Lyndon B. Johnson corrió suerte parecida. A él le tocó Vietnam. El asesinato de John Kennedy lo convirtió en presidente de EE.UU. en noviembre de 1963 y a pocas horas de asumir se le informó que la situación en Vietnam del Sur era más grave de lo que se podía suponer. El reconocido periodista Bill Moyers, que fue secretario de prensa de LBJ, grabó en secreto muchas conversaciones sostenidas entonces en la Casa Blanca y aun llamadas telefónicas del flamante presidente. Registró así las idas y venidas del mandatario, irresuelto sobre la conveniencia o no de escalar el conflicto.
Moyers relató que Johnson efectuaba consultas amplias dentro y fuera de la Casa Blanca (www.pbs.org, 201109) y venía resistiendo las presiones de líderes republicanos como Nixon y Goldwater: quería analizar la situación con cuidado y evaluar alternativas con su secretario de Defensa, Robert McNamara. El 2 de marzo de 1964 éste le presentó un memo urgente del Estado Mayor Conjunto que señalaba: “Impedir la caída de Vietnam del Sur es de suma importancia para Estados Unidos”.
Johnson no quiere ampliar la participación militar de EE.UU. en Vietnam, pero acaecen los dos incidentes del golfo de Tonkin que conducen a un enfrentamiento naval armado entre un buque norteamericano y lanchas lanzatorpedos norvietnamitas. LBJ acepta el aumento de tropas para combatir al Vietcong, aunque duda del origen del segundo choque que, como se descubrió después, fue una fabricación para forzarlo a tomar esa decisión.
Moyers da cuenta de las presiones del jefe del Pentágono y de la cúpula militar para lograr, como lograron, el incremento paulatino de efectivos. “Es difícil argumentar con los comandantes –es una frase grabada de LBJ–, porque en el fondo de mi pensamiento me inclino por una intervención muy limitada. Y no creo que los comandantes piensen lo mismo. En realidad, sé que no.” Cuando la guerra de Vietnam concluyó en 1975 con la derrota de EE.UU., habían participado en el conflicto dos millones y medio de militares norteamericanos y el número de bajas sufridas ascendía a casi 60.000. En tanto, las empresas armamentistas obtenían –como obtienen hoy– jugosos beneficios.
El general Dwight D. Eisenhower tenía plena conciencia de estos hechos. Lo preocupaban. En el discurso que pronunció el 17 de enero de 1961, al terminar su mandato presidencial, subrayó: “La conjunción de un inmenso aparato militar y de una vasta industria productora de armamento es nueva en la experiencia de EE.UU. Su influencia abarcadora –económica, política, incluso espiritual– se deja sentir en cada ciudad, cada Parlamento, cada oficina del gobierno federal..., debemos estar en guardia contra la adquisición de una influencia no autorizada por parte del complejo militar-industrial. El potencial del surgimiento desastroso de un poder indebido existe y persistirá”. No se equivocaba.
Fuente, vìa :
http://www.pagina12.com.ar/diario/elmundo/4-159325-2010-12-26.html
Imagen: AFP
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